sábado, 31 de mayo de 2014

ESPERANZA SIEMPRE



O VIS AETERNITATIS

Publicaba yo, ayer mismo, un humilde soneto en honor del buen amigo que acababa de morir y que ya ahora, un día más tarde, seguramente será ceniza. Tengo la impresión de que, pese a ello, y pese a lo que él mismo podría figurarse, se habrá encontrado también ya, cara a cara, con el Autor de la vida, que es la comprensión y la justicia absoluta, y por ello le habrá tomado amorosamente de la mano. Esta esperanza no se puede perder nunca, aunque nuestros meros instintos, más aún que la razón, quieran distraernos y atemorizarnos ante el episodio de la muerte, que indudablemente es un doloroso  y a veces parece que irresistible trance.
En cierto modo, es muy comprensible que nuestro dolor y nuestra grave inquietud ante lo totalmente desconocido, nos inunden de temor y de angustia. No he hecho más que salir, este mediodía, a la calle y me encuentro con otro par de idénticas noticias. Personas queridas que ya se han ido también muy recientemente. Es un rosario inacabable. Nadie pervive eternamente dentro de su estructura corporal y sensitiva presente. Pero, estoy convencido  -como otros lo están de lo contrario-  de que el ser humano, todo ser humano, es una unidad fisio-psico-espiritual, y que esta última dimensión no está al alcance de ningún conocimiento, ni siquiera del conocimiento científico, para el cual sólo es verdad lo que se demuestra y nada que no pueda demostrarse puede ser verdad. Demasiado simple y cartesiano. ¿Quién podría, a su vez, “demostrar” que tan sólo lo que se demuestra puede ser verdad? ¿Acaso no hay más verdades que las demostrables y demostradas? ¿No puede haber verdades imposibles de demostrar? Deseo por ello fervientemente que la Verdad suprema del hombre sea absolutamente indemostrable, porque, de serlo, ya no podría ser verdad. Y por ello, la gran virtud de todas las virtudes, más si cabe aún que el amor y que la misma fe, es la esperanza. Sin esperanza no es posible vivir. Ni la vida temporal puede ofrecer ningún bien más absoluto, exento radicalmente de todo mal, que el de persistir más allá de la muerte, transcendido el tiempo, con la fuerza  imparable de la eternidad.
Al regresar a mi casa, de nuevo agredido y golpeado, recordé que hace ya tiempo me regalaron un CD de música gregoriana de verdadero contenido fortalecedor. La música fue compuesta en el siglo XII por una de las mujeres más influyentes de la Baja Edad Medida. Científicos del siglo XXI, por favor, no se rían. Pero un hombre tampoco demasiado ignorante, como lo soy yo, el Papa Benedicto XVI, muy recientemente, el día 7 de Octubre del año 2012, otorgó a esta mujer, figura asimismo descollante del monacato femenino, como lo fuera Teresa de Ávila, el título de Doctora de la Iglesia. Santa, ya había sido declarada. Su nombre en castellano, no es nada eufónico, Santa Hildergarda de Bingen (en alemán disimula bastante, Hildergard von Bingen)  llamada la sibila del Rin, la profetisa teutónica, que, dentro de su tiempo, acumuló una inmensa cultura. No solo fue mística, sino también médico, escritora y compositora musical. En el año 2009, el Esemble für frühe musik Augsburg, produjo ese CD al que me refería y que yo recordaba haber escuchado no hace mucho. Lo recordaba, sobre todo por el texto en latín del Responsorium “O vis aeternitatis” que la religiosa alemana compuso hace nueve siglos. No es necesario traducirlo, porque puede entenderse perfectamente:

     O vis aeternitatis, quae omnia ordinasti in corde tuo, per Verbum tuum omnia creata sunt, sicut voluisti, et ipsum Verbum tuum induit carnem in formatione illa, quae educta est de Adam, et sic indumenta ipsius a maximo dolore abstersa sunt.
   O quam magna est benignitas Salvatoris, qui omnia liberavit per incarnationem suam, quam Divinitas exspiravit sine vinculo peccati.
Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto.
Et sic indumenta ipsius a maximo dolore abstersa sunt.

