martes, 25 de enero de 2011

LA GLORIA




Al fin hube de regresar a Madrid, desde León, tras haber acompañado a mi hermana Mari Paz a su última morada. La muerte del ser humano es siempre un hecho doloroso, a veces desgarrador, que nos sitúa ante la única verdad de nuestra existencia. Muchos, y de muchas clases pueden ser los vínculos que nos ligan a las personas ajenas a nuestro propio "yo". En este caso, y con independencia de esos otros vínculos, surgidos libremente de nuestra voluntad -los que nosotros mismos decidimos crear un día- desparacen ahora para mí, en el mismo grado, todos los naturales que Dios me dió, sin participación alguna por mi parte. Ya me encuentro solo también de entre  todos los que, desde que nací, fueron mis hermanos. Progresivamente, uno tras otro, y alguno antes que mis propios padres, se han ido marchando de este mundo. Espero con toda la fuerza de mi alma que se encuentren ya todos ellos también reunidos junto al Señor de la Vida, y desde allí, por su intercesión me protejan y cuiden. Ellos, según creo todo lo firmemente que puedo, ya están en la Gloria y ésta no tiene fin.

Sin embargo, de tejas abajo, la muerte es el fenómeno que más radicalmente se identifica con la posición romanista del elemento accidental de término, en el negocio jurídico: "Dies certus an incertus quandum". Se sabe, indefectiblemente, que el día  -ese día-  llegará, pero no cuándo. Se teme que llegue, se hacen lúgubres cálculos materialistas por los técnicos en seguros sobre la vida, y pronósticos por los médicos, más o menos angustiosos o más o menos alentadores, pero cuando al fin, con pronósticos o sin ellos, de manera esperada o precipitadamente repentina, llega la muerte, naturalmente la de "los otros", la de quienes no son "yo", un escalofrío de angustia, un borbotón de sangre dentro del pecho, se acumulan dentro de mí, y es como si, por fuera, algo especialmente electrizante rozase mi piel. La muerte, sólo consiste en la extinción de los sentidos corporales, pero tengo por mi parte últimamente  la impresión, influenciado por una nueva y sin duda más racional Teología de los Novísimos, de que también se produce la extinción suprema del espíritu, del alma, en una superación del dualismo platónico, para conformar un cuadro de esperanza verdaderamente cristiano. Si hemos de aceptar que lo esencial de nuestra fe no es la inmortalidad del alma, sino la Resurrección de Cristo, hemos de superar a Platón, para convertirnos, de "creyentes platónicos", en creyentes cristianos.

