viernes, 10 de octubre de 2008

¿RESURRECCIÓN... DE LA CARNE?


Mi buen y noble amigo Carlos Tobes -digo bueno, porque lo es, y noble porque suele echarme unas broncas tremendas y hacerme ver todos mis defectos, que son muchos- organiza periódicamente unas sesiones de Cine Forum, al estilo de los años 50-60, verdaderamente interesantes. Carlos, en este desierto cultural de la hora presente, es todo un ejemplo digno de agradecer. Ha comprado un reproductor especial de DVD y una enorme pantalla, para efectuar las proyecciones, bastante más que aceptablemente; adquiere también las películas que proyecta y, finalmente, trabaja para montar el “tenderete”, privándose de otras aficiones, y hasta obsequia a la concurrencia con unos sustanciosos y abundantes canapés y bebidas de toda clase, con lo que ya no es necesario cenar en casa. Su sala de proyecciones, se llama “EL Billar”, porque todo ello discurre en torno a una vieja e histórica mesa reglamentaria para la práctica de este deporte, eso sí, con su tapete verde debidamente protegido por dos tableros ensamblables y todo ello forrado con un sobrio pero elegante papel, a fin de poder servir de buffet, en torno a la cual se sitúan los asistentes a la proyección, que, elegantemente, aportan también algunas viandas a la velada. Finalizada la película, se abre el correspondiente coloquio. Todo esto sucede, en el Barrio de la Estación, Colonia García, de Las Navas del Marqués, pero -eso también- tan sólo se puede asistir a estas sesiones mediante rigurosa invitación, de la que yo mismo tengo el honor de ser objeto.


La última de las películas proyectadas este último sábado, 4 de Octubre, ha sido la monumental “Ordet”, de Carl Theodor Dreyer, que en castellano -y también en inglés, “The Word”- se ha subtitulado “La Palabra”, pienso que, tanto porque esta es la traducción literal del danés, como porque, justamente, es eso, la Palabra, la que produce el efecto, si así se quiere, más “espectacular”, aunque deberíamos decir misterioso y eterno. Los aficionados al Cine, sabrán bien de qué trata esta película, que ha obtenido las calificaciones más encomiables y hasta sublimes. Aunque esta versión -porque hay otra, además de la original para el teatro, del Pastor protestante Kaj Munk- se filmó en el año 1955, la acción discurre en una reducida comunidad de la Jutlandia occidental, hacia 1930. El viejo Morten Borgen (creyente tradicional, pendiente más de los problemas terrenales) dirige la granja de Borgensgaard. Tiene tres hijos: Mikkel (el agnosticismo), Johannes y Anders. El primero está casado con Inger (la santidad optimista) y tiene dos hijas pequeñas, aunque en este momento Inger se encuentra embarazada y esperan el tercero, que el abuelo Morten desea fervientemente sea un varón. Johannnes, es un antiguo estudiante de Teología que, a causa de las lecturas de Sören Kierkegaard (uno de los filósofos del siglo XX más inquietos y hasta angustiados por la cuestión de la Fe), aparentemente ha perdido la razón hasta el punto de identificarse con Jesucristo, y desde luego es considerado por todos como un verdadero loco. El tercero, Anders, está enamorado de Anne (personaje vulgar de difícil catalogación), la hija del sastre Peter Petersen (representante del fundamentalismo), y líder intransigente de un sector religioso rival. Ante el amor que su hijo siente por Anne, el viejo Morten Borgen tiene el coraje y la humildad de ir a casa del sastre para exponerle la situación y tratar de convencerle para que acceda a la boda de los dos jóvenes. Pero Petersen se muestra intratable y la tentativa separa más aún a las dos familias. Durante la disputa que ambos mantienen, suena el teléfono: Es Mikkel, que llama para comunicar a su padre y hermano que Inger está dando a luz, con grave riesgo para la vida del niño, que es un varón, y de la suya propia. Morten y Anders regresan apresuradamente a casa y encuentran al doctor (el ateismo cientifista) que, en principio, les expone las graves dificultades del parto y, finalmente, cuando parece haber salvado la vida de Inger, aunque no del niño, hasta presume de haberse debido a su intervención y a su ciencia, más que a las oraciones del abuelo Morten. Pero, al final, se produce la muerte y Mikkel, hundido en la desesperación, llega al extremo de incrementar su agnosticismo. El día del funeral, llega el sastre Petersen a Borgensgaard con su mujer y su hija para reconciliarse con Borgen y conceder la mano de Anne a Anders. El Pastor de la comunidad (la religión institucionalizada, o la Iglesia “oficial”) pronuncia una tradicional homilía y, en el momento en que se disponen a cerrar el ataúd, entre la resistencia y los sollozos de Mikkel, entra en la estancia Johannes que reprocha a todos su falta de fe y llega acompañado de la hija menor (el pilar sobre el que se apoya Cristo Jesús), quien está plenamente convencida de que su tío obrará el milagro. Johannes, pronuncia casi las mismas palabras que solía utilizar Jesús en estas ocasiones: “A ti te lo mando…” E Inger comienza tenuemente a mover los dedos de las manos y después se incorpora desde el ataúd para abrazarse y besar con pasión a su marido Mikkel, quien llora y abraza la fe. Respecto a esta última secuencia, algún sector de la crítica comentó, en su día: “Dreyer, después de ascendernos al cielo, nos devuelve súbitamente a la tierra”.


