miércoles, 8 de abril de 2009

LA HUMILDAD


Hay, muy dentro de nuestro ser humano, tan arraigado a nuestra entraña, un sentimiento que ahoga y mata nuestra propia libertad. Es esa torva pasión egoísta -y falsa- de investirnos, por nuestra propia decisión, en unidad de medida de los actos u opiniones ajenas; en instrumento de destrucción de toda dependencia de nadie; en incapacidad para entender al otro, mirándole de arriba a bajo y despreciándolo, en lo que nos parece la más acusada baja estatura, intelectual, moral, artística… humana. Esta pasión, se llama soberbia, orgullo, es causa y fuente de una tendencia antisocial y, a veces, hasta de envidia, esa estúpida sensación, tan inútil como incómoda. Y, sin duda, ello es así porque el instinto vital humano -el de todo hombre- es singularmente proclive a la defensa de su propio orgullo, el de su propio “yo”, que se aferra sutilmente a todos los pliegues de nuestro ser, hasta a la misma humildad, que es el sentimiento radicalmente contrario, cuando ésta no es todo lo auténtica que ha de ser. El panorama, parece desalentador, porque, si también la misma humildad, puede constituir la más refinada y elegante soberbia, cabe hasta temblar a la hora de interrogarnos acerca de cómo habremos de obrar para ser verdaderamente libres.


Decía Teresa de Ávila, Santa Teresa de Jesús, que “la humildad es la verdad” y, en principio, la verdad que yo percibo, naturalmente, porque “yo” no tengo acceso a “los otros”, y no puedo saber qué verdad perciben ellos. Pero sin duda, este pequeño ámbito de percepción de la verdad, ha de ser ampliado, extraído de mí, desplazado a una esfera en la que “mi verdad” ha de encontrarse con otras “verdades”, para que así, solamente de esta forma, pueda converger en una Verdad absoluta, fuera del tiempo, y para que, tan sólo en esa convergencia, mi “yo” pueda ser libre. Porque también está dicho, con palabras mucho mayores que La Verdad nos hará libres”. La humildad, pues, la verdadera, es la Verdad absoluta, y ésta habita en todos los hombres, capaces de percibirla, aun cuando lo hagan a través de sus respectivas verdades personales, si lo hacen desde la templanza, que es otra virtud natural, entendida, no tanto como control y orden de la sensualidad concupiscente, sino consistente en la generosidad y largueza benevolente, justamente en aquello que se opone a la intemperancia, que embrutece y frena el espíritu hacia la conquista de la fraternidad y solidaridad humanas.


Desde luego, lo que, personalmente, para mí es cuestión radical, es la de que la humildad no es una virtud natural, sino una virtud de marcado origen cristiano. En los orígenes de la Filosofía occidental, dentro de aquella sociedad pagana, que desprecia al humilde y enaltece a los “aristoi” (a los “mejores”, del intelecto, de la política, del arte o de la guerra), ninguno de los dos grandes filósofos, Platón y Aristóteles, descubrieron la virtud de la humildad. Tan sólo, Aristóteles, al distinguir entre el sujeto agente y el paciente, dice que es mejor situarse en la primera de esas posiciones, porque es mejor dar que recibir, ya que el sujeto agente y donante goza de una actitud de superioridad, y por ello habla de una virtud de liberalidad y magnanimidad, que nada tienen que ver con la humildad, sino, sin duda, con lo contrario a ella, porque, si bien es cierto que “es mejor dar que recibir”, la razón no reside en la superioridad del que da, sino en el amor del que recibe, porque recibir es sin duda una de las muestras más puras y generosas de amor. Por ello, sólo, más tarde, los principios de Jesús de Nazaret, resultan diametralmente contrarios a la esencia del paganismo: “El hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir” (Mt. 20, 28). Y por ello, exclamó: “Los reyes de las naciones las tratan con imperio… No habéis de ser así vosotros, antes bien el que quiera ser el mayor entre vosotros, sea el menor y el servidor de todos… Yo estoy en medio de vosotros como un servidor” (Lc. 22, 25-27)


