domingo, 4 de abril de 2010

PASCUA DE RESURRECCIÓN (II)



¡¡RESUCITÓ!!


El que en la Cruz expiró,
vertiendo sangre preciosa,
con la Luz resucitó,
levantando pétrea losa,
para cerrar la honda fosa
que por el hombre se abrió.

Aquel que a todos salvó
sin ser ninguno gran cosa,
ya en la tierra no reposa,
que de los muertos salió.

La Muerte, ya ha claudicado
y ya el hombre es redimido
del agravio cometido
por el Hombre que ha pagado.

Del Infierno, tan temido,
las llamas se han sofocado;
el fuego ya está apagado
por la Cruz en que ha vencido.
La Tierra, se ha iluminado.
el Cielo, se ha complacido.


Alphonso Carbajal



LA RESURRECCIÓN DE CRISTO, SERÁ LA NUESTRA
EN EL MISMO MOMENTO DE NUESTRA MUERTE

De todos los acontecimientos  -insisto una vez más-  tan históricos como cualquier otro que realmente haya sucedido en el tiempo, la Resurrección de Cristo, es el Acontecimiento más inenarrable y universalmente grandioso  de cuantos han sido y, para nosotros los que creemos en Él, es la causa y la razón más radical, más explosiva y contundente, no sólo de nuestra Fé  -poca o mucha-  sino fundamentalmente de nuestra Esperanza, que siempre ha de ser grande, si es que no queremos aceptar, sentir, ni  creer, en el absurdo más absoluto que, en otro caso, sería sin duda alguna la vida humana. Nosotros, todos, creyentes y no creyentes, también moriremos. Pero hay una diferencia esencial que nos separa a unos y otros, porque no es lo mismo no esperar nada, tras la muerte  (en el convencimiento de que, nuestra esencia, no podrá ser otra cosa sino el mismo polvo de la tierra, del que un día muy lejano surgimos a la vida), a tener la Esperanza de seguir viviendo eternamente, ya sin ninguno de los graves dolores que nos acechan  cada día mientras tan sólo existimos. La enfermedad, la soledad, la traición de quienes creíamos amigos, la decepción y el fracaso, la injusticia, la crueldad, la pérdida de toda ilusión... La misma muerte, de quienes amamos entrañablemente y de nosotros mismos. No es igual, una u otra convicción. Desde luego, nadie puede tener en su mano la prueba de la certeza de esa aterradora desesperanza, ni tampoco la de tan sublime Esperanza. Nadie puede tenerla, racional ni científicamente. Sólo ellas, en sí mismas, el amargo escepticismo, o la  dulce Esperanza -fundada a su vez en una Fe lo más robusta  que seamos capaces-  nos son posibles a unos u otros.

Desde luego, la Esperanza, se basa y apoya en la Fe y, a su vez, esta última en nuestro firme y reiterado deseo de alcanzarla. Ya tiene Fe, el que quiere tenerla. Basta con eso. Pero, partiendo de ello, de nuestra débil y pobre Fe en Jesús, nuestro Dios y Señor, nuestro Redentor, hoy Resucitado de entre los muertos, yo he he proclamar por mi parte, haciendo con ello expresión sincera de mis más hondos sentimientos, que lo esencial para quienes así nos mostramos, no ha de ser la inmortalidad del alma, como sostiene canónica y tozudamente la doctrina de la Iglesia,  desde el  V Concilio de Letrán hasta el Vaticano II, sino precisamente la Resurrección de Cristo. Esto último es lo radicalmente sencial. Lo otro, lo que se nos ha dicho, y aún continúa siendo "la doctrina oficial", eso de que resucitaremos "en el último día", entendiendo por tal el del sonido de las trompetas del Valle de Josafat, al final del tiempo, haciendolo además "con los mismas almas y cuerpos que tuvimos", eso me parece a mí una especie de empecinamiento, de anclaje en el pasado medieval, un atrincheramiento tras la Constitución Benedictus Deus, del Papa Benedicto XII, promulgada en el año 1336. Pero, nos encontramos ya en el siglo XXI y cabe preguntar si, una vez arrumbada la  antropología dualista, y vueltos al pensamiento unitario-monista, tan propio del hombre de hoy como del hombre hebreo de la época de Jesús, puede mantenerse intocable la escatología dualista.  La dicotomía, la distinción, dentro de la unidad del ser humano, en alma y cuerpo, es una funesta consecuencia del dualismo platónico, cuyo efecto, a su vez más transcendente, sería que  -como un pájaro evadido de su jaula-  el alma, el espíritu, la parte esencialmente buena, vuela tras la muerte hacia Dios, con el que se encontrará en "el último día", mientras el cuerpo, el soma, prisión y cadena del alma, y además la parte constitutivamente "mala" del hombre, retornará a la esclavitud de la putrefacción en la materia. Aceptar esta violenta y antihumana separación, constituye una monstruosidad y la prostitución más degradante de la dignidad humana. "Yo", no soy mi cuerpo más mi alma; ni puedo ser un cuerpo animado, "almado", o una alma corporizada. Mi alma es para mi cuerpo, y mi cuerpo para mi alma, tanto como el hidrógeno es para el oxígeno, y del mismo modo que, si estos se separan, no puede haber agua, si se separan aquéllos no puede haber hombre. Quedarán otras cosas, pero hombre no queda. El alma  -nephes-  significa la vida, aunque "la vida unida al cuerpo", término después traducido al griego por psyché, pero que no constituye una entidad inmaterial, como lo es el alma, en el pensamiento griego.

