sábado, 27 de febrero de 2010

CHILE


Parece ser que con bastante retraso, pero acabo de enterarme. Un terremoto de grado 8,8 Richter, ha conmovido a la Nación hermana, causando la muerte de más de un centenar de personas y quiero dejar constancia de mi sentimiento. Siempre es doloroso el sufrimiento de cualquier ser humano y más de un país entero, pero mi alma española siente en este momento mucho más aún la desgracia sufrida por un pueblo hermano. A todos los hermanos chilenos, les deseo de todo corazón el valor y la fuerza necesarios para afrontar ese gran dolor, que, de vez en cuando azota a las naciones. Me gustaría gritar a los cuatro vientos que España entera está hoy a vuestro lado. Pero, no puedo hacerlo. Ni sé muy bien qué puede quedar en pie de España, ni yo podría ser España, en cualquier caso. Sólo soy un español. Pero, eso sí, aunque sólo pueda ser en mi propio nombre, un fuerte abrazo, queridos hermanos chilenos. Luis Madrigal.-

La prensa española, en sus últimas noticias, informa sobre la muerte de más de 400 personas
, y aun en Concepción se busca a otro centenar más entre las ruinas de un edificio. Por otro lado, según también se informa, el seismo ha podido repercutir en las Provincias de Salta y Mendoza, de la también querida Hermana Nación, la República Argentina, pese a que la Cordillera de los Andes pudo actuar como barrera de contención. Insistimos y duplicamos nuestras oraciones. Descansen en paz los muertos y fuerza y valor a los que les lloran. ¡Viva Chile! ¡Viva la Argentina!,






EL DETERMINISMO





No lo recuerdo ya muy bien, porque ya va siendo difícil recordar cosas, dentro de las pocas que pude aprender a lo largo de mi vida. Pero, aun así no es fácil recordar. ¡Que sana envidia puede sentir una pobre hormiga como yo, al lado de aquella mente -la de Don Marcelino Menéndez y Pelayo- que recordaba, casi fotográficamente, no sólo el volúmen, sino la página y el renglón, donde se hallaba vertido un concepto determinado. ¡De la Biblioteca Nacional, no de la de su casa…! Para que luego digan algunos que la memoria es “la inteligencia de los burros”. No, no es así, no puede ser así. Bien, el caso es que no recuerdo si fue en uno de los cuentos de “Las Mil y una Noches”, o tal vez en otro tipo de leyenda similar, donde yo leí aquella historia que siempre me ha hecho pensar. Se trataba de un rico Señor de las cercanías de Damasco, donde tenía su palacio y posesiones, entre ellas un hermoso jardín. Un día, su jardinero llegó ante él lleno de pánico y le dijo, con la cara desencajada: “Señor, he visto ahora mismo a la Muerte, en el jardín, ¿podríais prestarme un caballo para huir inmediatamente a Damasco? El Señor, se compadeció del jardinero y le dijo: “Sí, toma el caballo que más te guste y vete a Damasco”. Pero como aquellos grandes señores, no sólo se rodeaban de un lujo oriental, sino que eran tan poderosos que no temían ni a la Muerte, y a aquél además le irritaba en extremo que nadie se entrometiese en los asuntos de su Casa, el Señor salió al jardín y, efectivamente, se encontró allí a la Muerte, a la que abroncó con severidad, compadecido de su jardinero: “¡¿Cómo es que has venido hasta aquí para asustar a mi jardinero?!”. La Muerte replico sumisa: “Señor, yo no le asustado, sólamente le he advertido, porque le he visto por aquí y yo le espero mañana en Damasco”.


Hasta aquí la leyenda, el cuento, la ficción, que trata de ser aleccionadora. Pero no todo termina en ella. Hace ya muchos años, más de treinta, aunque muchos menos de los que cuenta “Las mil y una noches”, yo mismo fui testigo presencial, directo y muy próximo, de un acontecimiento de la cruda vida real. En un Colegio cercano a mi domicilio, que ya entonces era el mismo que hoy, los niños partían de excursión hacia otra Provincia, fuera de la de Madrid, en un autocar, un “ómnibus”, o un “colectivo”, para nuestros amigos de América. Una de las madres, una mujer viuda, y por ello quizá muy temerosa y precavida, se negó rotundamente, pese a la insistencia de los profesores y las lágrimas de su hija, a que ésta se fuera a aquella excursión con el Colegio. Temía con verdadero horror los peligros de la carretera. Y así fue. La niña se quedó en Madrid y, el mismo día de la excursión, cuando sus compañeros habían llegado felizmente a Zaragoza, al cruzar la Calle de Alcalá, para realizar un recado, aún con las lágrimas de la decepción y la tristeza en sus ojos, fue atropellada por un camión, que la dejó muerta en el acto. Frecuentemente, recordamos a aquella niña, con una enorme lástima, mientras nos hacemos siempre la misma pregunta. Ella, no había huido a Zaragoza… Simplemente no había ido allí de excursión, quedándose en Madrid, porque las carreteras eran muy peligrosas.


