miércoles, 9 de mayo de 2012

PROSA PARA EL ENSAYO (I)



EL VERDADERO AMOR ERÓTICO ES EL AMOR MÍSTICO

Luis MADRIGAL
 
Una persona a la que quiero mucho, un alma pura y generosa y una buena amiga, me enviaba hace algún tiempo una de esas frases que, aparentemente, pudiera equipararse a esas otras tan propias de hoja de calendario y que, en Internet, también suelen encontrase con profusión. La frase, literalmente, era esta: Enamorarse es sentirse encantado por algo, y algo sólo puede encantar si es o parece ser perfección”. Mi amiga, es una persona culta y, desde luego, me remitía al autor de la frase, quizá por saber que éste, como alguna vez yo mismo le había dicho, tenía, en mi consideración personal, la cualidad de ser el genio más lúcido  -uno de sus discípulos dijo de él que era “el sol”-  que España ha dado al mundo en todos los tiempos. El autor de la frase, era Don José Ortega y Gasset, y el discípulo predilecto que dijo de él lo que yo acabo de decir, Julián Marías.

El enlace informático que mi amiga me facilitaba, remitía al verdadero autor de la frase, pero siguiendo ese rastro pude asimismo comprobar la ingente cantidad de sitios en Internet relativos a frases famosas y, en particular, también a las del propio Ortega. En algunos de ellas, sin embargo, se dice que la frase de referencia es de autor “Anónimo”. ¡Como para fiarse de Internet! Pero en ninguno se publica íntegra, sino, más que sintetizada, incompleta, casi podría decirse que mutilada”, porque así ha de considerarse si nos atenemos al tenor literal de la que inicialmente reproduzco, en relación con la que, con más precisión, escribió Ortega. Y todo ello puede confundir y despistar esencialmente; entender lo contrario de lo que Ortega quiso decir, puesto que en realidad él se propuso decir lo contrario. Hay que situar esa expresión, no sólo en su conjunto, completa, íntegra-  y no sólo exactamente como la construyó Ortega-  sino además en el contexto de un diálogo implícito con otro filósofo: “Stendhal”. Es decir, Henri-Marie Beyle.

Afortunadamente, mi admiración hacia el gran maestro, no es gratuita. Se basa en la lectura, prácticamente total y subrayada en diversos colores, de sus “Obras Completas”, publicadas, por primera vez, en 1961 por Revista de Occidente. E inmediatamente pude localizarla. Eso lo escribió Ortega en el año 1941 en su obra “Estudios sobre el amor”. Concretamente, en la página 571 del Tomo V, dentro del número III, del Capítulo “Amor en Stendhal”. Pero lo que dijo fue exacta e íntegramente esto: “Enamorarse es, por lo pronto, sentirse encantado por algo (ya veremos con algún detalle que es esto del ‘encantamiento’), y algo sólo puede encantar si es o parece ser perfección”. Omitir la acotación contenida en el paréntesis, en torno a la idea de “encantamiento”, puede distorsionar en grado sumo lo que Ortega entendía por “enamorarse”. Porque, la esencia del enamoramiento no es exactamente la “perfección”, o su apariencia, sino el “encantamiento”. Por eso, es preciso seguir leyendo, para observar el discurso orteguiano íntegro. Esta coherente integración se produce, tras otros muchos matices, en el apartado VII del mismo estudio, en la página 584 y siguientes. Parte Ortega allí, para elaborar tal idea de “encantamiento” de la de “ensimismamiento” a la que dedicó un texto entero, “Ensimismamiento y alteración”, fruto de la primera de sus “Seis lecciones sobre el hombre y la gente”, dictadas durante su exilio en la Argentina, exactamente el día 27 de Octubre de 1939, en la Ciudad de Buenos Aires.

