sábado, 12 de marzo de 2011

UN HUMILDE TESTIMONIO




 Entre la noche del día de ayer, Viernes, y la mañana del de hoy, Sábado, lamentablemente tuve que vivir un dramático acontecimiento, pero pude experimentar también un enorme alivio. Me acosté tarde. Había estado trabajando en un duro escrito profesional, de esos que causan tensión e inquietud, además de cansancio y cierta desolación. Pasadas ya las doce de la nohe, me acosté ya con una extraña sensación, similar a una de esas tan terribles en las que uno parece desdoblarse, o más bien, hallarse fuera de su propio cuerpo, como un caracol, o una tortuga, imagino puedan sentirse fuera de sus respectivos caparazones. Algo así. Durante la larga noche, pude contar casi todas y cada una de sus horas, levántandome incontables veces, no ya en sentido metafórico, sino literal. En efecto he tratado de recordarlas y no puedo  contarlas, no puedo saber cuántas fueron. Sobre las seis de la madrugada, ya no pude ni simular que dormía, y estuve escribiendo, sentado sobre la cama, sin que tampoco pueda recordar qué escribía, ni que me movió a ello. Desde luego, no eran versos...  Al fin, ya claro por completo el día, me adormercí y hasta llegué a soñar. Ya se sabe que llamamos "soñar", tener sueños, a lo que los médicos, los psico-neurólogos,  llaman "ensoñaciones". Estas, fueron dramáticas. Entre otros esperpénticos acontecimientos "ensoñados", llegué a la firme convicción de que un Juez, íntimo amigo fuera de estrados, había prevaricado al dictar una Sentencia, pero no a mi favor, sino en contra de los legítmos y más que justos intereses que yo defendía. Estos, no sólo eran lícitos y justos, sino técnicamente irreprochables e irrefutables conforme iba pudiendo recordar con absoluta nitidez, paso a paso, como si me encontrase ante un examen de Derecho procesal. Y sin embargo, aquel íntimo amigo, brillante compañero de estudios durante la Licenciatura en Salamanca; inmediatamente ganador de la terrible y dura Oposición a Judicatura, en aquellos tiempos; tan imparcial y excelente Juez, posteriormente, cuya  formación, imparcialidad y honestidad nadie había dudado nunca, en aquella ocasión había sido objetivamente injusto. Cuando nos vimos, después de la Sentencia, sin que yo buscara de propósito el encuentro, ni pensara en otra cosa sino en recurrirla, él mismo inició la conversación, diciendome cosas absolutamente insostenibles, cosas muy extrañas en él, que había sido un excelenete estudiante y después un magnífico y honestísimo Magistrado, siempre imparcial y, desde luego magistral, en sus Sentencias, siempre impecables. La cuantía económica del caso, era exactamente de 85 millones... No llegue a aclarme si de pesetas o incluso de euros... ¡Qué horror, y qué angustia, mientras daba vueltas y más vueltas, entre un extraño y angustioso sopor, de un extremo a otro de mi cama...! Al fin, exactamente a las diez y diez de la mañana  -lo sé porque miré el reloj-despertador- me desperté  y me froté los ojos... Había durado aquel espantioso cautiverio una dos horas. En principio , me alegré, al verme libre radicalmente de tan angustiosa pesadilla. Tomé una cálida ducha y, desde luego con un horrible sueño, caminé hacia la Cafetería en la que suelo tomar mi desayuno... Mientras lo hacía, ojeando un períodico que narraba la inconmensurable catástrofe del Japón, sentí un mareo y una cierta presión sobre mis oídos y sobre mis ojos. Tampoco veía demasiado bien. Soy hipocondríaco y comencé a inquietarme.... Al levantarme de la mesa y descender hacia la calle por las escalereas de siempre, noté de manera acusada y ostensible que no podía casi desplazar mi pierna izquierda, que prácticamente arrastraba... Tampoco gozaba de una buena movilidad en el brazo del mismo lado.... Entonces, ya no me inquieté, sino que me asusté de modo alarmante. Mucho más aún, cuando ya en la calle, aquellos desagradables síntomas parecían incrementarse, minuto a minuto, en medio de mi impotencia... ¡Pensé en lo peor...! En algún episodio cerebro-vascular, de esos como el que alguna persona muy querida para mí había sufrido hace unos años, y yo había vivido de lejos... Dentro de mi impotencia, comencé, no sólo a pisar fuerte, sino que hasta hice, en un desesperado esfuerzo, el intento de correr, de salir disparado como si se tratara de una carrera pedestre... Pero era imposible... Comencé a sudar y a pensar en las personas más próximas y queridas, porque tenía la impresión de poder estar llegando a la suprema hora final de mi existencia, o tal vez a algo peor. Caminaba, sin ver a nadie, por la madrileña Calle de Alcalá, repleta a aquella hora de viandantes que se movían ligeros por ambas aceras, entre el estruendo de los vehículos que llenaban la calzada.