¿Qué quiere decir eso, que repite el pueblo, un tanto insípida y simplicísimamente, pero que, con cierta frecuencia se produce, en la realidad? ¿Qué quiere decir ese “la tenía ahí”? ¿Determinan las circunstancias nuestra vida, feliz o desdichada, hagamos lo que hagamos por nuestra parte? ¿Son eficaces nuestras previsiones y medidas de seguridad cuando comemos, dormimos, salimos a la calle o nos vamos de viaje? Parece estar muy claro que, muy en general, es inútil salir “huyendo a caballo”, en busca de nuestra inmunidad a la desgracia, al llanto, a la tristeza o a la muerte… Pero, ¿acaso es esto determinismo? El determinismo, es aquella doctrina filosófica que niega la libertad y la indeterminación en que consiste el libre albedrío. Sostiene que todos nuestros actos obedecen a una causa extrínseca, ajena a nuestra voluntad, y por ello están determinados, bien por fuerzas naturales, por fuerzas sobrehumanas o por fuerzas sobrenaturales, o divinas. De ahí, las cuatro clases de determinismo a los que se ha enfrentado desde siempre toda teoría del conocimiento: El determinismo fisiológico, el psicológico, el determinismo social y, por último el determinismo teológico, tantas veces tratado, entre estudiantes de Bachillerato y adolescentes, cuando éstos pensaban, porque lo eran. Es decir, estaban “adolesciendo”, que no es otra cosa sino carecer momentáneamente de aquello que se va a ser, así como “arborecen” las especies que, aun no son árboles, pero se están haciendo. Por ello, si arborecer es “estar haciéndose árbol”, adolescer, es “estar haciéndose hombre”. Y aquellos adolescentes, lo estaban, comenzaban a hacerse hombres, o mujeres, aunque los de hoy, la mayoría de ellos y de ellas, no lo estén, sino simplemente se dediquen a pintar paredes y romper farolas del alumbrado público. Eso, como cuestión menor. Porque, en algunos casos, bastantes, y por lo que publican los periódicos, causan la impresión, no de “estar haciéndose”, sino de ser ya verdaderas fieras.


Todo determinismo, consiste en negar la existencia de la voluntad y, por ello, de la libertad. No de la libertad de la que hablan los políticos, que esa no existe, sino de la verdadera libertad, que es la libertad onotológica, o de ser. El primero de esos determinismos, el fisiológico, me parece a mí propio de gentes que deberían andar a cuatro manos, porque al sostener que hasta las funciones espirituales más elevadas, como pensar y querer, están sujetas a las leyes físicas -qué no decir de los actos estrictamente fisiológicos necesarios e instintivos- confunden la necesidad de tales actos y su fuerza determinante con la absoluta independencia de la voluntad y su completo señorío sobre lo fisiológico. Así puede llegar Hipolito Taine, al para mí exabrupto de decir que “la virtud y el vicio son productos, lo mismo que el azúcar y el vitriolo”. El determinismo psicológico, en cambio, puede resultar de mayor entidad, al establecer que no son los móviles externos los que determinan la voluntad, sino los motivos o resortes íntimos e interiores, de carácter psicológico. Hasta tal punto hay que tomar en cuenta esta orientación, que el mismo Leibniz afirma que la voluntad jamás es libre en sus determinaciones, sino que está siempre determinada por el motivo más poderoso. Pero, este tipo de determinismo conduciría a admitir que la conciencia de la libertad no es más que una ilusión, porque como afirmaba Stuart Mill “la conciencia puede decirme lo que hago, pero no lo que siendo capaz de hacer, no hago, ya que esto no existe”. Sin embargo, admitiendo el principio de que “elegido el motivo, la acción ya está determinada”, no puede aducirse la conclusión de que la preferencia en la elección por la inteligencia sustituye y supera al libre albedrío, mediante el cual elegimos esos motivos más poderosos que determinan la acción. Menos consistencia (aunque puede que mucha mientras las gentes se emborrachen o se dejen emborarchar de cosas superficiales y superfluas), me parece a mí tener el llamado determinismo social, según el cual los actos humanos están determinados, o influidos poderosamente, por el medio ambiente en el que se vive, o por la educación recibida en la infancia y la juventud. Es cierto que tales circunstancias pueden resultar especialmenete influyentes, o si se quiere “condicionantes”, pero nunca pueden determinar la vida de nadie y, al margen de las estadísticas, pueden apreciarse casos que desmienten radicalmente esta doctrina, tanto en un sentido como en el contrario.


