miércoles, 2 de julio de 2008

LA EDAD


El término edad puede expresar diversos conceptos, aunque, en cierto modo, todos ellos relacionados entre sí, al hallarse aglutinados por un elemento común que es ese misterio del tiempo. A su vez, por tiempo cabe entender muy diversas cosas, incluso nada, o más bien la nada, puesto que, en Física, por ejemplo, el tiempo no existe. Así el plomo, no es más que un uranio degradado que, a fuer del transcurso de miles de millones de años ha perdido sus propiedades esenciales. En términos mucho más simples y vulgares, en lo que se refiere a los seres humanos -y desde luego, no exactamente a los animales, aunque algunos de aquéllos se identifiquen con éstos- la edad no es más, ni menos, que el tiempo transcurrido desde el nacimiento de un individuo hasta un momento dado, cualquiera sea éste, incluso el de su propia muerte. Esto es, RIP a los equis años de edad. “X years old”, dicen los británicos, en una tendencia implícita a identificar la edad, si se quiere la “verdadera edad”, con la vejez, puesto que literalmente, en inglés, “old” en su primera acepción significa viejo. Luego, un niño de dos años, ya es viejo, aunque tan sólo dos años viejo. En todo caso, al margen de los idiomas y sus peculiares construcciones, por razón del tiempo transcurrido, ese mismo sujeto al que la muerte ha convertido existencialmente en nada y esencialmente en todo lo que haya sido capaz de ser, antes ha podido ser un bebé, un niño, un púber, un adolescente, un joven, un adulto de la “mediana edad” o, finalmente, un anciano de la “tercera edad”. Y aquí, en este momento, le espera toda la gloria de haber sido, o toda la miseria de no haber sido nada. No como el plomo, que antes fue uranio, sino esencial y absolutamente nada, aunque haya llegado a ministro, o incluso a futbolista de “la Selección” campeona de Europa. O a cualquier otra cosa de aparentemente sublime entidad, pero entre las muy diversas que se cosifican alrededor de estos sujetos y circunstancias.

A lo largo de cada uno de esos momentos, o etapas de la vida, dominado por una u otra de esas edades, el ser humano -cuando verdaderamente lo es, y no un mero ente antropomórfico, sin inclinación alguna a lo que prescriben las leyes de la imitación y la tendencia hacia las especies vegetal o lanar- ha de vivir su vocación de tal. Es cierto, como nos dice Heidegger, que siempre es “un ser para la muerte”, pero hasta que ésta haga sonar su campana, el ser humano estará empeñado en aquella vocación, en la de ser, y según su capacidad, talento y esfuerzo, irá haciendo crecer las dimensiones de su ser. Mientras no se para -y nadie puede pararle, aunque muchos puedan matarle, de muy diversas formas- se dis-para, y seguirá con ello incrementando su dimensión propiamente humana. Y puede llegar tan lejos, tan lejos, y tan alto tal alto, que incluso puede llegar al fin del mundo y hasta a tocar el mismo cielo con su mano. Como también puede quedarse “enano”, no crecer más, ni ser más que lo que ya es, bien sea ministro, excelente médico, experto fontanero o futbolista de “la Selección”. En ello, se concretará su talla, envergadura y dimensión esencial, porque la “esencia” no es ese perfume que se utiliza en cosmética, sino “lo que es”, a diferencia de “la nada”, que es “lo que no es”.

Naturalmente, para poder llegar a ser, es rigurosamente necesario existir. Por ello, tan sólo existe el hombre, y no las cosas que, simplemente, “están ahí” (es el dasein heideggeriano) pero que nunca podrán ser más, ni menos, de lo que ya son en su consistencia física y metafísica. Uranio y plomo, constituyen cosas distintas, pero nunca han podido ser nada, porque nunca han existido, sino que simplemente “han estado ahí”. Y la existencia, es estrictamente inmanente, se halla sometida a las leyes que rigen la materia, la evolución biológica, los sentidos corporales y los propios instintos animales. Y cuando pasa el tiempo, la vocación transcendente de ser, colisiona, cada vez más brusca y violentamente, con la necesidad inmanente de existir. En ese momento el ser humano parece diseccionarse, escindirse en dos, el del espíritu angélico y celeste que le impulsa a ser y el de la llama del sentido y el instinto que ya no le permite existir. Momento duro por naturaleza el de la lenta desaparición de los sentidos, de la vista, del oído, del tacto… y de cuantas otras contingencias existenciales han sido sede del ser humano en las épocas de más ardiente vitalidad y fortaleza. La ancianidad, que constituye -puede- la plenitud del ser, se alza entonces, sobre sus propias cenizas, sobre los residuos de la propia carne, para recordar al hombre el parentesco más íntimo entre los más sublimes ideales del espíritu y el caduco descenso de las facultades vitales del existir.

Preguntádselo, si no, a estos dos añosos personajes de arriba, que, pese a los novísimos inventos para fijarlas, que anuncia la TV, han confundido sus respectivas dentaduras postizas, y a los que el cruel dibujante ha sometido a semejante sufrimiento. En realidad, no podréis preguntárselo a ellos, pero sí a millares de otros como ellos que todavía andan por la calle. Luis Madrigal.-


No hay comentarios: