martes, 3 de enero de 2017

UNA RESOLUCIÓN INJUSTA




LA RESOLUCIÓN 2334
DEL CONSEJO DE SEGURIDAD DE LA O.N.U.


Proponía Hans Kelsen, en su famosa pirámide, a la norma jurídica internacional para ocupar la cúspide, pretendiendo la supremacía de ésta sobre todas las demás normas contenidas en los ordenamientos jurídicos nacionales, cualquiera fuese su objeto. Kelsen, filósofo del Derecho, austríaco aunque nacido en Praga, pese a su origen judío es un iuspositivista radical, excluyendo de raíz todo iusnaturalismo de la idea y concepto del Derecho. Siempre me ha hecho cierta gracia la proposición del filósofo y jurista austro-húngaro. Los internacionalistas, dividen el Derecho Internacional, en público y privado, lo que ya en sí encierra cierta contradictoria dificultad,  puesto que el Derecho, en general, o es público o es privado -"duae sunt positiones, publicum et privatum ius", decía Ulpiano- y por eso no me parece a mí que aquél pueda ser ambas cosas, por la suprema razón lógica, previa incluso a toda axiología, de que una misma cosa no puede al mismo tiempo ser dos cosas distintas, conforme al principio de identidad.

Por otra parte, en cualquiera de ambas dimensiones, encuentra siempre el Derecho la seria dificultad de su aplicación, por muchos sean y hayan sido los tribunales nacionales o internacionales creados. Detrás de toda sentencia se halla siempre el problema capital de su cumplimiento o ejecución, lo cual, en el supuesto de los Estados nacionales, puede ya presentar ciertas dificultades, pero parece poco menos que un milagro pueda llegar a hacerse efectivo fuera de las fronteras de un Estado. Cualquiera sea el tipo de ellos. Se podrá discutir, en el orden conceptual, el carácter coercitivo o no de la norma jurídica sustantiva, en general, pero es una evidencia lo imprescindible de esta última nota, la coercibilidad, en el orden jurídico internacional. Sin coerción, ni las sentencias de los Tribunales nacionales podrían llegar a ser materialmente efectivas. ¿Cómo podrían serlo las de los internacionales? Y tristemente, conclusión inevitable de todo positivismo ha de ser la de que ni la coerción misma puede ser bastante sin la presencia efectiva de la fuerza. En esto consiste el Derecho positivo llevado a su último extremo.

Por ello, si las sentencias de los tribunales no pueden ser efectivas  en último término sin la fuerza, mucho menos aún pueden serlo, y de hecho nunca lo han sido, las resoluciones de las instituciones y órganos internacionales, orientados a alcanzar el bien preciado de la paz en el mundo. Sucedió así, con la primitiva Sociedad de las Naciones, la S.D.N., creada por el Tratado de Versalles, el 28 de junio de 1919, inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial, y así ha venido sucediendo con su sucesora, la Organización de las Naciones Unidas, la O.N.U, que ciertamente, desde su fundación en el año 1945, inmediatamente después de la Segunda gran guerra, ha venido consiguiendo hasta ahora tan esencial propósito, pero desde luego  -hay motivos para pensarlo-  tan sólo a costa de los Estados más insignificantes o menos poderosos de la comunidad política internacional. Y para eso, no hacen falta resoluciones, si se trata de ser impuestas siempre y únicamente a las naciones más débiles, o en ocasiones a todas ellas por presiones o conyunturales acuerdos útiles a los más fuertes. O hasta por simples fricciones o discrepancias entre los mandatarios de éstos, lo que pudiera resultar causa bastante próxima en el caso que vamos a tratar. Una Organización, como la ONU, en cuyo Consejo de Seguridad se establecen únicamente cuatro Estados miembro permanentes -"el Cuarteto", curioso nombre éste-  y que además, tan sólo ellos gozan del derecho de veto, no puede producir la virtud de la justicia, que es el fin esencial del Derecho, además de evitar las confrontaciones armadas, que ciertamente son un grave mal.

