lunes, 24 de febrero de 2014

MIENTRAS DUERME LA NOCHE



VIVEN MIS ANGUSTIOSOS SUEÑOS

Hace ya bastantes años, tuve yo la osadía de enfrentarme a la lectura de “La interpretación de los sueños”, de Sigmund Freud y, aunque puse en ello gran coraje, no puede entender nada de nada. Por eso, cuando aún no había terminado el segundo volumen  -eran tres-  pude descansar al fin, regalándole la trilogía completa a una excelente estudiante de Psicología, que sin duda podría entender algo, o mucho más que yo. Pese a que llevo ya una larga temporada, padeciendo sueños  -ensoñaciones, como dicen los expertos en la materia-  por cierto nada confortables, no he lamentado en nada mi “generoso” gesto de donación. Los sueños, esas historias que parecen reales mientras dormimos  -o quizá justamente mientras no dormimos de verdad-  en mi caso jamás han sido placenteras, sino siempre abrumadoras, cuando no fantasmagóricamente terroríficas y, según me parece, carecen de toda explicación, por muchas sean las teorías al respecto. Forman parte del misterio de la vida, quiero pensar, y en consecuencia resultan tan indescifrables como la vida misma o, más exactamente, como el misterio mismo en que toda vida humana consiste.

Los sueños que yo vengo padeciendo últimamente, no son especialmente terroríficos, pero sí llenos de angustia interior, por la abstracción de la que todos ellos vienen revistiéndose. Ya no se trata de nada concreto, como cuando, de niño, soñaba que se había muerto mi madre y aquello me sumía en una honda tristeza, que me hacía verter lágrimas de verdad hasta empapar la almohada; o cuando me precipitaba sobre el vacío, desde la calle, con un desnivel de cerca de veinte metros, yendo siempre a parar sobre unos troncos, o sobre una torres de tablas en las que aquéllos se habían convertido tras el corte oportuno, en la serrería de la fábrica de maderas colindante con mi domicilio. Calle de La Sierra, se llamaba entonces, en León, aquella humilde calle de mi niñez, convertida después, cuando yo ya vivía en Madrid, en Calle del Maestro Uriarte. El cambio de nombre, aunque yo ya no vivía allí, me hizo muy feliz, y hasta sentirme presuntuoso, porque el Maestro Uriarte, nada tenía que ver con los aserraderos de madera. Había sido el Maestro de Capilla de la Catedral de León y al mismo tiempo el autor del Himno a la Virgen del Camino, Patrona del Viejo Reino.

Ahora no, los sueños consisten en “nada”, bajo la apariencia de indescifrables representaciones, como todo lo abstracto, sin perro fiero o toro bravo alguno que me persiga mientras mis piernas se encuentran paralizadas, o no alcanzan a desplegar la velocidad suficiente para escapar del peligro. Ya no se trata de eso. Ahora, en mis últimos sueños, soy una especie de sujeto extraviado en muy distintos laberintos, casi mágicos, llenos unas veces de descomunales construcciones, que casi tocan el cielo, tirando a barrocas, aunque no exactamente, sino mucho más “afiligranadas”, que ya hubiese querido don Antonio Gaudí haber soñado en ellas cuando proyectó la Sagrada Familia. Yo, vago sin solución, ni salida posible en estos megalaberintos, supercargados de motivos y sutiles matices, que aparentemente creo conocer o recordar, pero que nunca me permiten encontrar “la salida”, hasta que el sueño desaparece y me palpo a mi mismo. Entonces, recupero la calma, pero no consigo eliminar el sudor de mi frente, que persiste por algún tiempo.

En otras ocasiones, mis sueños llegan a tal extremo que nunca hubiese podido imaginar. Es como “rizar el rizo”. Sueño que estoy soñando, pero sin soñar en nada, lo que, tal vez, a los psicólogos les parecerá imposible, pero yo puedo asegurar que así es. Y este tipo de sueños resultan aún mucho más angustiosos, pese a tener por mi parte la certeza de que lo que me está angustiando, sin ser nada  -sin seña ni rostro-  no es más que un sueño.

