martes, 11 de marzo de 2008

MÁS MÉDICOS PARA EL ALMA


Siempre se ha creído -desde el dualismo platónico- que el alma es esa cosa misteriosa y compleja que todos llevamos dentro del cuerpo. Como las perlas o las piedras preciosas, que se guardan en herméticos cofres. Sin embargo, alma y cuerpo, no son simples "vecinos colindantes", ni entes yuxtapuestos o, a lo sumo, fundidos o simbióticamente mezclados. El ser humano, es una unidad fisio-psico-espiritual, en la que, cada uno de estos elementos, no está unido a los otros por contigüidad, sino por unión íntima y substancial. Por ello, no es posible oponer lo físico a lo moral, ni lo material a lo corpóreo, ni tampoco lo psíquico a lo espiritual.

Pese a ello, alma y cuerpo, continuan siendo objeto de atención y tratamiento segregados. Si se habla del alma, en su dimensión eterna e inmortal -o más bien, resurgible, resucitable- surge el sacerdote, el ministro de Dios, para curar a las que están enfermas, se hallen o no "ingresadas" en ese Hospital ecuménico de salvación, que es la Iglesia, tan rotundamente afirmada por los canonistas como organización -la "societas perfecta"- como tan poco, o tan mal explicada por los teólogos como "cuerpo misterioso", en el que todos sus miembros reciben la salud y la vida. Y si se habla patológicamente del cuerpo, enseguida aparecerá el médico, con su fonendoscopio y su maletín de fármacos urgentes al hombro o, en nuestros días, la unidad móvil, con todos los recursos instrumentales para estabilizar al paciente.

Pero, el alma, no sólo es ente de dimensión escatológica y transcendente, sino también temporal e inmanente, y su proyección eterna, en el contexto de las coordenadas de Einstein, es el "espíritu". La Medicina de nuestros días -aún hoy- pese a todos los avances y cambios de mentalidad colectiva, permenece anclada a esa falsa dicotomía. Y, por ello, de entre todas las inacabables especialidades clínicas, nos sigue ofreciendo dos tipos o clases bien diferenciadas de médicos. Los de cuerpo -prolongación sumamente quintaesenciada de los viejos "físicos" medievales- y los del espíritu, esto es, los del alma en su dimensión temporal. En cualquiera de estas dos vertientes, el médico es siempre un ser digno del mayor respeto y gratitud, pero el ejercicio de la Medicina sólo puede alcanzar carácter de ministerio sacerdotal, cuando nos hallamos en presencia de alguien que, más que curar una apendicitis, o un infarto de miocardio, trata de penetrar en la clave de los acontecimientos mal vividos de nuestra vida que, al igual que el polvo en las casas, han ido penetrando e incrustándose en los rincones más escondidos del alma, para producir finalmente un indecible sufrimiento y una especial angustia.

Se contaba, según he podido oír recientemente, en las Facultades de Medicina, un malévolo chascarrillo: Los internistas, saben mucho, pero curan muy poco; los cirujanos, saben muy poco, pero curan mucho... y los psiquiatras, no saben nada y no curan nada. Ciertamente, la Psiquiatría, es, sin duda, la ciencia médica de la que menos se sabe, pero el psiquiatra debe resultar una figura mítica y sagrada. Las enfermedades del corazón, el cáncer, la cirrosis hepática -en unión de "la carretera"- constituyen, según se dice y divulga frecuentemente, las causas de más alto índice de mortalidad. Pero las enfermedades más graves, en un mundo que se agiganta en mutaciones inverosímiles y fantásticas, serán -quizá lo son ya- las enfermedades del espíritu. Psicosis, psiconeurosis, depresiones hipocondríacas... podrían resultar cosa de risa, ante nuevas formas de sufrimiento espiritual, jamás antes sufridas ni presentidas, hacia las que, la "sociedad del bienestar", camina a velocidad insospechable.

Y, por tal motivo, además de los bisturíes y otros artilugios cortantes o punzantes, además de meticulosos análisis, sofisticadas pruebas y tratamientos terapéuticos; además de esa maravilla en la que se ha convertido la cirugía, habrá de resultar esencial que cada médico, todo médico, acerque su corazón al del enfermo, no sólo para escuchar latidos, sino para latir al unísono. Luis Madrigal.-

1 comentario:

Alicia Abatilli dijo...

Lo había leído pero no comenté nada, perpleja por las coincidencias.
Un abrazo.
Alicia