Leí este texto con calma e inmediatamente volví a escuchar el Responsorium. Después, pude obtener una copia del mismo, insertable en este humilde Blog, que deseo de todo corazón ofrecer a cuantos hoy puedan sufrir ante la muerte de algún ser querido.

Luis Madrigal




viernes, 30 de mayo de 2014

UN DESEO DE ETERNIDAD



VIVIR SIEMPRE


Sentirse eternamente duradero,
es vivir de verdad. Es ser eterno.
Dejar, por siempre, atrás el crudo invierno,
que hiere el alma más que el duro acero.

Como el arco es en manos del arquero
y esperanza la flor, capullo tierno,
el cielo es el destino, no el averno,
que mirando a lo alto siempre espero.

Al fin, dar vida al barro, en vez de inerte,
fecundando las horas sin destino,
para hacer de lo débil lo más fuerte.

Desgranando  el amor en el camino
hasta hacer vida de la misma muerte,
y hasta de  -en vez de humano-  ser divino.



Luis Madrigal



Con mi anhelante deseo, a mi buen amigo
Luis  Peris-Mencheta de los Ríos Mélida,
en el día de su muerte






jueves, 29 de mayo de 2014

OTRAS CINCO SEGUIDILLAS




AL SUSURRANTE VIENTO

I

Al murmullo del viento
dejo el oído,
por si algo me dice
que aún no he sentido.

II

Lo que el viento susurra
por la mañana
se lo digo a la luna
cuando está alta.

III

En los álamos brilla
su luz en calma,
cuando mi sentimiento
ardor derrama.

IV

Vive allá en las orillas
de un Río que canta
y, aunque quiero olvidarlo,
él nunca cambia.

V

Moriré sin besarlo,
ver que remansa
en bancales de oro
luces de plata.



Luis Madrigal




lunes, 26 de mayo de 2014

MUCHO MÁS QUE DANZA CLÁSICA



KAGUYAHIME

Tan sólo eso. Algo más, aunque muy poco: “La Princesa de la Luna. Danza”. El mensaje, o más bien el rótulo sobreimpresionado en la pantalla, me llegó hace unos días a través de “Imagenio”, la plataforma de Movistar TV, que puede sintonizar hasta seiscientos veintinueve canales temáticos, el último de los cuales, el 629, Unitel Classica, está dedicado permanente e íntegramente a la música sinfónica,  la ópera y el ballet, entre otros géneros musicales clásicos. Generalmente emite grabaciones, tomadas en directo, de los conciertos celebrados en los Teatros y Auditorios más importantes del mundo, en especial de Europa. El Royal Opera Haus (Covent Garden), la Opera de París, El Konzerthaus de Berlín o de Dortmund, el Concertgebouw de Amsterdam, o de los Festivales asimismo más importantes, como los de Salzburgo o Dresde, el de Otoño de Praga o el wagneriano de Bayreuth. También de los directores de orquesta, vivos o ya difuntos, más celebrados en las últimas décadas, Herbert von Barajan, Bernard Haitink, Lorin Maazel, Leonard Bernstein, Rafael Kubelik, Arnold Harnoncourt o Claudio Abbado, Carlo Maria Giulini o Ricardo Muti, sin menosprecio de Eliot Gardiner o Neville Marriner, de Kart Masur o Zubin Mehta, no digamos de nuestro Daniel Baremboim (en la cuarta parte que a los españoles nos toca) y todos los demás grandes, al frente a su vez de las más grandes Orquestas sinfónicas. Ciertamente, no sólo es un gran placer, sino un auténtico refugio contra la vulgaridad y una vacuna contra la peste de la TV convencional, muy en general,  y en particular contra esa repulsiva ignominia que se llama Telecinco y sus personajes de cloaca.

En Unitel Classica, casi siempre se ofrecen al televidente los datos más significativos de la obra que se va a presentar, incluso mientras aquélla se está reproduciendo. También el género, título, escenario, acontecimiento, director, hasta el número de catálogo de la pieza musical que se interpreta. Pero, en esta ocasión, únicamente lo ya dicho, tan restrictivamente parco: “Kaguyahime. La Princesa de la Luna. Danza”.

