sábado, 11 de abril de 2020

EN EL EPICENTRO DEL VIRUS CHINO




¿SENTIMIENTO TRÁGICO DE LA VIDA
O FELIZ FINAL SIN FIN?

A mi viejo amigo Jomapupe 

Redujo Unamuno el problema medular de la conciencia, pese a no liberarse por ello de la angustia, a la afirmación de que “ser consciente” consiste en casi lo radicalmente contrario, “en ser extraño a sí mismo, ex-sistente”. Como Unamuno, además de sumo sacerdote, era un mago de las palabras, y por ello las manejaba como un prestidigitador, no me atrevo yo a decir que se trate, en este caso, de una “trampa lingüística”, o de una broma, propia de su carácter personal. De alguna nivola, en vez de una novela. Lo cierto es que la palabra sistente, no figura en el Diccionario de la Lengua Española, según me informa el propio RAE, y lo más probable es que tampoco figurase en la época en la que la utilizó Unamuno. Sí que figura, con doble acepción, el prefijo “ex”, pero, en la primera de ellas significa “fuera” o “más allá”, y en la segunda, “que fue y ha dejado de serlo”. Por último, parece simplemente imposible aplicar tal prefijo  -“ex”-  a una palabra sin contenido semántico de ningún tipo, porque resultaría algo así como ser “ex-nada”.

Naturalmente, quedo sometido con mucho gusto, por si alguien leyera lo que escribo  -cosa que no creo-  al superior criterio de cualquier filólogo o lingüista. Yo no lo soy.

En lo que sí coincido plenamente es en que el ser humano  -desde luego el “consciente”, es un ser que existe y por tanto es un existente. Esa entidad ontológica que llamamos "yo", (con total independencia de cuántos "yo" o "yoes" pueda haber dentro de uno mismo), su realidad radical, es que existe. Aquí, entiendo por mi cuenta, y por tanto sin autoridad alguna, que converge el pensamiento de Unamuno, aunque sólo tangencialmente, con el de su coetáneo, Ortega y Gasset, un metafísico, para quien la vida  -mi vida-  es precisamente la realidad más radical. Y esta  realidad radical  -la vida humana, no toda vida-  está sumergida en la existencia, en la circunstancia, pero tan sólo casi como polo opuesto, o antípoda, no como intrínsecamente incompatible, con la esencia. “Yo”, insignificante viviente, existo desde que vivo, pero soy mucho antes, eternamente. Por ello quiero creer en mi propia naturaleza de partícipe de un Yo transcendente, porque el ser humano, en particular, no es tan sólo lo que existe, sino esencialmente lo que es. El ser, es lo que es, porque lo que no es, es la nada. Y ningún "yo", por consciente pueda ser, puede proceder o ser causa de sí mismo, sino de otra circunstancia, entidad o potencia fuera de sí. A lo mejor se refería a eso Unamuno, sobre todo cuando escribió “El Cristo de Velázquez”, quintaesencia de la poesía lírica intimista y espiritual, a la que sólo superan en belleza San Juan de la Cruz (un místico) y Lópe de Vega, un golfante empedernido, pero de sincero arrepentimiento, además de un genio.

En lo que atañe a la esencia, además, me parece cierto -ya se trate de la piedra, la planta, el animal o del ser humano- es el principio, puede que hasta evolucionista, de que toda entidad es emergente de otra pre-existente, de la que procede y de la que, a su vez, es consecuente. El cristianismo, en el Nuevo Testamento, ha puesto el valor máximo de la esencia en el Amor. Deus cáritas est. Dios es Amor. Y desde luego, el mundo se salvará por éste, por el amor, o se hundirá y destruirá por sus impulsos contrarios, el egoísmo y el odio. Pero, antes, me parece a mí, o lo pienso, es previa la definición del Antiguo, formulada por el mismo Yahveh a Moisés: Yo soy el que soy”. Puede ello parecer una redundancia inexplicable, salvo que tengamos en cuenta la luminosa aportación de Heidegger: Existir, es estar en el tiempo para ser.” Y por ello únicamente existe el hombre, porque las cosas  -para el Derecho esos objetos corporales del mundo exterior, determinados y apropiables-  no existen, y por más pudiesen durar millones de años, seguirían siendo lo mismo, sin añadir nada a su propia naturaleza y destino. Se puede admitir por ello que el mismo Dios, tampoco existe, no le es posible existir, por constituir el único que ya es, desde lo más infinito y eterno. Y por eso, de una manera paralela y similar al Yo soy yo y mi circunstancia”, del raciovitalismo de Ortega, Heidegger afirma: Yo, no soy yo. El yo -óntico- o el ser del existir- que ahora soy, no es el Yo -ontológico” o el ser del Ser- que seré, mientras perdure el tiempo para mí.