El mismo Kelsen consideraba a la moral como parte de la justicia que, como buen positivista, entendía tan sólo “uno de los fines del Derecho", y no el fin esencial. Tal vez por ello afirmó, en la más importante de sus obras  -la Teoría pura del Derecho"-  que "en tanto la justicia es una exigencia de la moral, la relación entre moral y derecho queda comprendida en la relación entre justicia y derecho". No dice sin embargo Kelsen qué es la justicia, es decir la virtud de la justicia, que en unión de la fortaleza, la templanza y la prudencia, es una virtud cardinal. No lo dice, porque Kelsen es un iuspositivista, y el estudio de tales virtudes, en particular de la última, forma parte de la Moral y, en términos jurídicos, del Derecho natural, concepto este último que, en palabras de otro positivisa, el antropólogo francés Lévy-Bruhl, es preciso enterrar:"Hay que enterrar de una vez ese cadáver, si se quiere en sudario de púrpura". Pero, para enterrarle, antes hay que matarle. Y, con ello, ¿qué será la justicia?

Alguien que conocí en su día (desde luego lo que ahora se llama "un hombre elemental"), entendía y estaba firmemente convencido de ello, de que justo es lo que me satisface e injusto lo que me contraría o incomoda. Pero, esto no puede ser así. Hay leyes, emanadas de los Parlamentos constitucionales, resoluciones de los tribunales de justicia o del Consejo de Seguridad de la ONU que son injustas, en sí mismas, aunque sean legales, o pronunciadas, autorizadas y conformadas formalmente, porque no responden al concepto esencial iusnaturalista de justicia. Y es el Derecho natural, "esa roca inconmovible", sobre la que debe asentarse todo Derecho positivo, como concluyó afirmando un converso, el Profesor español Federico de Castro y Bravo, el que universalmente proclama que la justicia es la virtud moral que, en suma, consiste en dar a cada uno lo suyo, en sus vertientes conmutativa, distributiva y social, y en íntima unión con la equidad y el bien común, que nunca es el particular de sujeto o entidad algunos, sino el del todo y el de todos.

Y, en esta última dimensión de la virtud moral de la justicia, una de las resoluciones  -como tantas otras leyes parlamentarias o sentencias de toda clase de tribunales, ordinarios o de casación-  que, en sí misma, a mí me parece injusta, es la reciente Resolución 2334, del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (ONU), aprobada en su 7853ª Sesión, celebrada el día 23 de Diciembre de 2016, sobre los asentamientos de Israel en los territorios ocupados desde 1967, incluido el sector Este de la Ciudad de Jerusalén.

Tengo a la vista el texto íntegro de la indicada Resolución, así como el de la Cuarta Convención de Ginebra y, aun así, me parece muy injusto lo que en aquélla se recuerda, afirma, reitera, subraya, exhorta, insta, confirma, pide y decide. Todo ello me parece injusto. Eso no es dar a cada uno lo suyo. Israel, desde el día siguiente a ser proclamado, conforme al Derecho internacional, como Estado soberano e independiente, no ha hecho otra cosa sino defenderse, muy eficazmente por cierto, de las declaraciones de guerra, ataques y alevosas masacres injustamente perpetradas en su contra y en su carne. ¿Cuántos otros territorios ocupados, en el mundo, como consecuencia de las acciones de guerra, han sido devueltos por quiénes los conquistaron? España, es un mero ejemplo menor, aún está esperando la devolución de Gibraltar. También sobre el caso ha dictado la ONU algunas resoluciones. Pero existen otros numerosos casos en el mundo que resultaría prolijo citar. Y ya he dicho que tal actividad, militarmente hostil e injustificada, data del comienzo mismo del nacimiento de Israel como Estado, con la declaración de guerra y su consiguiente agresión en el mismo año 1948 y posteriormente en los años 1958, 1967 y 1973. En todas estas fechas, Israel no ha sido el agresor, sino el agredido.