Muy en síntesis, porque los juicios de la crítica son muy numerosos, se ha dicho que: “La Palabra, es un relato de cómo el amor humano puede dar lugar, nada menos, que a una resurrección milagrosa, y una expresión extraordinaria de optimismo espiritual…”. Y también se ha dicho que, en este film, “Dreyer refleja las distintas posturas desde las que se puede acceder a la fe y los distintos modos que ésta tiene de mostrarse”, como ya hemos indicado. Pero, lo que a mí me parece esencial, sobre cualquier otro matiz, que también son muchos, es que “a través de la comprensión y bondad de Inger -uno de los personajes centrales- Dreyer sugiere que lo más importante no es tener fe sino tener corazón y que a partir de ello podremos llegar a la fe”. Esto, creo yo que es lo radicalmente esencial.


Por lo demás, son tantos los aspectos que en esta película concurren desde el punto de vista cinematográfico, que analizarlos todos -y menos por mi parte que no sé nada de Cine- resultaría imposible. Se abrió el coloquio comenzando por comentar el uso de la cámara, acerca de su pobreza o riqueza, según cada criterio; los acusados contrastes del blanco y negro; los cielos permanentemente borrascosos y grises, como si ya ellos percibiesen la tragedia… También, y ello me llamó la atención a mi mismo, el desplazamiento lateral de la cámara, de izquierda a derecha y derecha a izquierda. Aprendí en esta ocasión que esto se llama “barrido” y que, precisamente se diferencia del movimiento de cámara dentro de la profundidad de campo -lo que parece ser se efectúa mediante un aparato llamado “travelling”- aunque, según me dijo también un cinéfilo de los muchos que allí había cabe también la posibilidad de montar un “travelling barrido”. Cosas del Cine. Sin duda, por su carácter de adaptación de una obra teatral, también se hizo notar que, más que de cine, en realidad se trataba de “teatro fotografiado”, lo cual, entiendo yo, no desmerece en nada el valor de la película, y hasta alguien comentó que ésta se asemejaba, o incluso constituía, un verdadero “auto sacramental”, a lo que, por mi parte, he de mostrar mi absoluta discrepancia. Pero como nada dije allí, al respecto, nada voy a decir tampoco aquí, por razones de estricta y elemental elegancia.


Ya estaba a punto de concluir el coloquio, cuando alguien, precisamente un experto en Cine, a quien, como tal, en realidad no podría interesar demasiado la perspectiva en la que formuló su pregunta, hizo notar si -con independencia de todos los demás aspectos o extremos analizables cinematográficamente- acaso en la película no había sucedido nada más. Y lo que hizo notar fue, nada menos, que en dicha película, había resucitado, esto es, vuelto a la vida -después de haberse extendido el correspondiente certificado de defunción, y hasta cuando ya iba a cerrarse el ataúd- un ser humano, concretamente la bondadosa Inger. Nadie hubiera podido decir si un fenómeno tan descomunal se habría producido por mediación del grandioso corazón de Inger, de su propia santidad, o tal vez por la oración y la pureza de su hija más pequeña, porque el loco, perturbado por la lectura de Sören Kierkegaard, pese a profetizarlo, no era más que, en todo caso, un “médium” de la intervención divina. En la dimensión contraria, cabría asimismo la posibilidad de que Dreyer, fuera ateo -como alguien apuntó- y hubiese pretendido mofarse de la Fe, o lanzar una sibilina crítica hacia las objetivamente denostables actitudes humanas que, en la película y en la vida, concurren entre los creyentes, además de la intransigencia y “rivalidad” religiosa entre verdaderas sectas. Ahora mismo, contamos en España con numerosos grupos de este carácter –aprobados o no por el Vaticano- que constituyen exóticos ejemplares capaces de reducir a la nada a Peter Petersen (“el sastre”), en la película el intransigente jefe del grupo religioso antagónico. Y, muy probablemente, estas gentes son precisamente, muchas veces, quienes “no creen”, aparte de sus ridículos “aquelarres”.