 
El día estaba nublado y había llovido... El cielo se encontraba en su mayor parte entoldado, y tan sólo, entre los arbóles, con sus ramas aún desnudas, vislumbré un trocito de cielo azul, como una especie de escape, por el que  pensé resueltamente en evadirme de aquello que tanto me angustiaba... Dirigí hacia aquel agujerito tan azul  -era una especie de rectángulo irregular, o tal vez una figura romboidal-  mi angustiosa mirada, abrí mis manos, en actitud suplicante de recibir la salud y la vida y exclamé con bastante fuerza: ¡Señor...! Como no se produjese singún cambio en mi estado, volví casi a gritar, y no estaba solo, sino rodeado de gentes que iban y venían: ¡¡Señor, no me dejes...!! Una señora que se cruzaba en aquel momento a mi lado, sin duda escuchó mi expresión, denotando extrañeza por su parte y con cara de pensar para sí: "Otro loco...". Pero, nunca hubiera podido yo ser ni estar más cuerdo. Desde este momento, y paulatinamente más y más, comencé a recuperar la sensación normal o habitual de movimiento en piernas y brazos. Cesaron también la opresión y los mareos y, fui acercándome con absoluta tranquilidad a mi casa. Al llegar al vestibulo, me pareció, creo recordar ahora, que iba silvando una cancioncilla de tono más bien alegre, y así continué en el ascensor hasta llegar a mi planta. Entré en mi piso, en la planta 10ª como todos los días, casi ni me acordaba de la situación angustiosa que había vivido tan sólo unos minutos antes y me tendí, eso sí cansado y soñoliento, sobre un sofá... Pero, de pronto, sentí la necesidad imperiosa de levantarme y ponerme de rodillas, y esta vez, sin gritar, casi con lágrimas en los ojos, exclamé: "Gracias, Señor, porque me has salvado, porque me has librado de la muerte en esta hora, en la que, sin duda miles y miles de otras personas, en todo el mundo, la habrán encontrado, perdiendo su vida por sufrir exactamente lo que yo temí sufrir... Señor no me dejes nunca, tampoco cuando de verdad llegue ese día y esa hora.... Espero que, también entonces, estés a mi lado, para recibirme en tu Compañía y confortar amorosamente mi espíritu... Gracias, Señor."

El que esto acaba de escribir, dá testimonio de que todo ello es rigurosamante cierto, y no ningún producto de literatura, buena o mala, para rellenar un hueco en este humilde Blog. Ya sé, lo que dirán los científicos, los médicos... Lo supongo. Y tendrán sus razones. Pero yo sé muy bien lo que ha sucedido, y no puedo menos de lanzar al mundo entero, a todos cuantos sufren y a veces se angustian, un mensaje de esperanza  e ilusión en algo misterioso e invisible, pero tan real como las Pirámides de Egipto, El Arco de Triunfo en los Campos Elíseos de Paris, o la Torre del Parlamento británico. Y este es mi univerdal deseo para todos los hombres de buena voluntad:






 Luis Madrigal