miércoles, 20 de noviembre de 2013

DOS CREENCIAS CONTIGUAS



AUTOESTIMA Y MEDIOCRIDAD



Presencié hace tan sólo unos días un programa de TV. El programa se llama “La 2 para todos” y, desde luego, yo comparto la significación y propósito que lo inspira, pero lamentablemente, pienso que sería justo cambiarle el título. Aunque no fuese nada “político” el cambio, por razón del que yo estoy pensando, me parece muy conveniente, porque tengo la impresión  de que, más que “para todos”, este programa es prácticamente “el único”, o uno de los muy pocos, que todos deberían ver y escuchar. Sin duda, tan sólo con ello, acabo de traspasar ya el umbral de la utopía.

El breve monográfico que yo tuve la suerte de poder ver, giraba en torno  -en dos fases íntimamente vinculadas-  a las ideas, o más bien creencias, de autoestima y de mediocridad. Digo que ambas cuestiones me parecen estrechamente relacionadas, pero naturalmente hay que ir por partes, porque en realidad, aunque puedan relacionarse, son cosas distintas.

En cuanto a la autoestima  me pareció que lo que allí se dijo, podría sintetizarse en la expresión “todos somos iguales”, de lo que a su vez se deduce que nadie debería estimarse más que nadie. Pienso que este tan absoluto como gratuito aserto, más que resultar muy inexacto, es a mi juicio absoluta y radicalmente falso. Nadie es igual a nadie, es decir, a ningún otro ser de entre todos los demás que habitan el universo mundo. En ninguno de cuantos casi infinitos términos, o ámbitos, podría configurarse el contraste o la comparación. Resulta sorprendente encontrar aún a alguien tan sumamente miope como para seguir pensando, ni en broma, que todo hombre es igual a otro, cuando en mayor o menor grado todos ellos son absolutamente desiguales. Y, desde luego, me refiero tanto a las virtudes como a los defectos. Ni se trata de observar la igualdad mayestática, ni tampoco la peyorativamente animal hasta caer en el rebuzno, alcanzando así la cota de lo sub-humano. Porque nadie puede ser tan excelso, en cualquier dimensión, que no pueda albergar alguna mota de imperfección o de falta de excelencia, ni nadie puede ser tampoco tan estrepitosamente bajo, también en cualquier aspecto, que no merezca algún tipo de nota positiva para librarse del estercolero. Pero, en una y otra dimensiones, o entre uno y otro polos, media toda una escala de grados, colores, matices, tonos, intensidades y especies, que hacen imposible la igualdad total, como se pretende o dice, sino un escala creciente o decreciente de tipos o caracteres humanos. En principio, pues, parece un error el de que cada individuo proceda a establecer el grado de autoestima, ni en la misma medida de todos los demás, porque no cabe establecer un “término medio de autoestima” (ni modo alguno de poder determinarlo), ni menos aún a no “autoestimarse”  por encima o por debajo de los demás.

Si hemos de situar al ser humano dentro de las diferentes esferas que conforman su propia esencia, indudablemente, es necesario matizar. En el orden político, por ejemplo, a la hora de organizar jurídicamente la convivencia social, no hay más remedio que proclamar esa rigurosa igualdad, como hacen todas las Constituciones de los Estados de Derecho, entre ellas la de España:“Los españoles  -todos- son iguales ante la ley”. Sin embargo, es preciso también entender esto adecuadamente.  Esa igualdad objetiva ha de establecerse  -a tenor de uno de los principios más esenciales  de toda filosofía jurídica y del concepto mismo del Propio Derecho-  en el sentido de que la Ley regula de la misma manera las relaciones entre los iguales y los desiguales y, en consecuencia, aun siendo todos ontológicamente iguales, cada sujeto regido por el Derecho ocupa una posición distinta frente al precepto contenido en la norma, de tal modo que o bien es acreedor o es deudor; arrendador o arrendatario; parte o tercero; responsable de un ilícito penal o víctima y perjudicado por el mismo y, muy en general, ocupa infinidad de situaciones posibles más, tanto en el orden sustantivo como en el procesal. Dentro de cada una de las posiciones específicas que los ciudadanos puedan ostentar, todos son iguales y de forma igual han de ser tratados por la Ley, pero cada una de tales posiciones son diferentes y no iguales.

