miércoles, 3 de septiembre de 2014

CUESTIÓN DE SUMA URGENCIA



LA VERDAD RADICAL DEL SER HUMANO

Habitualmente, estoy esperanzada y gozosamente persuadido de encontrarme dentro del grupo  -grande o pequeño-  de personas para quienes Dios constituye, el bien  -sólo el bien y todo el bien-  como decía Francisco de Asís, aquel hombre tan rico que voluntariamente quiso ser pobre, para poder ser rico de verdad. Estoy persuadido además, y precisamente por ello, de que Dios es la verdad suprema de todo ser humano. La causa de la causa, o causa radical en la que se apoyan todas las realidades. El ens realisimum, que buscaban los filósofos pre-socráticos. O mucho mejor dicho, aunque parezca contradictorio, la causa sin causa. No quiere decir esto, lamentablemente, que en ocasiones concretas deje de acudir a mi mente la aniquiladora sensación de la duda. ¡Son tantas las cosas inverosímiles que me han contado acerca de Dios, muchas de ellas muy posiblemente flagrantes y estúpidas mentiras, que se hace sumamente difícil creer en algunas, tal cual se dice sucedieron en la Historia. Por fortuna, de una parte, no son demasiadas las veces que esto me sucede y, por otro lado, mucho más que una idea  -la de la eterna ausencia de Dios-  se trata de una mera sensación psicológica, o de una impresión sin ningún fundamento ni base razonable para ser acogida. Eso sí, altamente perturbadora e inquietante.

Digo “razonable” con toda propiedad y en el sentido más genuino y profundo de esta expresión. Porque, sin Dios, no sólo me parece imposible la existencia de todo cuanto existe sino, sobre todo, absolutamente absurda. Todo lo que llamamos “el mundo”, el cosmos geobotánico y sideral y muy en particular la vida humana carecería de todo sentido sin Dios, dada la transitoriedad y finitud de los humanos sobre la tierra. Y es tan sumamente difícil, para mí, aceptar que todo cuanto existe  -evolución aparte-  se creó a sí mismo, por casualidad, que  decididamente apuesto por una creación teleológica, para un fín, en lugar de dejarme llevar por la la absurda duda de la nada para nada. Posiblemente, en la más pura dimensión existencialista heideggeriana, Dios no existe, pero es. Necesariamente tiene que ser, del mismo modo que sólo y únicamente puede existir el ser humano, o que las cosas corporales del mundo exterior, todas ellas, ni tan siquiera pueden existir, ni por tanto llegar a ser. Mi racionalidad  -y el sentido “razonable” de mi persuasión de la esencia divina-  no es más que el más puro y primario instinto de mi naturaleza de ser racional. Si encarno y constituyo este tipo de ser, el de ser racional, no tengo más remedio que razonar. Y yo, razono así, sin la menor influencia ni injerencia pre-existente, según me parece, de nada ni de nadie: Sin Dios, nada hubiera sido ni sería posible. Por eso, tengo casi acuñada para mí mismo otra afirmación: Mi primer acto de fe, es un acto de razón. En principio, esto es así. Sin mi razón, no puede haber Dios, pero Dios transciende infinitamente la razón humana y puede obrar en mí el prodigio de la fe en Él, única y exclusivamente por su infinita misericordia. En esto consiste “la gracia de Dios”, concepto tan ausente, según me parece, en la catequética de nuestros días, a diferencia de otros tiempos pasados en los que los tratados teológicos sobre la Gracia, eran abundantes. Dice San Pablo que la Fe entra por el oído y la Teología afirma que por el sacramento del Bautismo, en unión de la Esperanza y del Amor. Posiblemente, pareceré yo un presuntuoso, rayano en la blasfemia, por corregir a San Pablo, y hasta posible reo de excomunión, por hereje, pero estoy asimismo persuadido de que la Fe es fruto exclusivo de la gracia de Dios. Él es el único que se manifiesta a cada hombre, cuando y como quiere, invitándole a creer y sobre todo incrementado su fe. El propio Saulo de Tarso podría ser un ejemplo al respecto. Sin mi razón, sería muy difícil percibir a Dios, estar persuadido de su esencia, pero sin su gracia, sin la gracia de Dios, es absolutamente imposible penetrar en Él, en esa misma Esencia y en el impenetrable misterio que le rodea y encierra. No me parece posible tomar conciencia -y mucho menos aún experiencia- de Dios, sin su gracia, sin su intervención y acción directa sobre mí. Ya sé que, a su manifestación, he de dar respuesta; he de tener la fuerza o la habilidad o la sutileza, en suma la generosidad, de responder con mi conducta a lo que Dios me dice o me pide. Y mucho siento tener que confesar que, en mi apreciación personal, aunque ésta sea torpe, a mí, Dios nunca me ha pedido nada especial. No quisiera blasfemar tampoco  -ahora mucho menos-  pero debo ser para Él muy poca cosa, simple “madera bautizada” o tal vez, lo más probable, excesivamente egoísta, encerrado dentro de mí mismo, y por ello no le dejo que verdaderamente entre en mí. Pero eso que llamamos “yo”, es insignificante. Lo que hace pensar, hasta el punto de no poder comprenderse, según me parece, es la conducta de tantos seres humanos como han entregado y entregan ahora mismo años enteros de su vida y hasta la vida entera, inmolándose, y no para quitársela al propio tiempo a otros, cargados de dinamita u otros explosivos, o con el fin primordial de privar a los demás de ella, sino para salvar la de sus hermanos los hombres, única y exclusivamente por amor a Dios, del que todos ellos son hijos. De ese Dios, al que siguen tantos seres humanos heroicos, es del que estoy yo persuadido y del que me parece es la verdad radical del hombre.