Pero -conviene tener memoria- hay un hito crucial, de extraordinaria transcendencia en cuanto sobre él incide de plano la Resolución de referencia. El Sr. Gamal Abdel Nasser, en el año 1967, en virtud de un falso o inexistente casus belli, esto es, sin la menor causa o motivo justo para iniciar una guerra, trató, de modo premeditado, de destruir militarmente a Israel, utilizando un mero pretexto para lanzar su ataque por sorpresa. Sin embargo, en la mañana del día 5 de Junio de aquel mismo año, sus aviones, perfectamente alineados en las pistas, no llegaron ni a despegar, porque fueron ametrallados e inutilizados por la aviación israelí. ¿Qué tenía que haber hecho entonces Israel? ¿Dejarse destruir? Si, fruto de aquella absolutamente ilegítima tentativa de agresión inminente, replicó y ganó aquella guerra, desde que  -el mismo día- las unidades blindadas israelíes quebraron las líneas egipcias, conquistaron el pueblo de El Arish y avanzaron hacia “la tierra prometida”, todo lo que ha devenido posteriormente no ha sido sino, únicamente, el ejercicio del derecho a la legítima defensa por parte de una nación en estado permanente de amenaza, que ha sufrido los más salvajes y cruentos atentados terroristas. No es justo, pues, tenerla por causante de cuanto ha acontecido en la zona para quebrantar el estado de pacífica convivencia.

Porque se ha de decir y considerar al respecto que la cuestión jurídico-internacional del casus belli, lejos de ser la causa, no es sino una consecuencia de la doctrina política, jurídicamente sentada y aceptada desde finales del siglo XIX, del ius in bello, o “derecho de guerra”, que ahora parece desconocer o marginar la referida Resolución de la ONU. Y el contenido del ius in bello, es el de prohibir el recurso a la fuerza armada para resolver conflictos, pero permite el uso del aparato militar contra otro Estado bajo el principio de ultima ratio, esto es, como último recurso. Y en esto es en lo que ha consistido la conducta del Estado de Israel, que, en consecuencia no tiene deber jurídico alguno de abandonar los territorios ocupados en virtud de aquel derecho, adquirido en el transcurso de sucesivas guerras no declaradas ni iniciadas por el Estado israelí, sino inicuamente provocadas por los estados agresores.

Pero, además, tras el Derecho alienta siempre, sin desviarse de él, la razón vital de una civilización y de una cultura determinada. Hoy día en que Occidente sufre la pérfida y brutal agresión terrorista de quienes quieren destruirlo, a sí y a su modo de vida, de unos modos y de otros, Israel es su última Frontera, como ha escrito recientemente el filósofo español Agapito Maestre. Otro de sus colegas, el también filósofo y columnista del diario español ABC, Gabriel Albiac, en su edición de hace tan sólo unos días, escribía literalmente que “sólo al ser trocada en teología, la política arrastra a las muchedumbres. Las arrastra hacia la muerte sin límite… Y que, por ello, no es Estambul, la vieja Bizancio, después nuestra Constantinopla, donde hay que situar la vista. “Como no era Madrid, ni Londres, ni París, ni Berlín, ni Niza, ni Nueva York siquiera. El territorio sobre el cual el islamismo juega su sacrificio de kafires –“cafres” descreídos–, al Grande y Misericordioso es el mundo. Europa representa sólo su primera etapa. Sencillamente, porque Europa es ya, en un porcentaje siempre en alza, territorio islámico. Y porque Europa es rica. Y porque Europa está militarmente indefensa. Turquía es la puerta del continente. Como lo fue siempre. La constricción geográfica es ahí difícilmente eludible. Y el peso simbólico del último Califato juega en la memoria del Islam como un don inalienable –un waqf– de Alá a los suyos. Empieza el año, como todos los años desde 2001. Con Alá haciendo tamiz y recuento. De cadáveres.”

Que Dios, el Único, porque no puede haber más de uno, nunca lo permita, pese a las Resoluciones de la ONU.


Luis Madrigal