Mi inquietud me llevó, posteriormente, por pura curiosidad a indagar qué podía ser tal cosa. Y pude descubir entonces que Kaguya Hime no Monogatari, es una película basada en el cuento popular japonés “El cortador de bambú” y que, en el ya recientemente transcurrido año 2013, tal historia fue llevada al cine, por el escritor y director cinematográfico Isao Takahata. El argumento, es el del castigo que sufre una Princesa japonesa que nació de un bambú nuevo, cuyo cortador la acoge en su hogar junto a su esposa, en el que es educada como una hija. He visto muy pocas películas en toda mi vida y últimamente casi ninguna. Hubiese resultado por ello un milagro que yo pudiese conocer tal historia a través del Cine y menos aún de la literatura japonesa que desconozco por completo. Lo que me impresionó, por no decir conmovió, -que sin duda resultaría excesivo- fue lo que vi en la pantalla. Aquello no era un ballet, sino algo mucho más que eso, sin despreciar por ello la interpretación del Lago de los cisnes o El Cascanueces. Sin embargo era otra cosa. Aquella sucesión, en décimas de segundo, de movimientos frenéticos, eléctricos, electrizados y electrizantes, o por el contrario alternativa y mesuradamente lentos, para llevar el cuerpo humano, masculino y femenino, a las formas, posiciones y posturas, aéreas o a ras de suelo, más flexibles y dúctiles, dentro de las composiciones más armoniosas y armónicas, era una mezcla de acrobacia circense, atletismo y gimnasia, en la modalidad de ejercicios en el suelo, dignos de los atletas que ganan la medalla de oro, en tal especialidad, en los Juegos Olímpicos. Por el contrario, aunque pueda resultar sorprendente, lo que no me pareció en sí mismo nada armonioso (dentro del concepto tradicional que yo poseo de armonía, aun sin conseguir entenderlo demasiado bien) era la música, a mis oídos nada melodiosa, sino verdaderamente estridente, o meramente ruidosa, que  -tal vez-  más que acompañamiento musical al movimiento físico, de misteriosa belleza, por parte de aquellos atléticos bailarines, era la pauta a la que obedecían los mismos, pero que, en la apreciación conjunta de mis sentidos corporales, de la vista y el oído, podría ser suprimida, enmudecer, dejando el cuadro reducido al movimiento de quienes supuestamente  la seguían o interpretaban. ¿Será posible  -pensé-  que pueda existir una disociación  -casi una dislocación-  de belleza entre la música y el movimiento que todo baile ha de contener, o en el que ha de consistir? Yo, tampoco se bailar, ni he podido saber nunca, lo cual me excluye radicalmente para poder emitir ninguna opinión. Doctores, sin duda, podrán existir en los foros del arte, capaces de explicármelo, pero dudo mucho acerca de que yo fuese capaz de comprender sus doctas explicaciones.

En cualquier caso, me impresionó lo visto. Por las razones ya indicadas, mi supina ignorancia me impide saber si, tal vez, lo que vi, forma parte de la citada película, aunque sospecho que no, que se trataba de una producción independiente de ésta, pero recomendaría este espectáculo, que me pareció sublime. Aunque, para un “paleto” como yo, que no sale casi nunca de su cueva, cualquier cosa podría sorprenderme. De todos modos, retengo suavemente en mi retina aquellas bellísimas imágenes, en las que el movimiento se hace música y canción, pero, a falta de poder ofrecerlas aquí, y olvidando por completo aquella horrible música, quiero ofrecer una reparación a mis oídos con una de las obras del arte musical romántico más sublime de todos los tiempos: El Concierto para piano nº 1, Opus 11, de Frédéric Chopin. Al piano, el jovencísimo prodigio ruso Yevgueni Kisin. Dirige un hindú, Zubin Mehta.

Luis Madrigal





jueves, 22 de mayo de 2014

AL LEVANTARSE EL ALBA



CINCO INGENUAS SEGUIDILLAS


I

Pajarillo que cantas
tan de mañana:
¿No has visto en el arroyo
correr el agua?


II

Agua que lenta corres,
en el arroyo:
¿No te ha dicho la aurora
que el mar es hondo?


III

Entre ramas, la hoja
verde, suspira:
Quiere que el viento suba
a toda prisa.