Esta última noche, he tenido un sueño, no tan agobiante, pero que sí podría estar emparentado con la realidad más honda de todo ser humano. Tanto, que, al despertar, me ha llevado  -ya totalmente en estado de vigilia-  a las primeras palabras con las que da comienzo el Eclesiastés, el Libro sagrado tal vez de mayor sabiduría, dentro de los libros bíblicos sapienciales, de los que forma parte, y que ahora mismo, mientras escribo esto, tengo a la vista. Este último sueño, exclusivamente en lo relativo al lugar de la acción, alcanzaba una mínima concreción. Yo me encontraba en París, ciudad muy apropiada, quizá la única en el mundo, para representar las más etéreas fantasías que nunca son realidad. A París, se la llama, sobre todo en los prospectos de las agencias de viaje,“la Ciudad de la luz”, cuando siempre que yo he estado en ella, el cielo se encontraba borrascosamente nublado. Si ésta es la ciudad de la luz  -pensé en una de ellas- ¡cómo habría de llamarse a Valencia, a Barcelona o incluso a Madrid…! Necesariamente, si de luz ha de tratarse, la denominación tan sólo podría tener sentido y explicación  -me proponía yo entonces razonar el por qué de tan falsa advocación-  por razón de la “luz eléctrica”, sin perjuicio de la Ilustración y del “siglo de las luces”, al recordar de pronto también, con toda justicia y coherencia, otras luces de mucha mayor luminosidad.

El caso es que allí, en “la bella Parisi”, como también suelen llamarla los italianos, al lado mismo de la controvertida Pirámide del arquitecto chino leoh Ming Pei, en el centro de gravedad del patio del Museo del Louvre, se apiñaba una gigantesca masa humana, de todos los sexos y condiciones. Supuse, sobre la marcha, que también de toda orientación sexual, porque indudablemente allí tenía que concurrir una cantidad proporcional de homosexuales. Seguramente muchos más, tratándose de París. La masa era, muy en general de un color gris plúmbeo, como es el color de todas las masas, con inmisiones cromáticas, a ráfagas, de gris marengo y hasta del negro más lúgubre. También, muy de vez en vez, en la casi infinita distancia, dado el también casi infinito tamaño de la gigantesca mole humana, podían observarse betas azuladas y blanquecinas como la nieve, que serpenteaban entre la inmensa multitud, haciéndose notar desde muy lejos. La ciclópea masa, aunque informe, se movía pesadamente en una tendencia dinámica ascendente, porque cada uno de aquellos seres antropomórficos pretendía subir más alto que los otros, y muchos de ellos utilizaban los codos, clavándolos en los hombros y los costados ajenos para tratar de progresar alzándose a una altura superior a la que ocupaban. Algunos, sin saber por qué, ya casi tocaban el cielo, aunque allí el color de la masa tampoco se confundía precisamente con el del azulado toldo celeste, sin que yo pudiese calcular cual podría ser la altura. Todos o casi todos los humanoides de las capas más bajas, entre los que por desgracia yo mismo me encontraba, entre un aroma no precisamente propio del que destilan las flores, sino más bien fétido y pestilente, tenían la obsesión de contemplarse a si mismos en una especie de espejos mugrientos, plagados de telarañas en las esquinas, atusando su aspecto con una mano -tanto las mujeres como los hombres- y componiendo su figura. Casi ninguno formulaba el menor comentario acerca del aspecto que presentaban los otros, si éstos a su vez no hacían, recíprocamente lo propio respecto a sí mismos, si bien también podía oír yo, a medida que me cruzaba con unos u otros grupos, loables salutaciones, sin duda no sólo falsas sino gratuitas y cínicas, acerca del aspecto de sus acompañantes. En el caminar ascendente sobre una montaña virtual, de inclinadas lomas, casi al modo de un hercúleo y titánico tornillo, por cuyas muescas de miles de kilómetros progresaba lentamente aquella masa, podían verse distintos indicadores ante la ruta a la que conducían. “Los inválidos”; “Los deficientes mentales”; “Los tontos”, etc… Allá arriba, entre luces celestiales, ya a las puertas del empíreo, podía leerse también otro gigantesco cartel: “Los mejores”. ¿Serían aquéllos los “aristoi” de la Grecia clásica, educados por Platón y Aristóteles? Por un momento, tuve la sensación de comenzar a vislumbrar rostros bien conocidos y admirados desde mi niñez, pero no. Allí, en el pináculo de la gloria, tan sólo podían verse gentes más bien espesas y lanares, muchas de las cuales habían llegado a ministros, o a “ministras”, incluso a Presidentes del Gobierno; a académicos de la Lengua o a Premio Cervantes. Incluso, alguno de ellos, a Premio Nobel de Literatura. Yo, seguía entre los de las revueltas ascendentes de muy abajo, hasta el punto de que, de pronto, pude leer, enfrente de mí, ya traspasado el cartel de “los peores”, un terrorífico rótulo indicador: “A las Cloacas de París”. Un sudor muy frío recorrió todo mi ser dormido, y me desperté aterrorizado, de golpe, al tiempo de proferir un dramático grito, casi un alarido como esos que suelen utilizarse para los efectos especiales de las películas de terror. Curiosamente, también de modo simultáneo, toda aquella informe y nebulosa masa, se derrumbaba, desde lo más alto, sepultando incluso la cristalina Pirámide de Pei. Al verme despierto, ya sin sudor y en calma, acudí muy despacio y dentro de un reparador estado de paz a la estantería en la tengo siempre depositado un Libro editado ya hace años en Bilbao por Desclée de Brouwer: “BIBLIA DE JERUSALÉN, Nueva edición revisada y aumentada.  Encontré pronto la página 957, de la edición de 1998, en la que se inserta el Libro del Eclesiastés y pude una vez más, bien despierto, leer sus primeras palabras: “¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad. ¿Qué saca el hombre de toda su fatiga, con que se afana bajo el sol? Una generación va, otra viene; pero la tierra permanece donde está. Sale el sol, se pone el sol; corre hacia su lugar y de allí vuelve a salir. Sopla hacia el sur el viento y gira al norte; gira que te gira el viento, y vuelve el viento a girar. Todos los ríos van al mar y el mar nunca se llena… Todas las cosas cansan. Nadie puede decir que no se cansa el ojo de ver ni el oído de oír…”

