miércoles, 30 de abril de 2008

ÉTICA DEL TRABAJO


Mañana, es 1 de Mayo. La Iglesia Católica, celebra la festividad de San José Obrero, un simple pero honrado carpintero de Nazaret. Los Sindicatos -esas sospechosas organizaciones sufragadas, en España, con fondos públicos y no exclusivamente con las cuotas de sus afiliados, como sería justo- obstruirán una vez más el tráfico, vociferando y coreando utopías, quizá después de haber vendido nuevamente a los trabajadores por parte de sus altos dirigentes, esos opulentos personajes de los que se dice ganan mucho más que bastantes futbolistas, aunque alguna vez los traicionados les abran la cabeza con un palo. A propósito de tal fecha, se me ocurren sobre la marcha algunas reflexiones respecto de lo que debería ser, más que reivindicaciones a todo trance, lo que podría llamarse “ética del trabajo”. Hoy, vivimos, paradójicamente, tiempos en los que la palabra “ética” es objeto de uso generalizado. Hasta los políticos la utilizan, cuando hablan, claro, lo cual es el colmo del abuso en la generalización. En realidad, la actitud y el comportamiento éticos, no solamente deben exigirse a los políticos, sino que han de alcanzar una dimensión global, comprensiva de todos los actos humanos voluntarios y libres. Pero, si en los tiempos presentes, hubiésemos de elegir una parcela con mayor necesidad de un fuerte aporte ético, señalaríamos la del trabajo, actividad, sin duda la más noble de todas, porque ya en sí misma encierra una virtud moral, al responder a una ley natural. En efecto, la perfección de la naturaleza humana es norma capital de todo orden moral. Pero la ley de la perfección, a su vez, implica la ley del trabajo. Sin trabajo, no hay perfección, ni progreso, ni bien común. Y por eso, el trabajo es uno de los resortes fundamentales de la vida humana. Según esto, puede observarse lo lejos que esta concepción del trabajo puede encontrarse de la habitualmente tan malintencionada, que lo presenta como un “castigo”, nada menos que divino -lo cual es absolutamente falso- o, en todo caso, como una sanción penosa, ligada al sudor y la fatiga. Y sin embargo, no es así. En una concepción auténticamente cristiana de la esencia, y por tanto transcendente del devenir del hombre, el trabajo tiene el sentido, no sólo de la propia subsistencia -para algunos- sino, para todos, de medio necesario y personalmente intransferible para lograr la perfección ontológica -o de ser- y óntica -o de existir- y de instrumento del plan de Dios sobre el hombre, sobre la sociedad y sobre el mundo. Y, en una concepción marxista de la existencia, (porque conviene recordar que el marxismo no sólo contiene un dogma, sino también una moral), y por tanto contingente, el trabajo es el demiurgo universal, causa de la grandeza humana y de la historia, creador del hombre y de su libertad. En consecuencia, mediador insustituible entre él y la naturaleza. Cualesquiera de estos criterios pueden ser válidos y útiles a la sociedad. De ahí, surgirá el principio del “derecho a trabajar”, que la sociedad y los poderes públicos del Estado deben a todo trance garantizar. Pero, también de poder hacerlo en el contexto de unas coordenadas justas, radicalmente excluyentes, no sólo de las lacras de esclavitud primitiva y servidumbre medieval del pasado, sino de las más modernas y sofisticadas fórmulas de explotación y opresión, hoy mismo, en España, tan absolutas, prepotentes y asfixiantes para el trabajador, y por completo consentidas por el Gobierno en el poder, que predica lo radicalmente contrario, pero tolera lo que ni el Gobierno más capitalista se atrevería nunca a permitir. Esta es la indignante paradoja, que los españoles, capaces de luchar con el precio de su sangre y de su vida por la libertad -como prueba el acontecimiento cuyo Bicentenario estos días celebramos- se obstinan ciegamente en ignorar, lanzando piedras torpemente sobre sí mismos. Y me refiero a los más pobres y desvalidos. No a los opulentos, a los que siempre da igual quién gobierne, y que son precisamente los que explotan a la mayoría de los votantes. Y es que existe un tipo humano aún mucho más tonto -como suele decirse- que “un obrero de derechas”, y ese tipo es “un obrero de izquierdas”.

Pero, al derecho a trabajar -y a eso vamos- no se opone, sin contradicción, sino que se complementa muy armoniosamente, el deber de hacerlo. Y de hacerlo bien. De esto, también es verdad, ya no se habla tanto, y sin embargo constituye una de las claves para poder devolver a nuestra sociedad la estabilidad y equilibrio necesarios y así alcanzar la verdadera paz. Porque, si a los que no pueden trabajar, por falta de trabajo, se unen los que no quieren hacerlo, pretextando infinidad de falsos agravios y resquemores del pasado, cabría augurar un verdadero cataclismo económico-social, aunque se tilde de “antipatriotas” -y qué sabrá ese individuo de patriotismo- a quiénes pueden augurarlo, simplemente porque, en lugar de ser tontos, lo saben. Y lo saben, porque son elemental y normalmente listos. No hace falta ser un sabio, ni mucho menos Keynes, Freedman, Tinbergen, Galbraith ó Greenspan -por riguroso orden de antigüedad- de ninguno de los cuales, tengo la certeza, ha oído ni hablar el “patriota” este de baba.

Todo ello, demanda con urgencia el advenimiento y puesta en práctica de un movimiento espiritualista del trabajo -ajeno por completo a la falsa teoría capitalista del “palo y la zanahoria”- independiente también por completo de las miserias de la política; de los “linotipistas cabreaos” y otros personajes ridículamente utópicos, o utópicamente ridículos, es igual, analfabetos e incompetentes, cuando no crueles o hasta sanguinarios. La instauración de una auténtica deontología laboral, creadora de un nuevo concepto de “disciplina”, como sometimiento lógico a un orden coherentemente pre-establecido -con supresión de lo inútil y selección de lo necesario- y no de vergonzosa e indigna sumisión a la voluntad del que “manda”. Una ética laboral que destierre para siempre ese execrable delito del “enchufismo”, político, parental o social; de los privilegios vitalicios fundados en los “derechos adquiridos”; de la frivolidad y ligereza en las designaciones digitales de auténticos asnos para ejercer delicadas o complicadas funciones. Sobre todo en el sector público.

Fue, una vez más, Ortega quién habló de las “éticas mágicas”, para referirse a los vanos intentos de transformar una sociedad. Son “mágicas”, pero nada más, porque fundan todo su contenido en el “deber ser”, cuando la sociedad es un “es”. Las éticas mágicas, son imposibles, inútiles… Y, si así fuese, más nos valdría a todos, pegarnos un tiro. Si yo no lo hago, además de porque me da mucho miedo, es porque creo en Dios. Simplemente, me he auto-exilado. Estoy en España, a la que amo, pero no vivo en ella. Luis Madrigal.-

LA AVENIDA DE LA INDEPENDENCIA (X) El juicio de los historiadores F)

GENIO Y FIGURA...

LA AVENIDA DE LA INDEPENDENCIA (X) El juicio de los historiadores E)

¡ESTOS PSIQUIATRAS...!