IV

Un beso, vuela lejos,
sobre las olas,
a posarse en los labios
de una paloma.


V

Cuando ando senderos,
lento camino.
Cuando quiero volar,
veo mi destino.



Luis Madrigal








Arriba, fotografía de Giulio Bernardi


lunes, 19 de mayo de 2014

UN NUEVO MATIZ LINGÜÍSTICO



LA INTENSIDAD

Al final, los futbolistas, el futbol  -y muy en especial los periodistas deportivos-  terminarán por aportar y extender nuevos matices al lenguaje y, con ello, a la esfera cultural. ¡Quién podría haberlo dicho! Desde luego, aquel Profesor de Filosofía, que fue el mío, durante el Bachillerato en el Instituto de León, Don Vicente Losada, sin duda ya difunto, se habrá estremecido en su tumba. Pero así es, o al menos, causa la impresión de que es así, en estos últimos días, con ocasión del invento lingüístico llevado a cabo por el entrenador argentino don Diego Pablo Simeone, llamado “El Cholo Simeone”. Este señor, al parecer, ha convertido al Atlético de Madrid, desde sus pasadas miserias, en una verdadera máquina de ganar partidos de futbol. Por lo visto y oído, según ha manifestado el propio Simeone, ello se debe únicamente a que su equipo juega “con intensidad”, con mucha intensidad. Desde que “El Cholo” inventó el término, todos los comentaristas deportivos lo repiten constantemente a través de los periódicos y las ondas de la radio y, los futbolistas y demás entrenadores, de cada diez palabras que, casi todos ellos, con verdadero esfuerzo consiguen pronunciar más o menos coherentemente, al menos siete u ocho de aquéllas, son la palabra “intensidad”. Para ganar, hay que jugar así, con intensidad, porque, cuando así se juega, se gana seguro. Jugar bien al futbol, tratando al menos de arrancar a este juego la belleza plástica que puede albergar, esto, parece ser, ya es otra cosa, aunque desde luego yo no entiendo demasiado de todo ello.

Para mí, el concepto de intensidad, hasta el momento, venía asociado a los de tono y timbre, en relación con el sonido, u otros análogos, pero sin duda caben muchos más matices. Y, parece ser que, entre ellos, el de la intensidad futbolística que, a partir de ahora deberá ser incorporado al Diccionario de la Lengua, eso sí, con las debidas matizaciones o precisiones en lo que singularmente atañe a este precioso, sereno, culto, civilizado y pacífico juego del futbol, que, contra lo que pensaba y profetizaba el Profesor Losada, ha devenido y llegado a ser una las diversiones más celebradas, entre las artes plásticas más prominentes. Si aquel sabio educador hubiese podido sospechar, por lo más remoto, que “los de la patada y el puñetazo” (él, también incluía en el lote a los boxeadores), andado el tiempo, dado los respectivos números de espectáculos y de espectadores, habrían de eclipsar al Teatro, la Música sinfónica y la Ópera, habría tenido que rectificar su punto de vista al respecto. Afortunadamente para él, como supongo con sobrados fundamentos, debió morirse hace ya bastantes años.

