jueves, 24 de marzo de 2011

LA ESPIRITUALIDAD DEL CORAZÓN




Mis queridos amigos: Hace ya algún tiempo que, tras haber recorrido algunos caminos, buscaba yo la certeza posible, a la que aferrarme casi como a “un clavo ardiendo”, sencillamente para poder vivir todos los días en la confianza y en la despreocupación casi absoluta, frente a todo y frente a todos. Es decir , como el titular del derecho real, del “ius in re”, erga omnes. Y tuve la gran suerte, hace poco más de un año, de conectar con un grupo de personas sencillas, muy sencillas, a quiénes colectivamente, como tal grupo, se estaba haciendo llegar lo que los divulgadores llaman la “espiritualidad del corazón”. Esta vía del espíritu deriva directamente del Padre Joaquim Rosselló i Ferrà, el sacerdote mallorquín, nacido en Palma en 1813, Fundador de la Congregación de los Misioneros de los Sagrados Corazones de Jesús y de María. Los proponentes eran y son unas gentes austeras y curtidas, que en su día lo dejaron todo para fundir los dos más grandes Corazones y, en su nombre, llegar hasta  el África paupérrima, colmada de miseria y de enfermedades; cubierta de harapos y de incontrolables endemias, todo ello fruto de la injusticia, de la avaricia y voracidad de unos pocos. También a los suburbios de Buenos Aires, o a la fría y helada Patagonia, en la hermana República Argentina, o en los ambientes más pobres de la también fraterna República Dominicana. Allí, está ahora, un reciente pero buen amigo para mí, el Padre Misionero, Antonio Fernández Cano, qué “liquidó” su Despacho de Abogado, su biblioteca y su automóvil, en Valencia, sin buscar otra cosa que no fuese precisamente aquél espíritu de despreocupación y confianza absoluta, que yo anhelaba para mí.

Cuando yo oí, por primera vez, en el grupo este de Madrid, al que asisto regularmente cada quince días, hablar de la “espiritualidad del corazón”, me sentí sorprendido, hasta casi muy divertido y, a título de “humor”, aunque no sé ahora si de demasiado buen humor, me permití la desfachatez de decir que el corazón me parecía simplemente una víscera, que de lo que se ocupaba era tan sólo de bombear y distribuir la sangre a las arterías y, sobre todo, al cerebro. Es más, no sólo me permití esta chanza, sino que añadí algo más sangrante, citando para ello a Mika Waltari, quien constantemente, en su famosa novela “Sinuhé el egipcio”, sustituye el corazón por el hígado, en lo tocante a toda clase de sentimientos. Quienes hayan leído esta novela, conocen muy bien el saludo de ritual entre entre aquellos viejos súbditos de los Faraones: ¡”Que se alegre tu hígado”!... Este grupo de Madrid, está dirigido por el Padre Cándido del Val, un aragonés de Teruel que conoce perfectamente el vino y el buen jamón, pero también conoció el África miserable y la Patagonia argentina, durante casi 25 años. Y el bueno del Padre Cándido, soportó con paciencia aquella impertinencia mía, limitándose a replicar que “el corazón era un mero símbolo”.



Pero, al cabo ya de más de año y medio, y en estos días de manera muy especial, estoy yo comenzando a madurar, por mi propia cuenta, aunque sin duda influido por todo lo escuchado desde entonces, que la espiritualidad del corazón, es decir, la compasión, el perdón, la tolerancia, la misericordia, la comprensión y la ternura, son camino mucho más seguro, que ningún otro, para alcanzar aquella situación de abandono y confianza, propia del que vive a la intemperie, bajo el techo de las estrellas, y además de prestado, sin necesitar casi nada ni encerrarse tampoco por ello en sí mismo. Al contrario, “salir de uno mismo”, me parece indispensable para alcanzar esa cota de confianza y abandono que permita afrontar, con paz y sosiego, cuantas situaciones puedan presentarse en la vida.

Pero, cabe preguntase cómo se busca y cómo puede encontrarse esa panacea universal, ese “bálsamo de Fierabrás”, que cure cuanto toque, ese estado de alivio y paz, que entiendo de superior entidad placentera al del nirvana hindú. Yo he tomado buena nota de que, entre las gentes sencillas a las que acompaño cada quince días, ninguno ha buscado nada, pero puede que todos lo hayan encontrado sin buscar. El único que buscaba era yo y considero por ello muy saludable para mí ir comenzando a cambiar de táctica.

Ciertamente, reflexionando repetidamente al respecto, creo haber llegado a la conclusión de que los binomios, casi antípodas, “buscar-encontrar” y “mirar-ver”, constituyen términos y conceptos relativamente contradictorios, o al menos términos de una ecuación que se resuelve siempre a favor del segundo de ellos. Despejar la incógnita es lo difícil y al mismo tiempo lo más fácil. Sólo tengo que dejar de pensar en mí, salir fuera de mí, como antes decía, porque estoy persuadido de que todo se encuentra cuando nada se busca. Buceando intensamente, escudriñando a plena razón, nada se encuentra y, sin buscar nada, puede encontrarse todo. Paralelamente, cuando se mira, como si se utilizase un microscopio  -mejor diría un telescopio-  no se ve nada. Lo primero, es una terrible tragedia, vivida además en permanente ensimismamiento y en medio de la desolación y el desamparo. Lo segundo, no es simplemente una suerte, es la inmensa fortuna, la mayor de cuantas existen y, en virtud de la cual, quiénes la poseen, viven confiadamente abandonados, fuera de sí, en constante alteración. Esto es, buscando un “alter” fuera de mí, alguien que no soy “yo”, para penetrar dentro de otros “yo” que no son yo mismo, sino ellos.

¡Benditos, bienaventurados!, los que no se ensimisman nunca, sino que viven permanentemente alterados; quienes no buscan nunca, pero encuentran siempre; los que gozan permanentemente del Amor, en todos sus dimensiones  -¡en todas las que verdaderamente lo son!-  porque todas ellas participan y provienen de la Gran Hoguera creadora del hombre y que a todo hombre ilumina al caminar sobre este suelo. El símbolo y bandera de la espiritualidad del corazón, es la figura del “traspasado”. Y cabe apreciar esta figura en un doble sentido. Bienaventurados, por ello, y para siempre todos los traspasados por el amor, que buscan a aquellos otros a quiénes el dolor traspasa, para guardarlos dentro de su corazón.

Queridos amigos: Esto que antecede, fui capaz de escribir en una muy reciente noche de insomnio, en la que yo buscaba sin encontrar, sin duda porque miraba sin ver. Pero, al fin, la luz, llegó hasta mis ojos y, siempre que me ocurre algo así, suelo escribir un Soneto. Este fue el que compuse esa noche, sentado sobre mi cama:


UNA BRASA QUE VUELA Y SE HACE FUEGO
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Un brasa, escapada de la Hoguera,
salta en el aire y besa un pecho frío;
no lo quema, ni hiere, le da el brío
que no encontraba nunca y ahora espera.

Días y días buscando la manera
de hacer que la corriente ensanche el río;
noches enteras, ante el desafío
de encontrar una aurora lisonjera.

¿Cuándo encontró, el alma que suspira,
el aliento que le haga ver el cielo,
sin temor ni temblor, nunca con ira?

Miró, sin ver, el fuego y ya delira;
sin mirar, ve muy claro sobre el suelo…
que aquella brasa es ahora una gran pira.



Luis Madrigal 









A cuantos siempre buscan todo y no encuentran nunca nada,
porque miran sin ver... Y a cuantos, sin buscar nunca,
encuentran todo siempre, porque ven sin mirar.