Mucha mayor hondura y transcendencia, no ya ontológica ni jurídica, sino teológica y metafísica, tiene aún en la esfera del orden moral  -muy especialmente del específicamente religioso-  el principio de igualdad entre todos los seres humanos. Porque, todos ellos, cualesquiera pudiesen ser sus características personales, son hijos de Dios, que como Padre amoroso no establece diferencia alguna entre sus hijos, y por tanto se comporta respecto a ellos sin acepción de persona. Pero, salvo estas dos únicas excepciones, esto es, al margen de los órdenes político y religioso, todos los seres humanos son profundamente desiguales. Y esto me parece de suma importancia a la hora de establecer la base, aunque sólo sea esto, de lo que entiendo han de ser los criterios para la determinación de la llamada autoestima. Pienso que, en lo que a mí respecta, mirando hacia mi propia insignificancia, mucho más que aceptar el “todos somos iguales”, tengo la obsesión, como grabada a fuego, del “nadie somos nada”, porque la muerte nos iguala a todos. Esto, sí es bien cierto, con la objeción, en el orden lógico, de que es mientras vivimos cuando se hace presente  -o no-  la necesidad de la autoestima, y no después de muertos, cuando ya no cabe ninguna por nuestra parte, sino tan sólo la de Alguien que ha de valorarnos a todos con verdadera objetividad y justicia. Personalmente, prefiero sin duda alguna no autoestimarme, en ningún sentido, porque eso es mucho más libre y cómodo y, sobre todo, porque de eso ya se ocuparán los demás, sin que me importe nada cómo lo hagan. En este sentido, abrazo con entusiasmo y fe, aunque también consciente de mi flaqueza, el principio kantiano, contenido en su imperativo categórico y trato siempre, aunque no lo consiga nunca, de que mis actos puedan ser norma de comportamiento universal.

En cualquier caso, pensando en voz alta, al hilo de lo que me sugirió el programa de TV al que ya he aludido, creo debo decir que toda estima  -y por ello también toda autoestima-  ha de girar, a mi juicio, en torno al concepto aristotélico de virtud, y por contraposición a la figura antípoda del vicio, puesto que ambos consisten en un hábito, en una costumbre, aunque de signo contrapuesto, en relación, no con nuestros pensamientos ni cogniciones, ni tan siquiera con nuestras tendencias o inclinaciones apetitivas o volitivas, sino exclusivamente con nuestras acciones. Si mis acciones y decisiones han consistido en obrar el bien y tales acciones son repetitivas hasta convertirse en un hábito, habré alcanzado la virtud ética, que consiste sólo en eso, en obrar habitualmente bien, lo que a su vez constituye el concepto esencial de justicia: “Honeste vivere, alterum non laedere, ius suum cuique tribuere”. Vivir honestamente, no hacer daño a nadie y dar a cada uno su derecho. Por el contrario, si mis actos consisten en el mal, por vivir deshonestamente, hacer daño a otro o negarle lo que es suyo, arrebatándoselo y apropiándomelo injustamente, y persisto en ello, habré generado un hábito contrario, consistente en la repetición de malas acciones, es decir un vicio. Este es el criterio, creo que universal, para establecer la estima en que debe tenerse a cualquier ser humano. Y esto, es lo esencial y el centro de gravedad respecto de cualquier otro tipo de virtud. ¿Qué cómo puede apreciarse, estimarse o medirse? Me parece que no hay otro modo sino el de la propia conciencia, rectamente formada. La conciencia, no es otra cosa sino “la participación de la razón en la ley”. No me refiero a la ley positiva, a la norma escrita o no por los hombres, sino a la ley natural , la que la naturaleza dio a todos los animales y, sobre todo, a la ley eterna, grabada por Dios en la mente de todo hombre que viene a este mundo.

Es, pues, según entiendo, la propia conciencia de cada cual el instrumento, la maquinaria más adecuada para el establecimiento de la autoestima, en orden a la observación de la virtud ética. Pero Aristóteles, que define la virtud ética como un hábito  -el hábito de obrar bien-  establece asimismo una regla para su “medición”. Esta regla es la de la elección del término medio óptimo entre dos extremos. De ahí, aquello que tanto oíamos decir los estudiantes de Bachillerato de mi época y que ya tan pocas veces se escucha, de que “la virtud se halla en el término medio”.