Pero, volviendo al tema capital, la primera acepción gramatical del término “intensidad”, es el grado de fuerza con que se manifiesta, fundamentalmente, un agente natural, como el viento, cuando se convierte en huracán, o la lluvia en copioso torrente. Más incluso que la magnitud física de las fuerzas creadas o debidas a la imaginación, el cálculo y el ingenio humanos, como la corriente eléctrica, el sonido, ya indicado, o el flujo luminoso. Y muy difícilmente podría aplicarse tal concepto al futbol, ni aún considerado éste como esfuerzo físico. Así, por ejemplo, la unidad de medida de la corriente eléctrica, para determinar la cantidad de electricidad que atraviesa o discurre por un conductor, es el amperio. La del sonido o la luminosidad, expresadas en magnitudes de ondas sonoras o en flujo luminoso, son, respectivamente, el fonio y la candela. También el calor o el frío tienen su unidad de medida, en unos u otros sistemas o escalas termométricas, ya sea Celsius,  Fahremheit, Kelvin u otras. En todas ellas, es el grado centígrado. Pero, ¿cuál sería la unidad de medida de la “intensidad futbolística”? Me parece que no hay forma de saberlo ni aproximadamente y menos aún de determinarlo. Y tampoco cabe aplicar al concepto de referencia, tan felizmente inventado por el Sr. Simeone, el significado gramatical de la segunda acepción del mismo término, relativo a la “vehemencia de los afectos de ánimo”. Cabe albergar sobradas sospechas de que lo que menos entra en juego en la actividad balompédica, son los afectos  -que pertenecen al orden del espíritu, y no al material de la fuerza física bruta-  sino más bien los efectos, en la relación de causalidad más estrictamente lógica entre los jugos gástricos, o los productos hepáticos, de quienes juegan con arreglo a ese valor deportivo –la “intensidad”- y los resultados numéricos, cifrados en goles no encajados, mucho más que marcados, del equipo al que se defiende, en honor al club al que se representa, dicho sea ello en el sentido más universal, sin entrar en particularismos de equipos ni clubes. Aunque, desde luego, quien inventa es el que goza de mejor y mayor derecho para, digamos explotar, el concepto o la técnica inventados y, desde luego, para que prioritaria y preferentemente se le atribuya.

Una sospecha, no obstante, viene a ensombrecer mis pobres ideas futbolísticas, en lo que se refiere al invento lingüístico de referencia. Porque, tal vez, lo que encubierta y vergonzantemente ha querido manifestar y admitir el Sr. Simeone, en lo que concierne a su “táctica”, o a su visión estratégica de tal juego, es que, además de “jugar muy juntos, cerrando toda clase de espacios para que físicamente no pueda discurrir la pelota, cuando la posee el adversario”  -lo cual no aporta precisamente belleza de ningún género, porque para eso ya se inventó el frontón-  la “intensidad” en cuestión consiste en dar toda clase de patadas, no al balón, sino a las tibias de los jugadores contrarios; en empujar, zancadillear, agarrar, escupir si viene al caso y, en general, utilizar constantemente este tipo de trucos, o de pequeñas infames industrias humanas, para no perder y, si el contrario se descuida, al no jugar con tanta “intensidad”, lanzar de una gran patada  -eso sí, esta vez a la pelota-  impulsándola hacia la portería contraria, para que algún “Aquiles”, y no el de los pies ligeros precisamente,  sino  -sin el menor ánimo de injuriar, y mucho menos de racismo- con preferencia a los plátanos como substancia alimenticia, pueda introducirla entre los tres palos.

Además del principio de impenetrabilidad de los cuerpos, la intensidad futbolística, según me parece, consiste y se basa en no jugar al futbol, o a lo sumo en jugar para no perder, pero además de eso, en decapitar la posible belleza plástica de este deporte, convirtiéndolo en otro distinto. Eso sí, si se gana siempre, se es o puede ser campeón. Pero, ¿campeón de qué? Se podrá ser campeón de “intensidad”, o campeón de no perder. A lo sumo, de “ganar y ganar”. Pero dudo mucho de que se pueda serlo de nada que guarde relación con el verdadero futbol. La escuela futbolística de la “intensidad”, no es más que una superación, un estilo tardío del más tradicional “cerrojo”, tan propio no sólo de los equipos italianos, que ahora il Signore Prandelli, con exquisito gusto altorenacentista del Quattrocento, quiere adoptar, implantando el retorno a la belleza de la línea y la perspectiva y desterrando el horroroso estilo ya descubierto por aquel entrenador español al que familiarmente se llamaba “Tío Benito” y que en realidad se llamaba don Benito Díaz. Jamás empleó el tío Benito tanta “intensidad”, ni aún cuando era entrenador de la Real Sociedad de San Sebastián. Muchos menos todavía lo hizo en aquellos tiempos del “Maracanazo”, cuando dirigió, en aquélla Copa del Mundo, al equipo de futbol nacional de España, hoy llamado “la Selección”. Por tanto, para hallar semejante descubrimiento, no hace falta ser argentino, que sin duda es algo importante para nosotros los españoles, pero no sé por qué sospecho que sus compatriotas, los Profesores Valdano y Cappa  -sobre todo este último, que es escritor-  no deben estar demasiado conformes con el referido descubrimiento lingüístico por parte de su también colega, el Sr. Simeone. El “Cholo”. Eso sí, una vez sabido que el futbol es esa actividad humana que esencialmente consiste en “ganar, ganar, ganar y… volver a ganar”, concepto o definición académica ésta aportada, a su vez, por un glorioso sabio español, ya difunto (q.e.p.d.), pero casi idéntica a aquella a que responden los “delitos por razón del resultado”, no puede caber duda alguna de que el método puede ser muy eficaz. Tan eficaz, en términos de resultados, puede ser tal negocio que, aunque no se parezca al verdadero futbol más que muy superficialmente, puede hacer que el Atlético de Madrid, después de no se cuántos años, vuelva a ganar otra vez la Liga española. Pese a ello, yo recuerdo haber visto jugar, en los años de mi infancia, a aquel gran equipo de dicho Club, que creo recordar de memoria. Marcel Domingo; Riera, Aparicio, Lozano; Mencía, Mújica; Juncosa, Vidal, Silva, Campos y Escudero (la Delantera de Seda), o también: Juncosa, Ben Barek, Pérez-Payá, Carlsson y Escudero (la Delantera de Cristal). En su honor, mucho más que en el de estos mediocres jugadores que este año han ganado la Liga, suene el Himno del Glorioso Atlético de Madrid.