Al reflexionar nuevamente sobre estas palabras, mi ser volvió a la relativa alegría de la vida normal, cuando ésta no está sujeta a la esclavitud del dolor más lacerante. Pero sobre todo, a la paz y el sosiego que proporciona el pensar que todo es mentira  -por mucho pueda creerse que esto es un mal-  hasta quizá la misma vida, que no puede tener importancia puesto que conduce a la vejez y concluye con la muerte. La fe en lo que ha de venir después, es lo único que puede mantener verdaderamente vivo y alegre al hombre.

Luis Madrigal





La interpretación musical del vídeo precedente corre a cargo de la Orquesta Sinfónica del Suroeste, Baden Baden, bajo la dirección de Carl Schuricht, publicada en la Colección Classical Plus de Planeta Agostini. Hemos podido escuchar esta versión merced a la inquietud y exquisito gusto musical de "Sinalefa Sinalefa",  a quién desde aquí deseo mostrar mi gratitud.

viernes, 21 de febrero de 2014

UN VIAJE SIN DESTINO



EL CAMINANTE


Cuando Franz Schubert compuso su “Fantasía Wanderer”, tal vez ni él mismo sabía a lo que se estaba refiriendo. Schubert, compuso esta obra por encargo del aristócrata vienés Emmanuel von Liebenberg y su traducción al castellano podría ser “Fantasía del Caminante”. Pero wanderer, a diferencia de FuBgänger, no sólo es el que camina, sino el que camina sin saber exactamente a donde va. Es una especie de “excursionista”, o de viajero del mundo, que busca su propia identidad y a veces hasta la encuentra precisamente allí donde no puede llegar. Es un viajero, no extraviado, alguien que camina hacia ninguna parte, pero que sabe muy bien en el fondo de su alma a donde quiere llegar. Esta famosa composición musical, a la que han dado vida interpretativa dos grandes genios del piano, Sviatoslav Richter y Mauricio Pollini, está tomada de un lied del propio Schubert, si bien la letra del Wanderer es obra del poeta Schmidt von Lübeck. El poema es más denso de lo que el compositor trató, o quiso tratar, musicalmente, porque, parece ser, Schubert fijó su atención restringidamente en unos pocos versos: “El sol me parece aquí frío, la flor marchita, la vida vieja y lo que cuentan ruido y vacío, hueco, soy un extraño en todos los sitios…”

Y, no es de extrañar que, este nostágico lied  finalice con este verso:

Dont, wo du nicht bist, dost ist das Glück

Es decir: Allá abajo, donde tú estás, está la felicidad.

