domingo, 14 de diciembre de 2008

HAY QUE RESPONDER



La III Semana de Adviento, sigue estando ocupada preferentemente por Juan el Bautista y, en el Evangelio de este Tercer Domingo, su homónimo, Juan el Zebedeo, el Evangelista, nos ofrece un diálogo sumamente profundo, nada superficial, con aquel austero hombre del desierto que bautizada ahora en la orilla del Río Jordán. Hasta él, enviaron los judíos de Jerusalén una especie de "comisión", más o menos al uso de las que hoy en día se utilizan para descifrar los grandes escándolos públicos, en esta corrompida sociedad de nuestros días. La "comisión", nos dice el Evangelista, estaba formada nada menos que por sacerdotes y levitas, aunque parece ser que"había también enviados de entre los fariseos", según transcripción literal. Y, ¿para qué fueron estos enviados hasta Juan; qué era lo que querían investigar, o saber? Se interesaban por dos cosas, aunque en realidad, conectadas entre sí, resultan una sola. La primera pregunta que aquellos hombres hicieron a Juan, fue la de "Quién eres tú?. Implicitamente, se entiende quién eres tú, para hacer lo que haces, esto es, para bautizar. A lo que Juan, leyendo la intención en sus mentes respondió rapidamente: "Yo no soy el Cristo", es decir, el Mesias que, desde tiempos remotos, esperaba el pueblo judío. Le preguntaron entonces los enviados de Jerusalén, si acaso no era Elías, o algún Profeta, a lo que Juan igualmente respondó en sentido negativo. Y, un tanto asombrados, o escandalizados, aquellos hombres, por último, plantearon ya a Juan la cuestión de forma directa. "Por qué, pues, bautizas, si no eres el Cristo, ni Elías, ni Profeta?". Y la contestación, la respuesta de Juan, que es un testimonio de vida (no de crucifijos, rosarios o procesiones), es la que debe centrar toda nuestra atención. "Yo, bautizo con agua; pero en medio de vosotros está uno que vosotros no conocéis"

A quiénes, en nuestros días, tantas gentes pueden hacernos la misma pregunta, en tan distintos sentidos, directos e indirectos -"Quién eres tú", quiénes sois vosotros- debe interesarnos mucho saber y tener preparada de antemano nuestra respuesta, porque no podemos permanecer silentes, ni incontestes en lo que concierne al fondo de tal investigación. Hay que responder. Y también nosotros podemos decir que, tan sólo bautizamos con agua -y a veces ni con eso,- pero que siempre, en medio de todos, hay alguien al que ni ellos conocen, ni tal vez nosotros queremos conocer, porque nosotros, los posibles interrogados, nunca podremos ser "mejores" que los posibles interrogantes. Tan sólo, distintos. Ocupando distintas situaciones, circunstancias o peripecias de vida, pero no mejores que nadie, ni siquiera "buenos", porque "sólo Dios es bueno". Y, ¿quién puede conocer a Dios? A Dios, tan sólo puede conocerlo Dios. Y, por ello, nosotros tan sólo podemos conocerlo por medio del Hijo, el enviado del Padre, que por ello es el Cristo, el Mesías que los judíos esperaban y... todavía esperan. Los cristianos -para quienes ya ha venido al mundo, aunque próximamente volvamos una vez más a celebrarlo- hemos de fiarnos de la Palabra de Cristo, de su mensaje a los hombres y, únicamente dentro de ese Mensaje, podremos conocer el corazón de Dios. Y, no puede haber vuelta de hoja, ni posturas ambiguas y artificios convencionales, para eludir lo que en el Mensaje de Jesús se contiene. Su contenido esencial -y podríamos decir único- es el amor. Amor de verdad, espiritual, ciertamente, hacia todos los seres humanos, pero también material. Protección y amparo (aunque sea mínimo, porque nosotros no podemos lograr lo que tan sólo puede conseguirse mediante la decidida voluntad de quienes rigen el mundo) a quienes tienen hambre, frío, soledad y desamparo... Dios, por supuesto, no sabe nada de crucifijos, casullas, velas encendidas y... procesiones. ¡Qué bonitas son las procesiones! Sobre todo algunas, las que concentran más turismo. Pero, todo eso, lo hemos organizado nosotros, no Dios. A Él, tan sólo le mueve una sola cosa: el Amor. Porque lo es. Pasarán otros amores, todos los humanos, que borra la muerte o el tiempo, cuando se pierden o cuando -siendo a veces tan necesarios al alma humana- no se ganan, por ser imposibles. Pero no se acabará nunca el Amor. Por ello, en la liturgia de esta III Semana de Adviento, los ornamentos son de color blanco, que es el color símbolo por excelencia, no sólo de la pureza e integridad, sino también de la verdadera alegría. Luis Madrigal.-


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