Luis Madrigal


miércoles, 14 de mayo de 2014

NO HAY QUE MATAR A LOS POLÍTICOS





BASTA CON PRESCINDIR DE TODOS ELLOS

El trágico acontecimiento acaecido recientemente en mi Ciudad natal de León, casi me obliga a formular algunas tímidas y muy respetuosas reflexiones. La principal de ellas es la de que no creo sea necesario decir que León no es una Ciudad asesina. ¡Pobre León…! Sería más bien una Ciudad asesinada. Y encima, para una vez que aparece en la TV estatal, es para proclamar a todos los vientos que allí se mata cruelmente a las personas. Lejos de cualquier instinto criminal, que puedo asegurar no poseo, ni mis paisanos leoneses menos aún, hay que decir, simplemente, que el hecho de que se trata constituye, no sólo un quebrantamiento de la ley positiva humana, en su dimensión penal, y por ello ha de ser castigado con la pena que al tipo penal correspondiente proceda. También constituye una infracción grave de la ley natural y, por descontado de la Ley eterna. El ius puniendi del Estado, el derecho de éste a castigar a los asesinos, se queda muy corto, sea cualquiera la penalidad que pudiese serles impuesta y, mucho más, en estos tiempos en los que la Constitución Española vigente, declara el derecho a la reinserción del delincuente, aun tratándose de asesinos a sangre fría, y el aligeramiento del periodo de cautividad de los mismos. Sobre todo, se quebranta de un modo esencial, a mi modesto juicio, la suprema ley del amor cristiano, que dispone dispensar éste no tan sólo a los que recíprocamente también nos aman  -¿qué mérito podría haber en esto, ni que cosa sería más lógica?-   sino también a los que nos odian y nos persiguen. Sobre esto, no es necesaria una palabra más.

Pero, se está matizando, con todo lujo de detalles, y sobre todo con especial interés, por los periodistas y comentaristas radiofónicos, la suma conveniencia de considerar que “el crimen de León”  (qué vergüenza, Dios mío, ahora ya no se hablará del “crimen de Cuenca”, porque el 21 de Agosto de 1910 queda ya muy lejos), no ha sido un crimen político, sino un crimen perpetrado contra una persona en el ejercicio de un cargo político. Dicen que no es lo mismo, que así es mucho menos grave, y que esto es muy importante. A mí no se me ocurre la razón o el por qué de la diferencia, ni de la importancia derivada de ella. La vida, es el bien ontológico sumo y, por tanto  -posiblemente después de la libertad, más que antes-  el bien jurídico preferentemente protegible a todos los demás bienes que el Derecho tutela. Pero, ¿también en esta materia han de tener especiales privilegios los políticos? ¿No basta con los sueldos, gratificaciones, comisiones, dietas, incentivos, aforamientos, honores, distinciones, pensiones vitalicias exorbitantemente desproporcionadas en relación a las de los demás ciudadanos? ¿No basta con el excesivo y estúpido culto a la personalidad, que se les dispensa? ¿No es suficiente con el honor de servir y prestar a sus conciudadanos los cuidados y atenciones que requieren el bienestar y felicidad temporal  -en lo posible, pero no en menos-  de todos y del todo, de la Ciudad terrenal? Mucho me temo que esta gente camina por otros senderos, mucho menos rectos, mucho más tortuosos y oscuros. Mucho más egoístas e insolidarios. Y, desde luego, nada cristianos.