Y tal vez por ello, antes de escuchar las dos versiones pianísticas de la Fantasía Wanderer que he señalado, pueda resultar significativo, y más o menos conmovedor, oír otra especie de fantasía, sin duda mucho menos alemana y a dos voces criollas, que vienen desde la otra parte del mundo, pero que también podrían dar la vuelta sin encontrar jamás lo que buscan.

Luis Madrigal






martes, 18 de febrero de 2014

AUNQUE SE NUBLE EL CIELO




BRILLA EL FUEGO ENTRE NUBES


Gris y más gris, acumulaba el cielo
sin asomar ni un palmo su azul puro.
El paso que camina en suelo duro
quiere alzarse a la nube con anhelo.

Sabe que, más allá de tan gris velo,
la luz arrasa ya todo lo impuro,
como el grano de trigo ya maduro
da a luz el pan, para librar del hielo.

Tendió la vista. Vio allá rojo el fuego…
Calor y luz sintió, también abajo.
¡Dios mío…!  -pensó-  ¿acaso estaba ciego?

Fervor y claridad, sin más trabajo,
podría encontrar  -con fe-  ahora y luego,
sin caminar ya nunca cabizbajo.


Luis Madrigal




viernes, 14 de febrero de 2014

LA MUERTE DE UN ÁRBOL



MORÍA UN ÁRBOL AL CAER LA TARDE


Caía de un balcón la clavellina
a la que el rubio sol roja teñía
para posarse en la mirada fría
de un árbol que expiraba en la colina.

No era un robusto roble, ni una encina,
ni un esbelto ciprés, el que moría.
Era un árbol muy débil… Sonreía
a la tarde, de luz ya mortecina.

Bajo tan secas ramas, su cimiento,
postrado sin vigor bajo aquel suelo
buscaba en su recuerdo polvoriento,

olvidando su suerte, sin consuelo
ni una brizna de amor, ni un solo aliento…
Mas veía, con fe, arriba el cielo.


Luis Madrigal




jueves, 13 de febrero de 2014

EN EL CORAZÓN DEL INVIERNO



ESPERANDO A LA LUZ


Los cigarrales han enmudecido
y la savia riega ahora  -mustia-  el tallo
del hercúleo ciprés que, sin desmayo,
espera alzarse al cielo florecido.

Cuando el rosal suspire, estremecido,
y las rosas saluden al fiel Mayo;
cuando, entre estruendo, puro brille el rayo,
la luz de Primavera habrá venido.

No sabrán los poetas por qué ha sido,
una vez más y mil, siempre a la espera
de la eterna ilusión, como al latido

espera el corazón, era tras era
sin reparar que tiempo que ya ha huido
no será nunca más como antes era.