Muchas veces, yo he pretendido seguir ese camino, pero muy pocas lo he conseguido. Quizá hoy mismo, esta misma mañana, gracias a alguien para quien mi gratitud no tendrá límites en lo sucesivo, he descubierto quizá la verdadera humildad y, hasta con su ayuda, y sin duda con la de Dios, he podido ponerla en práctica. Porque este mismo espacio, el que ahora, en este momento, ocupan los párrafos que acabo de escribir, estaba ayer reservado a escribir algo muy diferente, totalmente contrario, y sin duda iracundo, altanero y soberbio. Y, sin embargo, siento ahora la dulzura, no sólo de no escribirlo, sino sobre todo de poder pedir perdón a todos a quienes alguna vez he despreciado, o me he sentido superior frente a ellos. A los que, por razones quizá injustas, no pasaron de los estudios en la escuela primaria, ni alcanzaron nunca el mundo de los saberes académicos; a los que, por idénticas o similares razones -o tal vez no- se refugian en los panteísmos relativistas, o practican esas para mi extrañas filosofías, o hasta teologías orientales, como el Reiki, o “Fuerza Vital Universal”, en las que no creo, en absoluto, aunque tal vez porque las ignoro. Y no se puede despreciar lo que se ignora… Como no se puede despreciar nada, es decir… a nadie. Perdón a los que dicen, muy probablemente influidos por esos vulgares comerciantes de las editoriales, que han sacado a la luz “El Código Da Vinci” (Dan Brown), o “Los hijos del Grial” (Peter Berling) y tantos otros, que Santa María Magdalena era “la esposa de Jesús”… Perdón también, muy especialmente, a quiénes, tras esas creencias, prácticas propias de esotéricos mundos, y otros signos para mi "sospechosos", tal vez, tan sólo lavan probetas en un Laboratorio químico, o simplemente friegan las escaleras…. ¡Perdón... perdón!, no sólo porque todos los trabajos y oficios son igualmente dignos, sino porque, en la igualdad de los hijos de Dios, nadie, y yo mucho menos, puede mirar a nadie “por encima del hombro”, ni tampoco ridiculizar aquello que no entiende. Y gracias, muchas gracias, al gran poeta español, Premio Nobel de Literatura en 1977, Vicente Aleixandre, cuyo texto, desconocido hasta hoy para mí, ha sido la primera clave:


Escribo acaso para los que no me leen. Esa mujer que corre por la calle como si fuera a abrir las puertas de la aurora. O ese viejo que se duerme en el banco de esa plaza chiquita, mientras el sol poniente con amor le toma, le rodea y le deslíe suavemente en sus luces. Para todos los que no me leen, los que no se cuidan de mi, pero de mi se cuidan (aunque me ignoren). Esa niña que al pasar me mira, compañera de mi aventura, viviendo en el mundo. Para todos escribo… Uno a uno, y la muchedumbre. Y para los pechos y para las bocas y para los oídos donde, sin oírme, está mi palabra".


Y, por último, aunque debería ser lo primero, muchas gracias también a quien me ha permitido conocer este bello texto, y a ella misma, porque es una mujer, una magnífica poetisa, a quién en mis “hobbys” infantiles ya he clasificado como una de sus epígonos, por distante se encuentre de la Generación del 27, y pese a que ella prefiera ser “sólo ella misma”. A alguien capaz de escribir también algo muy similar, porque prescinde de todos los conceptos que se encierran en todas las verdades y de la sabiduría trazada:


“Porque me gusta arder en las hogueras de un poema oculto,

ser río encendido, enamorado y nube errante;

golondrina de los sueños perviviendo en los solsticios,

para caer en vertical

como un rayo de sol,

...fusilada en la noche de un baile sin gala;

ser alimento en los delirios de un océano enloquecido,

y después de traspasar todos los límites…

morir con la lágrima rendida a los pies de mi propio amanecer…”


(mj) Que nadie se lo pierda (http://mj-semillas.blogspot.com/)


Gracias, muchas gracias por todo, María José. Luis Madrigal.-


Arriba, "Cristo mirando al Mundo", de Salvador Dalí

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