Últimamente, cada día más, mi opinión acerca de los políticos y la valoración que, muy en general, me merecen los mismos, no puede ya ser más penosa y miserable. La inmensa mayoría de ellos, me causan casi siempre la impresión de que se trata de gentes de la más baja condición intelectual y de ínfima capacidad para hacer algo útil, por no entrar en otras consideraciones, objetiva y moralmente repugnantes. Los políticos, los sindicalistas, los periodistas especializados en difundir sus gestas y hazañas, como si, en la Sociedad, que es una esfera inconmensurablemente mayor que eso que se llama “el Estado”, no existiesen otras muchas cosas dignas de atención. Todos estos tipos de gentes, confluyen en un punto tal, que en el mismo parecen coincidir también sus intereses menos sublimes y románticos, sino los más comestibles y bastardos, mucho más propios del estómago que del corazón, y sin duda también del cerebro, del buen gusto, la exqusitez, la cortesía y el ceremonial necesario a la raza humana. Han convertido, de un modo espurio, el esencial y genuino fundamento de que es preciso “organizar la convivencia política” y el bienestar general, en un mero y torpe pretexto para vivir de ello de un modo espléndido, sin más esfuerzos que el resto de la población. Entre todos, han inventado una profesión estable y duradera, para siempre jamás. Han generado casi “otra raza”, de una especie mutante, dentro de las que ellos mismos se dividen y subdividen en diferentes e indecorosas castas, familias, corrientes y sub-corrientes. Aparentemente se desprestigian e insultan entre sí, pero bajo cuerda se protegen mutua y recíprocamente, y cuidan con riguroso esmero de que el negocio común no llegue a su fin. De que la profesión de político no se extinga y así la gallina de los huevos de oro, siga poniéndolos frescos y abundantes cada mañana. Y últimamente, por desgracia, cada día me invade más la sensación de que toda esta casta o “raza”  -la llamada clase política-  ha hecho cautiva a la sociedad española y la ha sometido a otra dictadura, mucho más injusta e inmoral aún que las que así de hecho se manifiestan, sin tratar de engañar a nadie. De modo tristemente paradójico, ésta que sufrimos se impone materialmente también, dentro de la formalidad y del principio de legalidad, consubstancial al orden jurídico. De la formalidad constitucional, parlamentaria y demás zarandajas, que tan sólo son realidades de verdad dogmática, y hasta si se quiere de pura razón, pero que no lo son en absoluto de verdad práctica. Me gustaría mucho poder estar equivocado, pero esta es mi pura verdad, la que yo creo que honestamente percibo y tanto lamento percibir.