Luis Madrigal






miércoles, 12 de febrero de 2014

ES BUENO SENTARSE JUNTO A LOS HERMANOS



LOS JUDÍOS, NUESTROS HERMANOS MAYORES


Desde que  -de muy niño-  escuchaba yo las lecturas litúrgicas del Antiguo Testamento, en la vieja iglesia de mi Parroquia, en León, sentía una especie de rechazo, por no decir de repulsión hacia aquel mundo que se reflejaba en las mismas. Los nombres de los personajes, de las ciudades y pueblos, del campo, de los ríos o el mar, y de toda clase de imágenes y metáforas que en ellas se recogían, no tenían nada que ver conmigo, que era un niño de los años cuarenta, tras la horrible Guerra fratricida habida entre mis compatriotas españoles. Nada de lo que me rodeaba entonces  -ni ahora mismo tampoco-  tenía nada que ver con toda aquello. ¡”El Pueblo de Israel…”!. Los israelitas, o simplemente los judíos, que habían salido de la cautividad en Egipto atravesado un árido desierto, y a los que Dios enviaba desde el cielo “el maná”, para que no se muriesen de hambre. ¿Por qué no nos enviaba también algo a los españoles de entonces, que tanto lo necesitábamos?. Nada de esto me parecía normal, porque todas aquellas cosas eran cuestiones muy lejanas a mí, por mucho se pretendiera relacionarlas con la fe en Dios, que aquel buen Párroco, Don Eladio Tejedor Alcántara, trataba de inculcarme. Yo no era judío, expresión esta por cierto que también por entonces, más bien fuera de los templos, se empleaba en el ámbito social y en sentido altamente peyorativo. Más concretamente, para referirse a las personas egoístas, tacañas y, en general, poco recomendables  -casi como el “sacamantecas”, los ogros o “el hombre del saco”-  lo que hacía que la expresión resultase especialmente mal sonante y hasta peligrosa. Cuando alguien quería decir lo peor de otro, tras haberle puesto “pingando”, solía finalizar añadiendo que era “un judío”, por no decir, a veces, un “perro judío”. ¿De dónde y por qué podría producirse aquel hecho, tan real, como yo podía escuchar a cada paso? ¿Cómo aquel Niño Jesús y sobre todo el Hombre que había pronunciado aquel sermón en la Montaña, tan lleno de dulzura, de perdón y sentido de la justicia, podía ser “judío”?. No, eso no podía ser posible.

Claro que, en principio, a mí nadie me decía que Jesús fuese judío, como si tratasen de ocultarlo. Y sólamente, ya casi al final de mi infancia e instrucción catequética, pude cobrar conciencia de ello, paradójicamente para mayor confusión por mi parte. Más tarde comencé a oír hablar, y a leer, que los judíos habían sido expulsados de España, lo que incrementó mi interés por tal cuestión, y pude enterarme también de que grandes personajes de la Historia, como Baruch Spinoza, heredero crítico del cartesianismo y racionalista, y otros muchos, entre ellos el mismo Albert Einstein, eran judíos, o lo habían sido. Judíos  -por referirnos a estos dos últimos-  respectivamente holandés y alemán. Nueva confusión, por mi parte. Resultaba que, además de los judíos españoles, los había también de otras nacionalidades europeas. Y así, progresivamente, hasta enterarme de aquella trágica y criminal historia, llevada a cabo por Adolf Hitler y otros secuaces, todos ellos, como mínimo, miserables dementes. ¡Pobres judíos! ¡Cuánto había sufrido aquel pueblo a lo largo de la Historia…! Y, sobre todo -eso he podido averiguarlo muy últimamente-  ¡cuantas mentiras y perversas calumnias vertidas sobre ellos, al servicio de los más bastardos intereses materiales!

Pero, como diría San Pablo, o Pablo de Tarso (otro “judío, hijo de judíos, de la tribu de Benjamín”), yo ya no soy ningún niño, ni por tanto puedo pensar como piensa un niño, porque ahora que, ya soy hombre  -o trato de serlo-   tengo que pensar, juzgar y obrar como debe ser propio de los hombres. Ello en lo que atañe a todos los judíos en general, pero mucho más aún en lo que respecta a los que fueron, y lo siguen siendo, mis compatriotas españoles, tan españoles como yo mismo, los sefardíes, los que, en tiempo inmemorial, habían llegado a España, a la Sepharad  bíblica, alzando aquí sus tiendas y enraizando generación tras generación, tras prestar transcendentales servicios al Estado y al interés público, hasta el día 31 de Marzo de 1492. Se ha culpado tradicionalmente a los Reyes Católicos de ser los causantes de aquella expulsión, pero los historiadores modernos  -los propios historiadores españoles-  han hecho el esfuerzo de poner las cosas en su sitio, desvelando, entre la hojarasca y el humo de la Historia, y de infinidad de mentiras y calumnias, la pura verdad.