Naturalmente, en lo que al atañe al fondo -la resurrección de un ser humano-, hay que encerrar la película en lo que podríamos muy bien entender por “ciencia ficción” por lo que se refiere al modo, o más bien, al momento, al tiempo, en el que, en ella, se obra el milagro de la resurrección. No es difícil suponer que, aunque la bondadosa Inger hubiese resucitado -provisional o, mejor dicho, temporalmente- habría de volver a morir, como hay que entender volvieron a morir, Lázaro, el hijo de la Viuda de Naím, o cuantos otros humanos resucitó Jesús a su paso por el mundo. Nadie se queda aquí definitiva y eternamente, del mismo modo en el que vino a la vida terrenal, a la existencia, dentro del tiempo histórico. La resurrección que todos hemos de esperar, es la relativa al tiempo escatológico, definitivamente eterno e irreversible, esto es, tras la consumación del tiempo y del espacio. Y, en esta perspectiva, y a diferencia de quiénes no creen, los cuales afirman que nos pudriremos en el sepulcro, para nunca más volver a ser nada, sino polvo y, quizá, aún ni eso, debo decir, con absoluta sinceridad, que por mi parte pregunté a los contertulios, simplemente, si yo, -no pretendía implicar a nadie más- que digo tener fe, también resucitaría. Quizá la contestación mayoritaria que obtuve, aunque al parecer hubo algún error de interpretación en relación con mi pregunta, fue más bien muy negativa o, en todo caso, sumamente dubitativa. Posiblemente, allí, más que ateos, lo que había era agnósticos, que muy probablemente es lo que somos la mayoría de los que decimos creer.