Pero, por otra parte, Aristóteles no sólo estableció el concepto de virtudes éticas, sino también el de virtudes dianoéticas. Las primeras son determinables por razón de los actos humanos, mientras que las virtudes dianoéticas resultan exclusivamente del substrato cognitivo del alma  -la dianoia, o capacidad discursiva de la razón-  para obtener conocimientos, en sus tres funciones, productiva, práctica y contemplativa o teórica, y a cada una de las cuales corresponde una virtud propia que vendrá representada por la realización del saber, ciencia o arte correspondiente. Y también en lo concerniente a este tipo de virtudes, que con el tiempo han sido consideradas como meras aptitudes o capacidades, ha de ser objeto de autoestima. Y, en este segundo orden de cuestiones, sin duda alguna no todos los seres humanos pueden estimarse a sí mismos como si todos ellos, por igual, fuesen Beethoven o Mozart; Newton o Einstein; Diego Velázquez o Francisco de Goya; Cervantes o Lope de Vega… Y así, en tantos géneros y especies como el saber, la ciencia o el arte humanos han alumbrado. Sin considerar, por otra parte, que además de las aptitudes o capacidades ya indicadas, en un sentido más amplio, la autoestima ha de extenderse al conjunto de percepciones y valoraciones que, sobre sí mismo, experimenta el ser humano, de tal modo que nada de cuanto constituye el modo de sentir, pensar u obrar, a la hora de relacionarse con los demás puede escapar al ámbito de la autoestima. Y, en uno u otro sentidos, me parece imposible que nadie pueda autoestimarse en la misma medida en que lo hace otro y, mucho menos, que todos los seres humanos se aotoestimen de este modo, por la razón de que, pretendidamente, “todos son iguales”.

Y algo parecido sucede con la idea o creencia de mediocridad. Nadie acepta ser mediocre, pero con la mediocridad sucede, en cierto modo lo mismo que con la autoestima. “Mediocre”, es el que se encuentra “en el medio”, en cuyo caso guardaría la misma relación de identidad con el concepto aristotélico de “virtud”. Sin embargo eso sería tan sólo en orden a la definición gramatical del concepto  -de calidad media-, pero no en el sentido más peyorativo del término, que implica asimismo la calidad baja, falta de valor o incluso de inteligencia, talento o capacidad para realizar algo de interés. Y en este sentido, el mundo está lleno de mediocres. Incluso  -o sobre todo-  de mediocres famosos o hasta ilustres, de gentes de baja y hasta de mala calidad que han llegado a ser Ministros, Presidentes del Gobierno o galardonados con el Premio Príncipe de Asturias, o con el mismo Premio Nobel, fruto ello a su vez de la decisión de otros mediocres que les han promovido a tales honores, o de esa peste informe, sin criterio ni norte, ni sentido de nada, que se llama “la masa” y que dicta modas, costumbres y pretendidos valores humanos, dignos de admiración en el baremo pestilente de lo que se ha dado en estimar digno de admiración.

Por ello, el concepto de mediocridad reviste un contenido negativo. Para no ser mediocre, no hace falta haber llegado a Ministro, o haber sido premiado con algún galardón literario de relumbrón. Para no ser mediocre basta con encarnar en la vida, a todo trance, una actitud de rebeldía frente a la mediocridad, consistente en acoger el prudente buen gusto de todas las cosas; de situarse por completo al margen de las modas y de esos “usos y costumbres” tan estúpidos y superficiales, como  éstos arrastran. Podrían señalarse infinidad de ejemplos. De malos ejemplos. Me limitaré a uno bien simple que circula con profusión callejera en nuestros días: Esa alternativa prodigiosa del “sí o sí”, tan utilizada, entre otras especies lanares, por los periodistas deportivos, cuando se trata de la apremiante y vital necesidad de ganar un partido de fútbol, entre otras estupideces por el estilo. En eso, simplemente, consiste ser mediocre.

Luis Madrigal