Todas las Dictaduras políticas, militares o no, son moralmente ilegítimas, reprobables y por ello perversas y odiosas. Lo son, porque al arrancar de raíz la libertad, convierten automática e implacablemente a las personas en cosas. Las cosifican y llenan sus almas de terror. Por eso, ninguna de ellas puede ser defendible. Pero “esto” que ahora en España padecemos, no es soportable, ni tampoco es digno. Esta es la cuestión. ¡La dramática cuestión! Sin embargo, la Historia, que no es tanto lo que pasa, o lo que pasó, sino esencialmente lo que viene, es imperfecta, pero cada vez, andado el tiempo, lo ha sido menos. Es una imperfección que se perfecciona a sí misma, que se va perfeccionando o haciendo cada vez menos imperfecta. Y así hasta la Meta-Historia, en la que ha de brillar la Perfección absoluta y eterna. Yo anhelo con toda mi alma, aunque no pueda llegar a verlo  -nadie de esta generación lo verá-  que algún día, aquí sobre la tierra, la especie humana, el homo sapiens-sapiens, no querrá ya más políticos, ni podrá permitir que ésta sea una “profesión”. Precisamente porque la Historia se perfecciona a sí misma, estoy convencido de que algún día se descubrirá alguna formula en virtud de la cual los políticos, llamados ahora “representantes del pueblo”, cuando únicamente se representan a sí mismos, serán elegidos entre las personas a las que siempre se desprecia porque “no son políticos”. Estoy convencido de que algún día, como los jurisconsultos que describía Ulpiano en la etapa post-clásica de Roma, los “políticos” serán sacerdotes, que lógicamente vivirán del altar, pero ni engañarán a nadie ni, sobre todo, tropezarán con sus propias alforjas al dirigirse a su pesebre. Sin embargo, entre tanto, no es necesario ni moral matarlos. Es suficiente con no participar en la comedia que se traen entre manos. Tal vez, haya que volver al Diluvio, para ver de nuevo la paloma con una rama de olivo en el pico.

Luis Madrigal





En las fotografías de arriba, de mi propia elaboración,
 Pasarelas sobre el Río Bernesga, en alguna de las cuales posiblemente
se perpetró el crimen


jueves, 8 de mayo de 2014

TRILOGÍA DEL TIEMPO



I

LA HISTORIA NO CONCLUYE…

NUNCA PASA LO VIENE

La Historia, no concluye… Sigue yendo,
porque no pasa nunca lo que viene.
El tiempo es un misterio, y no detiene
lo que, sin nunca ser, está muriendo.

Lo que muerto parece, está naciendo
entre nimbos de plata, que sostiene
el cielo más azul y sobreviene
al eco del sentido, sin ser siendo.

Cuando  -sin ver ni oír-  el alma siente
lo que el ojo no vio ni oyó el oído,
lo que cobarde fue, es ya valiente,

pese a temblar el suelo, estremecido.
El intelecto al fin será sentiente
y el pecho, sin cesar, puro latido.



II

ENTRE LAS HORAS LENTAS

NO TENGO NI UN SEGUNDO

Las horas que pasaron, no las tengo,
ni las que han de venir  -quizá-  aún no han venido.
Sólo tengo un segundo, y ya el siguiente
pasó otra vez, en busca de un suspiro
que pronto ha de morir, sin un lamento,
ni una pausa, una noria ni un quejido.
La fuente que lloraba, hoy ya no llora,
ni tampoco la risa está conmigo.
Voy caminando. Solo. A nadie busco
y sin buscar, mi soledad germina
en otros solos que, sólos, me acompañan
y sin andar, ya se acaba el camino.



III

MIENTRAS EL TIEMPO PASA

NO BUSCARÉ MÁS

Buscaba ayer lo mismo que ahora busco,
sin encontrar más nada que un suspiro.
Gira la Tierra y, sin pensar, yo giro
sobre mí mismo, y temo un salto brusco.

Cuanto más miro al cielo, más rebusco
entre niebla que cubre lo que miro.
A veces, hallo paz, otras deliro
y siempre encuentro al paso algún pedrusco.

No buscaré ya más. Si hoy nada entiendo,
mañana, al fin, he de entenderlo todo,
cuando entre luces vea mi alma  -sintiendo-

lo que nunca he sentido… Y de este modo
ya jamás sentiré nada sufriendo,
ni volveré a pisar en tanto lodo.


Luis Madrigal




viernes, 2 de mayo de 2014

EN ESTA NOCHE OSCURA




EL SER ES LO QUE MUERE


En esta noche oscura,
que muere sin el alba;
de opacos nubarrones
que lentos se desgranan
en murmullos del viento
que gime en mi ventana...
En ella, he de decirte
lo mismo que él me habla.
He de contarte el sueño
que vive y no se acaba.
Susurrarte al oído,
tras el Mar de la nada,
que el ser no es lo que ríe
en las mañanas claras,
ni en las doradas tardes,
ni en las noches de plata...
Cuando, en la Primavera,
nacen las flores blancas.
No es lo que vive y canta.
Es silencio que muere,
mientras el alma sangra.


Luis Madrigal





Arriba, fotografía de Sam Howzit