Y por ello, seguidamente, me permití exponer -traté de hacerlo, aunque lo hice muy mal- que la ultimísima teología bíblica, en una revisión profunda de los llamados Novísimos -las Postrimerías del hombre, de las que hablaban los viejos Catecismos- ya no admite -desde luego contra lo que la Iglesia oficial continúa definiendo o enseñando- que la resurrección se produzca en los términos tradicionales. Esto es, ya no se postula por parte de esta Teología puntera, que lo que resucitará será el cuerpo, pero no el alma, por ser ésta inmortal, y que aquél lo hará allá en el lejanísimo “Valle de Josafat”, en el último día del tiempo. Por el contrario, lo esquemas actuales parten de una crítica a la (en este punto) nefasta influencia, del dualismo platónico, que considera al hombre un ser dotado de alma (como si ésta fuera el pájaro, capaz de volar hacia Dios) y de cuerpo (que sería la jaula, condenada a la corrupción del sepulcro). Pero “yo”, no soy mi cuerpo más mi alma, sino mi alma y mi cuerpo inseparablemente unidos dentro de mí, algo así, más o menos, como el hidrógeno y el oxígeno, los dos elementos que componen el agua, en la cual, si se separa del otro cualquiera de ellos, aquélla desaparece; quedarán dos gases, pero agua no queda. Y lo que esta moderna teología bíblica dice es que, cuando muere el hombre, el ser humano, muere todo él, muere el cuerpo, pero también el alma, porque lo esencial del cristianismo no es la inmortalidad del alma, sino la resurrección de Cristo, que es la base y fundamento de nuestra propia resurrección. Es más, inmortalidad del alma y resurrección, son incompatibles. En esta perspectiva no hay dos vidas, la de aquí abajo y la otra, tras la muerte, sino una sóla, en la que la Muerte no es más que un simple instante de paso, de tránsito, como quien deambula, dentro de su propia casa, de una habitación a otra. La Muerte, no es, por tanto, otra cosa sino una mera sustitución y la resurrección se operará instantáneamente tras la muerte. Dios nos resucitará en el mismo momento de morir, cuando aparezca en los monitores la línea EEG, el electroencefalograma plano, sin el menor atisbo de vida. Y con nuestro cuerpo, el que objetivamente tenemos antes de la muerte, ¿qué pasará? Nada se puede afirmar –manifiesta esta doctrina- sobre la corporeidad que ha de proporcionarnos la resurrección. Pero lo que sí parece seguro es que no resucitaremos “con el mismo cuerpo que tuvimos”, sino “en etéra morfé” (Marcos, 16,12), “en otra forma", con una nueva corporeidad, con un cuerpo definitivo que ponga fin a los achaques y sufrimientos del cuerpo presente. ¿A quien puede interesar resucitar con este “cacharro”, sometido a revisiones y periódicas visitas al médico? En este mismo momento, un amigo muy querido para mí, está hundido en la más negra aflicción, porque se le está cayendo, literalmente, la carne de un pie a pedazos y el médico se plantea la amputación. Mi amigo, se llama Eloy. ¿Acaso puede ser bueno para Eloy resucitar con los mismos dos pies, ambos enfermos desde que a la edad de un año le atacó la poliomielitis? Y cuántos otros seres, a quienes en uno u otro momento la enfermedad, o el accidente, les dejó tetrapléjicos, ¿también han de resucitar para seguir moviéndose en el cielo con su silla de ruedas? Solo en un sentido es aceptable esta mismidad, en el de que mí yo resucitado coincidirá con mi yo histórico, pero no con el yo bio-corporal. Porque, por otro lado; ¿con qué cuerpo habríamos de resucitar? Con el que tuvimos en la niñez o en la adolescencia; en la madurez o en la ancianidad? Todos han sido nuestros, pero todos han ido muriendo y están ya enterrados en nuestro yo actual. Y, por último, en cuanto a que resucitaremos en “el último día”, sí, eso es verdad, pero ese día no será el de la consumación de los siglos, sino el último día de nuestro contacto personal con el Señor. Efectivamente, esta no es la posición actual de la Iglesia. Nada menos, pero también me atrevo a decir que nada más. La Iglesia, es la depositaria de la verdad, pero también la percibe y declara en función de los tiempos. Ahí está el ejemplo del Símbolo Niceno-Constantinopolitano, en el que, en el Credo, no se creía, sino tan sólo se esperaba. Por otra parte, como me dijo en persona uno de los más brillantes defensores de esta teoría: “Con que lo creamos tú y yo, es suficiente”. Y a mí, por lo menos, me es mucho más fácil creer en esto que no en que pueda resucitar, tal como era -por poner un mero ejemplo- el hombre de Atapuerca, o salir de sus osarios, donde yacen miles de restos humanos, como pudo verse en León, hace ya algunos años, junto a la iglesia medieval de Palat del Rey, un montón informe de huesos aglomerados por la tierra, que justamente parecían una pastilla de turrón cortada transversalmente.


Todo esto, más o menos, es lo que en el referido coloquio, tras la indicada película, yo no acerté a decir debidamente. Se había supuesto, o más bien especulado, con la presencia en la proyección de esta película, y en su coloquio, de algún sabio, de esos que lo son, aún revistiendo indudable talento, como lo fuera aquel héroe que salvó a alguien de morir ahogado en un río y que, cuando le estaban aclamando, preguntó: “¿Quién fue el cabrón que me empujó? . Esto es más o menos lo mismo que les sucede a cierto tipo de sabios, que lo son porque las circunstancias históricas así lo deciden, más o menos como sucede con algunos individuos que han sido ministros por el sólo hecho de haber estado en la cárcel. Mas, en cualquier caso, aún tratándose de un verdadero sabio, de la cuestión objeto de debate por parte de esta película, todos sabemos lo mismo, por una razón apabullante. Porque nadie puede saber nada. ¿Cómo puede saberse? ¿Quién, por muy sabio que sea, puede saberlo? ¿Quién se lo ha dicho a quien lo afirma o lo niega, en un sentido o en otro?. ¿Cómo lo ha descubierto, rigurosamente? Podemos conocer el pasado (salvo que nos quedemos “lelos”), pero, sin duda, es imposible conocer el futuro ya sea el “futuro-presente” (mientras discurre el tiempo) o el escatológico (cuando éste se acaba y pasamos a estar fuera de él). No es posible, conocer, ni uno ni otro, ahora, cuando sí somos hijos del tiempo. Es muy posible que, tras la muerte, que extingue los sentidos corporales, ya no haya un “antes” ni un “después”. Es muy posible. Casi diría que es seguro, en cualquier caso. Pero no podemos saberlo, y menos aún conocerlo. Y tampoco podemos “creer” en él -en el futuro- porque todo credo, aunque “queramos creer”, afecta a la razón, más que a la voluntad. Lo que sí podemos, desde el tiempo, en el que estamos, es esperar el futuro, “la vida futura”, como se decía al rezar el “Credo", tras los Concilios de Nicea y Constantinopla.