Es preciso reconocer que hoy, todo esto, para la gran mayoría de moradores del planeta, son puras teorías, charlas, en otros tiempos “de café”, mero diletantismo inoperante e inútil. Lo único importante y útil es la Ciencia y su hija más utilitaria, la Tecnología. Sin embargo, Unamuno se debatió en la colisión entre el pensamiento científico, incapaz de dar un sentido a la vida, y la moral religiosa, carente  -según entendía aquella gran lumbrera de Bilbao-  de justificación personal. Ello provocó en él la cuestión capital del sentido de la existencia. Y el antagonismo irreconciliable entre el sentimiento y la razón, entre el todo y la nada, le llevó al abismo de la desesperación, donde el hombre debe luchar siguiendo el ejemplo vitalista de Don Quijote, cuya fe se basa en la incertidumbre, hasta llegar a su concepción trágica de la vida y a su plasmación en la obra de este mismo título, que posiblemente constituye la cima de su pensamiento filosófico. Filosófico, sí, dentro de la anarquía de su pensar, porque Unamuno, además de filólogo helenista, ensayista, poeta y crítico de arte, entiendo yo por mi cuenta, es además un extraordinario filósofo. Y me acojo, para decir esto, a la propia distinción efectuada por Ortega entre las ciencias positivas, siempre concéntricas, porque crecen ensanchando el diámetro, y la filosofía, que es siempre excéntrica, y no consiste tanto en ampliar el diámetro como en cambiar el centro. El prenotando, o punto de partida del pensamiento filosófico. En este último sentido, además de la excentricidad de la Filosofía, tal vez hasta fuera necesario referirse o tener en cuenta la excentricidad particular del propio Unamuno. Pero, no por ello, deja de ser conveniente detenerse en alguno de sus puntos de vista. Y éste, acerca de la exacta dimensión de “ser consciente”, pudiera ser uno de ellos.

A mí me parece, desde luego, que “ser consciente”, no puede consistir en ser extraño a uno mismo, sino, por el contrario, en acercarse lo más posible y, paulatinamente, en “incrustarse” en uno mismo, hasta navegar por las más profundas dimensiones y parajes del mundo interior. El mundo exterior, sin duda, resulta agradable y a veces hasta placentero, si no fuera al mismo tiempo tan hostil, dominante y hasta perverso. Por ello, me parece mucho más saludable aceptar el consejo de Agustín de Tagaste, Obispo de Hipona, un cerebro de los más agudos en la historia de la Humanidad: “Noli foras ire; in te ipsum redi. In interiore homine, habitat veritas”.  San Agustín es una descomunal inteligencia, pero vivió en el siglo IV d.C. Un siglo antes, ya habían descubierto lo mismo los eremitas de la Tebaida, en el Alto Egipto, el primero de todos San Antonio Abad y dos siglos más tarde, en el siglo V, San Benito de Nursia, el patrono de Europa. Y, aunque pueda parecer increíble, sin necesidad de visitar Montecasino, Fontenay, Silos, El Paular o Poblet, entre tantos otros, hoy hay en el mundo un ya algo más que incipiente movimiento de eremitas urbanos. Personas que viven con lo estrictamente necesario, de una pensión o de muy escasos recursos económicos, no obstante dotados de ducha y calefacción, que salen a la calle y hablan con otros, poco más que mucho, pero que viven dentro de sí mismos.

Ahora mismo, a la caída de la tarde, en Madrid y tantas otras ciudades del mundo, las gentes se asoman a las ventanas y balcones para estallar en una salva de aplausos… Ojalá que, además de esto, cuando se retiren al interior de sus casas, traten de entrar también dentro de sí, para ser “conscientes”… Menos egoístas, más generosos; menos altaneros, más humildes. Y, sobre todo capaces de reflexionar ante tantas modas y personajes famosos, superficiales y vacíos de todo valor humano, porque el último baluarte frente a toda moda estúpida e insubstancial, cuando no obscena, que se empecinan en difundir algunas emisoras de TV, y la única defensa, es la conciencia personal.

Existencialmente, la vida humana, en todo caso dramática, puede resultar siendo trágica. En ocasiones como la de esta plaga vírica que hoy sufre el mundo y en otras que quizá podrían resultar mucho peores. Pero también pudiera tener perfectamente la existencia un final sin fin, eternamente feliz. Para ello es rigurosamente necesaria la Fe, la fe en el Dios creador, del cosmos universal y del hombre. Pero la fe no se vende en las Farmacias, como las mascarillas, los guantes de látex y los respiradores. Mucho menos aún. La fe es un don de Dios que no se puede adquirir, sino tan sólo pedir humildemente. Con la alentadora salvedad que el Papa Juan Pablo II efectuó al periodista italiano Vittorio Messori: “En la búsqueda misma de la fe está ya presente una forma de fe, una forma implícita, y por eso queda ya cumplida la condición necesaria para la salvación.” Más aún que alentadora, esta afirmación es liberadora y encierrra la gran esperanza de todo ser humano: Basta con buscar y pedir. Sin caer en la desesperación.

Luis Madrigal


Madrid, Pascua de Resurrección de 2020