El hombre, constituye, pues, una unidad fisio-psico-espiritual, y no consta en cambio de componentes aislados, que puedan separarse por la muerte. Cuando muere el hombre, muere todo él. Muere el cuerpo, por descontado, pero también muere el alma. La destrucción de esa unidad anímico-corporal-espiritual, es total, y como tal unidad totalitaria ya no podrá ser recuperada nunca, con la misma forma. La Iglesia entiende que la resurrección se refiere a todo el hombre, pero, de ser así, también ha de ser así la muerte. La muerte, no puede separar el alma del cuerpo, sino sustituir una forma de vida por otra, una forma nueva, eterna, superadora de la muerte, al encontrarse íntimamente vinculada a la Vida, a Cristo, que es quién ya es eternamente  inmortal tras su Resurrección. Nada es posible afirmar acerca de la corporeidad humana operada por la resurrección, porque esa transformación sin duda ha de ser obra divina y nadie puede saberlo. Pero los textos evangélicos, algo apuntan, o incluso dicen expresamente. Cuando, tras su gloriosa Resurrección, Jesús se aparecía a sus discípulos, lo hacía en etéra morfé, "en otra forma", según dice el texto griego (Mc 16,12), es decir, con una nueva corporeidad, radicalmente diferente a la que tenía antes de su Muerte, mientras vivió entre los hombres, como tal Hombre. Nunca he podido razonar y comprender cómo puede ser posible que resucitemos "con los mismos cuerpos y almas que tuvimos". No tanto por los testimonios y experiencias de quienes ya murieron, y cuyos cráneos y otros restos corporales se apiñan en los osarios, sino, porque ¿con qué cuerpo habría yo de resucitar? ¿Con el de mi niñez o mi adolescencia; con el de mis treinta o cuarenta años...? Todos esos cuerpos han sido míos. ¿Cuál de ellos será el que resucite? En cambio, me resulta muy fácil entender  que mi yo resucitado coincidirá exactamente con mi yo histórico y que, esa resurreción, mi cambio de forma de vida  -mi etéra morfé-  sucederá en el mismo instante de mi muerte, porque Jesús bajará hasta mi lecho para llevarse lo que es suyo. Tampoco puedo entender, ni razonar, ni admitir la escatología intermedia, porque la resurrección alcanza a mi totalidad, como la de Jesús. Dijo un, para mí  muy admirado filósofo, Martin Heidegger, que "el hombre es un ser para la muerte", porque, para él, "existir", es "estar en el tiempo para ser", incrementando este último cada día en cantidad y cualidad, hasta que el existir confluya en el ser pleno, o total, según lo que cada cual programe y se proponga hacer de su vida, de su existir. Y por ello, creo que mi muerte alcanzará la plenitud de mi ser, ciertamente en función de lo que yo me haya obstinado en llegar a ser. Y también dice Heidegger, seguidamente, algo mucho más importante: Que, con la muerte, el tiempo y el espacio se diluyen, es decir, se hacen infinitos, al entrar en "un tiempo sin tiempo". Y, por ello, tampoco tomando lo que afirma el Apostol San Pablo, puede romperse la unidad y tolalidad de la resurrección humana, tras la muerte: "Deseo morir para estar con Cristo" (Flp 1, 23), porque "somos ciudadanos del cielo de donde esperamos al Salvador y Señor Jesuscristo que reformará nuestro cuerpo miserable conforme a su cuerpo glorioso en virtud del poder que tiene para someter a sí todas las cosas" (Plp 3, 30-21).

Y, por todo estos motivos, que entiendo y siento en lo más hondo, he decidido dejar de ser un creyente "platónico", para ser un creyente cristiano. Ya sé, que esta no es la doctrina de la Santa Madre Iglesia, de la que me considero hijo y humilde miembro, y no creo que un personajillo tan insignificante como yo, pueda ser excomulgado. Entre otras cosas, porque yo soy un ignorante, y no un teólogo y cuanto he dicho me lo contó un entrañable amigo, mi antiguo Consiliario en la Juventud de Acción Católica de León, el Dr. Don Felipe Fernández Ramos, que durante muchos años fue después Catedrático de Sagrada Escritura en la Universidad Pontificia de Salmanca, y cuyas ideas, mucho más sistemáticas y abundantes, puede encontrar quien lo desee, en el libro cuya portada ofrezco seguidamente, al pie de este texto, así como su cariñosa dedicatoria personal. Mi temor, en todo caso carece de base, porque, como dijo, al abrir el Concilio Vaticano II, aquel gran Papa que fue Juan XXIII, "aquí, no se va a condenar a nadie". Y, por otro lado, como el propio don Felipe me dijo, aunque nadie diga ni crea en cuanto aquí, muy bervemente se ha dicho, lo importantes es que "lo creamos tú y yo". Y eso mismo me permito deciros yo a vosotros y a todos ustedes, queridos amigos: Lo importante, es lo que cada uno sinceramente crea. Luis Madrigal.-