Parte, pues, el insigne filósofo, en busca de la noción de “encantamiento”, de la de “ensimismamiento”. Porque, el “encantado”, no es un lunático, ni un sonámbulo. No es el filtro mágico de Tristán el que puede producir el efecto del “encanto”, sino una relación mucho más profunda, próxima o colindante con el misticismo, y ya trate éste de alcanzar la perfección o no. Y el misticismo guarda una estrecha relación de parentesco con el erotismo, aunque aquél, en cuanto fenómeno religioso, suela ser explicado en virtud de metáforas. Pienso ahora, por mi cuenta, en el Libro sagrado de “El Cantar de los Cantares” (de modo muy especial, en el cap. 4, vers. 9-15, y particularmente el 16) y veo confirmada la aseveración de Ortega, y su conclusión de que el proceso místico opera un mecanismo psicológico análogo al del enamoramiento. La única diferencia, según dice, es la de que algunos místicos han sido además grandes pensadores, como Plotino o el maestro Eckhart, y al hilo de su misticismo nos han comunicado una ideología, pero su “mística” es idéntica a la de quienes llegan al éxtasis. Acude Ortega al texto de San Pablo: “Nihil habentes et omnia possidentes” (no tienen nada y lo poseen todo), porque del mismo modo sucede a los enamorados, sobre todo a algunos; alude también a los versos y a la “soledad sonora” de San Juan de la Cruz,  y hasta se permite establecer el símil de la “unio” divina que comunica Santa Teresa de Jesús en la “Morada Séptima”.

No quiero yo llegar tan lejos por mi parte, en este humilde y breve ensayo, pero participando de una de las notas esenciales a tal género literario, la propia elucubración, voy a separarme o a prescindir de Ortega, para continuar diciendo que, estar  en sí  -dentro de sí-  es estar ensimismado, como lo está el fruto en el árbol; el pez en el río; los corales en el arrecife. Estar fuera de sí, esto es, fuera de mí, por estar en otro  -en un alter-  es encontrarse alterado, en el sentido más sosegado y pacífico, esto es, estar dentro de otro. Y no cabe vida humana sin ensimismamiento, porque el fruto, antes de ser de otro, ha de ser mío, como lo es del árbol y el pez lo es del río, pero tampoco es posible sin alteración. Hay una manera vital de que todo lo mío sea al mismo tiempo de otro, y no fuera de él sino también dentro. Cuando esto sucede, me encuentro alteradamente ensimismado, y ya no sólo formo parte de mí, ya no soy sólo yo, sino casi uno mismo que el otro, uno con el otro, ya somos dos en uno. Y eso, es el amor. Es una vocación o tendencia a dejar totalmente fuera a las cosas, así como al animal y a la planta, para centrarme exclusivamente en una persona. Tal sentimiento, en primer lugar, únicamente puede advenir entre seres humanos (¿tendré que decir, además, generalmente “normales”?) cuando el sexo de cada uno de ellos es el opuesto al del otro. Y entonces se confunden los cuerpos porque antes se han confundido las almas. Pero, en segundo término, ello tampoco puede entenderse exclusivamente en este sentido psico-corporal, en cuanto conexión carnal, sino también psico-espiritual, porque también dentro de la carne habita el espíritu, incorporal e invisible, de cada ser humano. Y es este mismo espíritu el que también determina una “relación sexual”, como la de la carne, similar a ella, pero por entero dentro de su propia naturaleza espiritual. Por eso, cabe pensar, no en el amor platónico, sino en que el verdadero amor  -incluso el amor erótico- es el amor místico, aquel por el que sin ver ni tocar, puede darse hasta la misma vida, en una íntima unión. Por eso, nadie debería poner su cuerpo  -en el otro-  si previamente no ha depositado en aquél su alma. Y esto, no es todo, ni es lo más importante. Lo esencial, según creo, es incluso estar dentro de otra alma, sin haberse cruzado un solo día al cruzar la calle de ninguna ciudad ni ámbito temporal ni espacial. Ni sobre el campo inmenso e infinito, ni sobre el anchuroso Mar, gigantescamente insondable. ¿Quién podría poner puertas al campo, o diques al mar? Más difícil aún poder hacerlo con el único y verdadero amor, que viene cuando viene y cuando quiere, sin preguntar ni llamar a la puerta. A veces lo trae el viento, precisamente a través del Mar, aunque a veces sea para terminar muriendo de tristeza en la playa.


En la imagen de arriba vitral que representa a
Bernard de Clairvaux,
figura del misticismo, de extraordinarias cualidades intelectuales,
Doctor de la Iglesia, que predicó en Francia la Segunda Cruzada