martes, 18 de septiembre de 2012

PROSA NARRATIVA





ODIO AL ANOCHECER


Desde que era una niña, había oído decir en muchos lugares que el amor era el más maravilloso de los sentimientos y, en alguno de ellos en particular, la mayor y más sublime de las virtudes. Esto último, recordaba ahora al pensarlo, solía decirlo casi cada Domingo el Cura de su pueblo cuando predicaba desde el púlpito, uno de aquellos encumbrados y empingorotados altozanos, con antepecho y tornavoz, de madera tallada con figuras y alegorías de El Antiguo Testamento que, se decía en el pueblo era obra de un tal Guillermo Doncel. Cuando decía lo que decía sobre el amor, el cura sacaba la mano derecha, estirando el brazo, que justamente le parecía apuntaba a ella y a su madre, sentadas juntas en el tercer banco, tras haber propiciado un airoso vuelco de manteo. El manteo, era la capa anteconciliar que vestían los presbíteros, antes del Concilio Vaticano II y aquel cura de pueblo, parece ser, había copiado aquel gesto, casi taurino, de uno de los canónigos de la Catedral de la Diócesis, al que la gente llamaba “pico de oro”, que siempre predicaba en la Misa de una, sin “roquete” o “sobrepelliz”, como solían hacer generalmente los demás curas, sino que habitualmente subía al púlpito con el manteo bajo el brazo, como si se tratase de un capote de paseo, tal vez para poder practicar aquel gesto tan taurino. Más tarde, cuando Pilar fue creciendo, pudo oír también muchas veces a muy diversas personas que eso del amor era muy bonito, pero que generalmente lo que las gentes solían encontrarse por la calle era más bien odio. Y el odio, no era tan bonito como el amor, desde luego, pero resultaba mucho más natural y sobre todo hasta mucho más práctico cuando alguien había propiciado a otro alguna de esas canalladas que los humanos acostumbran a dispensar a sus prójimos, haciéndolo además con suma crueldad. Y lo que ella ahora sentía, mientras giraba de un lado a otro de su cama, sudando copiosamente, mientras un fuego aniquilador ardía dentro de ella hasta abrasarla, no le parecía precisamente amor, sino el odio más atrabiliario que jamás hubiese podido pensar llegaría ella a sentir.

Súbitamente, se lanzó de la cama, con un gesto pavoroso estampado en el rostro, que a ella misma hubiese aterrorizado de haber dispuesto ante sí de un espejo. A grades saltos, casi como una fiera herida, se plantó ante un viejo mueble y, de uno de sus cajones, extrajo un bolígrafo y unas cuartillas. Casi de pie, sin llegar a sentarse cómodamente, Pilar comenzó a escribir:

        “Madre:
       
        Te pido por última vez que me dejes en paz. No me arrepiento en absoluto de haberte llamado puta, delante de todos, porque a lo mejor hasta lo eres, y la verdad no puede hacer daño a nadie. Si yo lo he sido o no, eso no te da derecho a insultar a mis hijos, que al fin y al cabo son tus nietos. Dile a mi hermana “la buena” que si tú vuelves a meterte en mi vida de la forma en que lo hiciste el otro día, no sólo volveré a pegarte, sino que hasta sería capaz de arrastrarte por la calle. No se eligen las hijas, desde luego, tienes razón, pero mucho menos pueden elegirse las madres, y si tú no quieres ser la mía, mucho mejor.

        Lo siento por mi padre, que siempre se ha portado bien conmigo, y ha sido el único que ha podido comprenderme, tan sólo porque ha querido hacerlo, aunque le haya dolido lo que yo haya podido hacer. Por ti, no siento más que desprecio y asco. Eres una arpía y nunca te ha importado nada ni nadie, a no ser únicamente tu egoísmo. No me vengas con monsergas y consejos morales. ¿Acaso no te has dado tú siempre la gran vida a costa de tu pobre marido, explotándolo y haciéndolo trabajar como a un esclavo? Si eso no es prostitución, ¿qué es entonces? Dime de qué virtudes tienes tú que presumir.

        Jamás hubiese vuelto a dirigirme a ti para nada, ni para pedirte un vaso de agua. Pero lo que mi padre acaba de decirme por teléfono, y no me cabe duda alguna de que lo has dicho, eso no te lo perdono. Eres una babosa y una miserable, a quien únicamente deseo ver muerta. Entre tanto, olvídate de mí para siempre, en cualquier caso, pero sobre todo cuida tu lengua viperina y no vuelvas a lanzar más veneno contra mí, porque te juro que sería capaz de arrancártela.

Pilar”


Al día siguiente, especialmente demacrada, pero con un rictus de dureza en el rostro, Pilar me trajo la carta al Despacho, para pedirme que preparase yo su envío con intervención notarial. Leí cuidadosa y enteramente aquella carta y, en el legítimo uso del libre ejercicio profesional, me negué a hacerlo, indicándole se dirigiese a otro Abogado, o directamente al Notario. Siempre había sospechado que el odio cobraba una virulencia especial entre personas ligadas por vínculos de sangre, pero no estaba dispuesto a cooperar en lo más mínimo a reconocerlo. No, nunca, en nombre del amor.

Luis Madrigal

5 comentarios:

Francisca Quintana Vega dijo...

Un relato original y entretenido. Me alegra que siga bien. Mi cordial saludo.

Man dijo...

Tremendo relato amigo leonés. Parece como si lo hubieses vivido en primera persona.
Me alegro de volver a leerte en esta nueva versión en prosa.
Un abrazo

Luis Madrigal Tascón dijo...

¡Dios me libre, querido MAN, de vivir semejante cosa en primera persona! Sí que he podido observar cosas parecidas de cerca y en cabeza ajena. Pero te digo lo que siempre hemos de decir. Hasta ese odio espeluznante aniquilador, puede encontrar remedio mediante la virtud contraria. Un fuerte abrazo, querido Manolo. Luis Madrigal.-

Gracias también a ti, querida Francis. Mi cordial saludo. Luis Madrigal.-

Ángeles dijo...

Hola Luis, desconocía tu blog y me ha encantado tu relato, tiene fuerza y desgarro, y sentimientos.

Me ha encantado su lectura, se nota que tienes a las Musas contigo.

Un abrazo, y que ellas no te abandonen nunca.

Luis Madrigal Tascón dijo...

Muchas gracias, Ángeles, por tu bondadoso elogio. Celebro que te haya gustado. Mi cordial saludo