martes, 28 de junio de 2011

LA SOLEDAD NO ES ESTAR SOLO

Como, en estos días, huyendo del sol que derrite el asfalto, la mayor parte de mi tiempo me encuentro completamente solo frente a un bosque de pinos, tan sólo de cuando en cuando oigo ladrar a algún perro lejano. Tampoco veo otra cosa sino copas de coníferas, en estrecho y fraternal, abrazo y sobre ellas, cuando luce el sol, la estela blanca que dejan en el cielo, intensamente azul, algunos aviones. Ya acabo de verla tan nítida y compacta, como si hubiese sido trazada por un gigantesco tiralíneas, como, en unos segundos, comienza a deshilachase, haciéndose progresivamente borrosa hasta desaparecer por completo del firmamento. Tengo entendido que esto tan sólo lo hacen los aviones a reacción, fenómeno que no entiendo ni tengo tampoco el menor interés en entender. Solamente me embelesa contemplarlo. Y mientras observo lo poco que me rodea, a la par que dentro de mí grita el silencio, no puedo dejar de pensar en la soledad, ese fenómeno que tanto aterra a los humanos. Mi meditación, se inicia contradiciéndome a mí mismo. La soledad consiste, sin duda, aunque lo sea aparentemente, en el hecho de “estar solo”. Pero, ¿qué es esto? ¿Qué es estar solo? ¿Consiste la soledad en el aislamiento, en la separación física de los otros? Me parece que no. Se puede estar apartado, perdido en una isla  -en un monte de pinos, como yo ahora-  y no estar solo. Como no lo estaba Robinson Crusoe, antes de encontrar a Viernes. Después, ciertamente, estuvo acompañado, pero antes no estuvo solo. Vivía de sus recuerdos, de las personas con las que había compartido la vida, incluso de las sensaciones más intrínsecamente incorporales que había experimentado anteriormente. Lo de menos es que pudiese subsistir aplicando, para hacer frente a los problemas materialmente inmanentes que le acuciaban, las “soluciones”, la técnica  -que no es otra cosa sino el modo de mejor hacer las cosas-  que había adquirido en la sociedad inglesa. Eso he leído yo a infinidad de ilustres filósofos sociales. Pero, ¡qué falso es eso! Robinson sabía cómo cazar o pescar, y cómo hacer fuego para asar lo que cazaba o pescaba , pero yo no soy capaz de detectar una fuga en la rosca que conecta la goma de alimentación del agua a un lavaplatos, ni mucho menos saber por qué no calienta el agua de la ducha un calentador de gas alemán, marca “Junker”, que me vendieron como una maravilla de permanente buen funcionamiento. Para eso tengo que llamar por teléfono a unos señores de Ávila, y ellos dirán si se trata de la “membrana”, o más bien de que están sucios los “quemadores”. Entretanto, puedo ducharme con agua casi fría. No es la mejor solución, pero con este calor es soportable. Únicamente puedo permanecer, estar, como Robinson, pero no puedo ser él. Ya no. No puedo vivir como él vivía. Porque vivir, es resolver la “maraña de problemas” en los que la vida consiste, según dictaminó Ortega. Él era un sabio, y tendría sus razones, pero yo, que no lo soy, me permito casi irreverentemente añadir: Resolver todos y cada uno de esos problema, por sí mismo, esto es, por uno mismo. Y eso es esencialmente imposible. Y, en tal caso, todo ser humano, además de pobre, es intrínsecamente un desvalido, porque pobre es el que “no tiene” (de modo implícito se entiende dinero y, en consecuencia, cosas), pero el desvalido es el que “depende de otro”. Y, en esta dimensión esencial de desvalimiento, es donde la soledad cobra su más agudo aguijón, su más deletéreo aliento. Porque las necesidades humanas, gracias a Dios, y nunca mejor dicho, no sólamente son materiales. Estas, se pueden soportar, que es lo mismo que aplicar la solución posible, aunque no sea la mejor o más adecuada. Pero las otras, las más esencialmente humanas, las necesidades del espíritu, cuando no pueden satisfacerse plenamente, no son soportables, sino que se padecen  y, en tal grado resultan angustiosas, que cualquier ser humano puede dilacerarse, partirse en dos, el que quisiera ser, para ver satisfechas tales necesidades del alma, y el que resulta siendo, cuando ya aquéllas ni son ni podrán ser colmadas. Entonces, justamente en ese instante, llama con amargura a su puerta la soledad. Sólo entonces está solo. Podrá hallarse en un estadio de futbol, en una sala de conciertos o formar parte de una peregrinación a algún santuario mariano, como le sucedió a Descartes. Pero, se econtrará solo; a lo sumo, rodeado de miles, o de millones, de otros solos. Y todavía cabe una soledad mayor, más radical: la de estar solo "de uno mismo". En esto pensaba yo hoy, esta misma mañana, mientras oía a lo lejos los ladridos de un perro y una estela blanca, nítida como si trazada fuera en el cielo con un tiralíneas, iba deshaciéndose poco a poco. Y entonces, escribí otro Soneto:
   

BRILLA LA LUZ, PERO NO ALUMBRA


¡Que solo estoy... que sola está mi vida,
sin que nadie la viva ni la sienta!
 Ni brilla como entonces, ni alimenta
suspiros entre nubes, ya caída.

Ni una palabra viva… Ni acogida
hallo, cuando la noche se aposenta
dentro de mí, y en mi alma macilenta,
entre llanto sacude la guarida.

Salgo a la luz, y ya la luz que brilla,
no puede ni podrá alumbrar mi vida.
Lejos de mí, hallé una maravilla,

pero se fue, casi sin despedida,
y ya no está… Mis pies eran de arcilla
y vuela sobre el mar, triste y herida.




Luis Madrigal


Las Navas del Marqués (Ávila), España, 28 de Junio de 2011