Y, por último (dejando al margen todos los fatalismos, tanto el musulmán, o el antiguo griego, vinculados a la fuerza superior del “fatum” -“Lo escrito, escrito está”- y el fatalismo panteista, de los estóicos, y de Spinoza y Hegel), ha de cosnsiderarse y prestarse suma atención, se crea o no en Dios, al determinismo teológico, el que afirmando a Dios, y precisamente por su omnipotencia y presciencia infinita, también niega el libre albedrío.Y aquí se centraban aquellas conversaciones y discusiones, entre los estudiantes adolescentes de mi época, en las que solíamos oír a muchos de ellos: “Y si Dios ya sabe que alguien se va a ´condenar´, ¿por qué lo crea?”. A mí, hoy, se me hace casi imposible que nadie pueda “condenarse” eternamente, en el infierno o en lugar análogo, porque confío en la inmensa Misericordia de Dios, pero entonces, debo reconocer que, cuando oía decir tal cosa, lo pasaba muy mal. Y, sin embargo, ¡que argumento más infantil! Dios, nos ha creado libres, pero no en pura teoría, sino que nos permite pasar de la potencia al acto de deliberar internamente y elegir un bien concreto. El determinismo teológico, al afirmar que todos los actos humanos y acontecimientos futuros son conocidos por Dios, por lo que el hombre ya no puede ser libre, confunde el conocimiento con el acontecimiento. Que Dios conozca las acciones futuras no equivale a que las cosas sucedan porque Dios las conoce. Y si las conoce, sin poder evitarlas en cuanto dependan de la voluntad humana, es porque en Dios todo es presente, incluso las acciones futuras del hombre, y éste es libre.


Decía Jaime Balmes, ese gran catalán sin dejar de ser munca un gran español, inserto en Madrid en la política española, Catedrático de Matemáticas, y de acendrada y rigurosa formación científica, tomista único entre todos, al que el Papa Pío XII llamó "Príncipe de la Apologética moderna”, que Cicerón atinó con la más admirable definición de la libertad, cuando dijo que ésta consistía únicamente en ser esclavo de la ley. Y, de la misma forma, la libertad del entendimiento consiste en ser esclavo de la verdad, y la de la voluntad, en ser esclavo de la virtud . Trastornad este orden -sigue diciendo Balmes- y mataréis la libertad. Suprimid la ley y reinará la fuerza; quitad la verdad y entronizareis el error; abandonad la virtud y encontraréis el vicio. Susbtraed el mundo a la ley eterna, que abarca a todo hombre y a toda Sociedad y no quedará ya nada sino el dominio de la fuerza bruta. ¡Con que eco tan hondo suenan hoy en España, las palabras de Balmes!.


En cuanto a eso de “tenerla ahí”, que dice el pueblo, nada tiene que ver con el determinismo. Ninguna circunstancia, por paradójica o cruel que pueda resultar, reviste carácter determinista. Que una niña muera aptropellado por un camión, ante el temor de su madre a las excursiones; que choquen dos trenes, se caiga un avión o, simplemente, la cornisa de un edificio, cuando pasamos bajo él, todo ello, no es determinismo, sino mera relación de causalidad, porque toda causa produce su efecto y no hay efecto posible sin causa. Y, en cuanto a lo demás, a lo que es substancial en el ser humano, las circunstancias, cualquiera de ellas, pueden condicionar mi vida, pero no determinarla. Sólo mi libertad me hace dueño exclusivo de ella. Sólo yo puedo hacer lo que mi voluntad determine, sólo yo soy el único respondasble de lo que llegue a ser, porque, como diría Shakespeare, un protestante, “nuestra vida no está escrita en las estrellas, sino dentro de nosotros mismos”. Yo, no soy libre, soy mucho más, soy el libre substantivo, pero mi libertad puede tener un precio muy alto. A veces, mi propia vida. Luis Madrigal.-