Desde luego, el gran problema de la Muerte, se encuentra sin resolver, incluso desde el lado de algunos pensadores científicos cristianos, cómo alguien me hizo notar en el indicado coloquio del Cine Forum de referencia. Pero, ha de observarse, que en lo que a ello atañe, en el ya citado Símbolo Niceo-Constantinopolitano, inciso final, se decía: Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén. Entonces, no “creíamos”, sino que tan sólo “esperábamos”. “Esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”. ¿Se ha preguntado alguien, alguna vez, por qué, tras “creer” en tantas cosas vedadas a la razón, al final, de un modo un tanto brusco, dejábamos de “creer” y sólo “esperábamos”?. Y, si tan sólo esperamos, que no es cualquier cosa, desde luego, ¿no sería acaso porque, metafísicamente, “eso” –nuestra propia resurrección- es imposible de creer?. Por ello, en mi teología particular (salvo declaración de anatema, que cualquier día puede caerme encima, pese a ser yo insignificante), la jerarquización, egoísta y “práctica”, de las virtudes teologales es esta: Esperanza, Fe y Caridad. El Amor, es siempre esencial y garantía absoluta; La Fe es muy cómoda, pero la Esperanza es muy práctica. Y el orden enunciativo “oficial” -“Fe, Esperanza y Caridad”- apenas varía. Estas tres grandes virtudes, que constituyen la Vida misma de Dios, y por ello se llaman “teologales”, en realidad, no son jerarquizables, puesto que todo, en Él, es igual, indivisible e inseparable, y cualquiera de ellas, es Dios. Verdaderamente, la Fe es un “chollo”, ya que si creo, no moriré (para siempre) y, por tanto, hasta la Caridad, pese a ser la sublime esencia del “todo”, frente a la “nada” (según san Pablo), queda relegada o subordinada a la Fe, ya que el mensaje no es el de que “si alguien ama, no morirá”, sino “si alguien cree en Mí”. Cuestión distinta puede ser la de que no es posible “creer” sin “amar”. Mejor dejémoslo estar. Pero, en cualquier caso, como “esa fe”, más que otra cosa es un acto de mera voluntad, ya que no puede ser objeto de entendimiento (y, además, para algunos -entre los que lamentablemente me encuentro- de una voluntad “miedosa y egoísta”), tampoco a fin de cuentas es gran cosa, porque Dios es la Sabiduría infinita y no le podemos engañar. La esperanza, en cambio, mejora con creces la “receta”, porque la Sabiduría es también -tiene que ser- Bondad infinita y, en consecuencia cabe abandonarse a su infinita Misericordia. Él, tendrá compasión de mí, y de todas mis miserias. ¿Cómo no ha de tener también piedad de mí por el hecho de que me cueste creer? Dios, es el Padre amoroso que siempre perdona todo. ¡Qué bonita y esperanzadora es la parábola del hijo pródigo...! Mucho más, si Alguien “le pincha” un poco: Nuestra Señora y Madre, la siempre dulce Virgen María.


Muchas gracias, Carlos, por todo lo que me ofreces siempre y, en especial, en la ocasión, por esta maravillosa película. Pero, eso sí, un ruego, por favor, que la próxima no sea -como has amenazado- una de Fernando Esteso en calzoncillos, persiguiendo a una sueca. Eso, no. Aunque, en realidad, nada hemos de temer porque tú no eres capaz de tal cosa. Luis Madrigal.-

Arriba, Inger y su esposo Mikkel, en una de las últimas secuencias del film. cuando aquélla está a punto de resucitar. Seguidamente, la maravillosa Danza que Christoph Gluck , en "Orfeo y Eurydice", compuso para los Espíritus Bienaventurados, y que Dios quiera podamos escuchar todos tras nuestra propia resurrección.