Ciertamente, ningún ser humano, individualmente, aun siéndolo todo para Dios, es nada para los demás hombres, ni para las sociedades, culturas o corrientes de pensamiento, ya sean estas últimas mayoritarias o no. Verdaderamente, si Dios es en sí un misterio, me parece también otro el por qué cada hombre reacciona o forma su pensamiento y criterio acerca de Él de modo tan diametralmente opuesto. Si antes he dicho que “sin mi razón no puede haber Dios”, el pensamiento contrario consiste en afirmar que, con la razón, es imposible que lo haya. En realidad, no es este aserto atribuible propiamente a la razón, sino a la gran conquista humana: la Ciencia. Para quienes no conciben ni están persuadidos de la esencia de Dios, parece ser que es la Ciencia quien se lo impide. La Ciencia, es la verdad. Dios, tan sólo puede ser “el opio del pueblo”, o a lo sumo una deformación o subdesarrollo de la mente humana, pero lo cierto  -según ellos-  es que sólo es verdad lo que se demuestra, y no es posible científicamente demostrar la realidad que algunos decimos es Dios. No hace muchos días, me encontré con un muchacho universitario, a quien quiero mucho, de verdad. Es estudiante de Física, la ciencia de la materia, muy respetuoso conmigo y pienso que con todo el mundo, pero no por ello se abstuvo de afirmar que la inteligencia humana, la capacidad de razonar hasta la descomposición de la  partícula por aceleración o el hallazgo de la mecánica cuántica, no se debe a otra causa sino a la de que el ser humano, por razón de las leyes de la evolución darwiniana, ha podido obtener un muy superior desarrollo de su cerebro al de todos los demás monos. 

Sin embargo, por un lado, la realidad de la materia, no es la única realidad. Hay otras muchas realidades no materiales, sino específica y propiamente espirituales. Incluso, en el propio orden del espíritu, o del intelecto, o del cerebro en el que reside la inteligencia,  se dice ya hace tiempo no cabe hablar de unidad, o más bien de uniformidad.  No hay una sóla clase de inteligencia. A los factores N y V, para la determinación del coeficiente intelectual, el C.I., se añadían ya otros tipos de inteligencia, la creadora, artística o musical, por ejemplo. Y últimamente viene circulando la teoría de que existen hasta 7 tipos diferentes de inteligencia.

Por otra parte, lo esencial de la realidad, no es su “demostrabilidad”, el hecho de que una realidad, una verdad, pueda ser demostrada para poder ser considerada como verdad irrefutable. Eso no puede ser necesariamente y en todo caso lo esencial, en orden a la existencia y mucho menos a la esencia. No puede ser, sensu contrario, la “prueba del nueve” de la operación de dividir, ni mucho menos la “prueba del algodón”. La demostrabilidad, podrá ser base de la Ciencia, y por ende de las realidades científicas, pero no de todas las realidades que pueden, no ya existir, sino ser.