Ya creo haber expuesto en este humilde Blog, en alguna otra ocasión, que cuando muere el ser humano, que es una unidad integral, muere todo él. Muere, desde luego, el cuerpo, que se hace rígido, frío, cadavérico, para terminar descomponiéndose a lo largo del tiempo, ya sea antes o después. Esto me parece indiscutible. Ahí están los sepulcros y, sobre todo, los osarios, inesperadamente descubiertos, repletos de tibias y cráneos de ojos vacíos, apilados y confundidos, entremezclados en una especie de "puzler" funerario. ¿Resucitarán esos cuerpos allá en el Valle de Josafat, cuando suenen las trompetas?. Ciertamente, nada es imposible para Dios.  Lo sorprendente en cambio es afirmar que, la muerte, no sólo produce la extinción del cuerpo sino también del alma. Que si muere el hombre, muere todo él, muere el cuerpo y muere también el alma, porque alma y cuerpo, como el oxígeno y el hidrógeno, constituyen una unidad substancial e inseparable. Si se separan, quedarán dos gases, pero agua no queda. Si el alma se separa del cuerpo, no puede saberse qué quedará, pero desde luego, hombre no. Pero, ¿cómo podrá ocurrir esto, si el alma es inmortal, según se ha dicho siempre, y según aún sigue proclamando la doctrina de la Iglesia? Me parece a mí, tengo esa impresión, de que tal doctrina es un arrastre histórico de un gran error. Albergo la esperanza, cada día más, de que no resucitaré, ni en ese célebre "ultimo día" de Josafat, ni "con el mismo cuerpo que tuve". ¿Con cual de ellos? Porque he tenido muchos, o varios, y todos han sido míos. Yo resucitaré, por la infinita Misericordia de Dios, en el mismo momento de mi muerte. Ciertamente, resucitaré "en el último día", pero ese día será el de mi último contacto personal con el Señor, dentro de la existencia y, a su vez, el primero de mi esencia. ¡Qué delicia...! Ahora resulta que, de verdad, la muerte es la Vida misma y ésta se alcanza únicamente muriendo, sin que tampoco me preocupe lo más mínimo que será de mi actual cuerpo, este ya viejo trasto, casi "amortizado" y sometido a revisiones médicas periódicas  -¿para qué he de necesitarlo ya?- ni me parezca esencial tampoco determinar que corporeidad habré de tener escatológicamente. Muy probablemente, ninguna, de un modo similar al de los lepidópteros al convertirse en imagos, o al de las serpientes cuando mudan su piel y ésta queda abadonada sobre el suelo hasta pudrirse y desaparecer. Nada de esto me inquieta, porque lo que resucitará, en el momento mismo de mi muerte, será mi espíritu y los espíritus puros no necesitan corporeidad alguna para seguir alentando y viviendo, dentro de un mismo "yo histórico".

No quiera el Buen Dios que nadie me excomulgue, no tanto por mi insignificante entidad teológica, como por aquello que ya dijo el Gran Papa Juan XXIII, al abrir el Concilio Vaticano II: "Aquí, no se va a excolmulgar a nadie". Claro que tampoco yo he dicho esto en ningún Concilio, pero, de hecho, a mi viejo Consiliario y amigo Don Felipe Fernández Ramos, Canónigo Lectoral de la Catedral de León (podría decir, aunque no suene demasiado bien, "por rigurosa oposición", siendo él muy joven, y más tarde Catedrático de Sagrada Escritura de la Universidad Pontificia de Salamanca, hoy Emérito, tampoco le ha dicho nada nadie, y menos aún excomulgado, por insistir en esta luminosa y consoladora idea, tras ya cerca de media docena de libros, entre monografías, opusculos y demás piezas literarias teológico-bíblicas, donde, a quien interese, podrá encontrar hasta agotar la materia los fundamentos bíblicos y teológicos de aquélla, repletos por otra parte de la más coherente lógica. Y si nadie le ha dicho nada a Don Felipe, ¿cómo me van a excomulgar a mí?.

El propio Don Felipe, me había dicho ya antes, algunas veces, y se ha ratificado contundendentemente al respecto, precisamente el pasado día en la Misa de funeral por mi hermana Mari Paz, que esto no es para "demostrar" nada a nadie, sino para creerlo de verdad y que con que lo creamos "tú y yo"  -me dijo- es suficiente. Porque lo creemos para nosotros. Y yo, pobre de mí, así lo creo y lo espero profundamente, no tanto para encontrar la paz, aunque también, sino sobre todo porque confío en la inmensa e infinita Misericordia de Dios. Con la muerte  -y tal vez Jean-Paul Sartre tenía razón-  desaparacen las llamas del infierno, para dar paso a la Gloria, donde ya no hay dolor, ni sufrimiento, ni desesperanza, ni vacío de felicidad, de ternura, de dicha, porque todo lo llena el amor de Dios. Luis Madrigal.-




En la imagen superior "La Gloria", cuadro del pintor de Carlos I de España, el célebre Tiziano Vecellio. En segundo término, facsimil de la protada del primer libro del Dr. Fernández Ramos, sobre este tema, "DE LA MUERTE A LA VIDA, Revisión de los novísimos", en Editorial San Esteban, Salamanca, 2005. Colección Trazos.