En el año 1973, la Editorial Ariel, en su colección “Ariel Quincenal”, publicó en España, la traducción (con estudio preliminar de José María López Piñero), de la obra del Profesor norteamericano de la Universidad de Yale, Derek J. de Solla Price. El Profesor Price, físico e historiador, prospectó en esta obra la teoría, con numerosos apoyos estadísticos, de lo que se llamó la “ciencia de la ciencia”. ¡Qué ocasión malograda para al menos intuir, no solamente los límites entre lo que Price llamó Pequeña Ciencia y Gran Ciencia, sino la consistencia y objeto propios de esta última! Porque, sin duda, todo lo que las ciencias positivas han descubierto, siguiendo el rígido principio capital de que únicamente es verdad aquello que se demuestra, y las tecnologías derivadas de aquéllas han concretado en un sinfín de objetos de utilidad, pese a ser esta suma, no deja por ello de hallarse circunscrito al ámbito de la Pequeña Ciencia. Permanece pendiente el gran hallazgo, el de aquellas verdades que, sin dejar de serlo, no se pueden demostrar. La Gran Ciencia sería aquella que alumbrase esas verdades. 

¿Acaso no puede haber realidades indemostrables? Verdades imposibles de demostrar, pero que no por ello pueden dejar de ser verdades. De hecho, no por desconocidas durante siglos dejaron algunas de serlo. No se convirtieron en verdad, o fueron más verdad a partir de su descubrimiento que cuando se hallaban ocultas. Me dijo un médico neurólogo, hace ya años, que nuestra única esperanza, la de quienes creemos en Dios, era la del camino trazado por la moderna Bio-Neurología, que trataba de demostrar el carácter extra-cerebral del alma. Confieso que me causó una honda impresión, pero tampoco puse en ello mi fe. Ya entonces pensaba que la mayor, las más absoluta, infinita y eterna realidad indemostrable, imposible de ser alcanzada por la Ciencia, es Dios. El argumento es sumamente sencillo: Si Dios pudiera ser inteligible, comprensible y comprendido por el ser humano, explicado en las Universidades como se explican los fenómenos físicos,  las leyes que los rigen y las propiedades de la materia,  ya no podría ser Dios. Esto, lo descubrió ya hace algunos siglos un filósofo, Enmanuel Kant, cuando afirmó que si Dios estuviese patente, el hombre no podría haber sido libre. Y por eso, sólo por eso, para que el hombre pueda ser libre, Dios está latente, pero está. No existe, es cierto, porque tan sólo puede existir el hombre, y ni Él ni las cosas existen, pero es. Y es eternamente, sin tiempo y sin espacio, sin principio ni fin. Algunos seres humanos, no creen en Él. Son libres. Otros, sí creemos, y también  somos hijos de la libertad. A todos nos ha sido dada la luz, la gracia de Dios, en mayor o menor medida. Por ella creo yo, pero también porque quiero creer. Todos, unos y otros, creemos o no creemos porque queremos o porque no queremos creer. Personalmente, no puedo admitir que nadie no crea por causa de la Ciencia, porque se lo impiden las ecuaciones, las conclusiones de Darwin sobre la evolución de las especies o las de Steven Hopking sobre el Bing-Bang y el universo en constante expansión o la formulación matemática de Dirac y von Neumann sobre los estados de un sistema cuántico. 

Yo creo en Jesús de Nazaret, el Enviado del Padre. El Hijo de María, una mujer de mi propia raza, de la que tomó carne humana  -en y de Ella- para ser mi Hermano y que, por amor, tan sólo por eso, padeció la Muerte. Tras ella, gloriosamente resucitó, para que yo pueda resucitar también en el mismo momento de mi propia muerte, y no pasados ni se sabe cuantos siglos  -en "el último día"- hasta que suenen las trompetas en el Valle de Josafat. El tiempo, una de las coordenadas de Einstein, no es nada para Él. Yo lo creo a través y por medio de la Revelación Divina, integrada por la Escritura y por la Tradición apostólica. También  -no lo niego-  porque me lo dijeron mis padres. Lo creo, por último, por mí mismo y porque quiero creerlo. Porque me da la gana, como decimos en España.

Dulce Jesús de mi niñez, Niño como yo era entonces, Redentor de mis hermanos los hombres, hijos tuyos también, ten Misericordia de todos nosotros. ¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!

Luis Madrigal