Varias son las cosas que resulta necesario aclarar. En primer lugar que, no fueron Isabel y Fernando, aquellos grandes monarcas, quienes, de repente, casi por arte de magia, encontrasen caprichosamente el motivo, que les moviese un mal día a firmar el Edicto de Granada. Ya el III Concilio de Toledo (en el que, tras condenar y separarse del arrianismo, el Rey Recaredo proclama la Fe católica) reprodujo las conclusiones del de Elvira (celebrado entre los años 300 y 324 y, por tanto, o bien antes de la persecución de Diocleciano o después del Edicto de Milán). Y ya antes de todo ello, había surgido el problema de la convivencia social y política con la comunidad sefardí. Es cierto que, en puridad, la razón era, en principio, genuinamente religiosa: Ellos no podían  -y algunos no querían-  aceptar que el Mesías, hubiese venido ya, mientras los cristianos españoles llevan ya varios siglos adorando a Jesús de Nazareth como el único y verdadero Hijo de Dios, el enviado del Padre. La discrepancia, a su vez, no eran tampoco tan simple y lineal, sino especialmente torcida y sinuosa, acaso intencionadamente por parte de las minorías de uno y otro lados, que, en ningún caso, podía ni puede derivar hacia la culpabilización colectiva de ninguno de aquéllos. Lo teólogos españoles, y antes los latinos, San Agustín por todos ellos, habían percibido y recogido intelectualmente de las propias fuentes bíblicas, de la Torah, que era y es la Ley suprema de Israel,  las declaraciones proféticas esenciales, en virtud de las cuales, en Jesús de Nazaret, un judío, se cumplían todas condiciones atribuidas por la Escritura al Mesías, así como el encargo por su parte de difundir y transmitir su doctrina y su mensaje a todos los gentiles  -a quienes no eran miembros del Pueblo de Israel-  de todas las naciones de la tierra.

Los sefardíes  -y sin duda también la otra gran familia judía centro-europea, los azenakíes-  en cambio, no podían aceptar ni que Jesús de Nazaret pudiese ser el Mesías, ni menos aún que un hombre pudiera ser Dios. Según los teólogos cristianos, y sobre todos los inquisidores, ello era así porque los Rabinos, en las Sinagogas, habían alterado, falsificado, intencional y maliciosamente el Talmud, con la única finalidad de impedir la conversión colectiva de todos los judíos al cristianismo, dando y teniendo a Jesús por el Mesías. Es sabido que el Talmud, no es otra cosa sino una colección de comentarios, y de discusiones o debates acerca de lo escrito en la Ley, la Torah, algo así como, entre nosotros, la Jurisprudencia en relación con la legislación aplicable a un supuesto concreto. Las discusiones y debates, durante todo el periodo que más tarde media entre el Rey Alfonso X y los Reyes Católicos, es más o menos constante tanto en el Reino de Castilla como en el de Aragón, donde se alza la poderosa figura de San Vicente Ferrer, en amparo de los judíos, tratando de que pueda cumplirse la doctrina de San Agustín, consistente en esperar pacientemente que nuestros sefardíes, mediante el ejemplo en la virtud de la caridad por parte de los cristianos, se conviertan y vean a Jesús como el verdadero Mesías, el Salvador a  quien ya no es necesario esperar más, puesto que ya ha llegado desde hace varios siglos.

Pero, es evidente  -y así lo acredita la Historia en sus últimos descubrimientos-  que la máxima virtud cristiana, la del amor, no se produjo hacia aquellos compatriotas que albergaban otras convicciones en lo relativo a su fe en Dios. Es más, podría decirse, con la autoridad que proporcionan las fuentes más modernas, que sucedió lo contrario. Por razón de los más espurios intereses y fines materiales, la mayoría cristiana, especialmente la nobleza y también los reyes, utilizaron a la comunidad judía como simples “ocupantes”, otorgando a los mismos el “permiso de residencia”, a cambio del desempeño de los oficios por otra parte tan despreciados como altamente necesarios, no sólo a fin de sufragar las sucesivas guerras contra el Islam  -muy especialmente la última para la Conquista de Granada-  a través de las aportaciones financieras, algunas veces posiblemente traducidas en préstamos usurarios, pero no así en todas, sin olvidarse de que tal oficio, el de prestamistas, hubieron de desempeñarlo los judíos por prohibírseles, la mayor parte de las veces, ejercer ningún otro.

Mucho menos verdaderas, sino calumniosas, resultan la mayor parte de las acusaciones vertidas sobre nuestros judíos, tanto en el orden temporal como en el propiamente espiritual, siendo absolutamente falso tanto el hecho de profanar hostias consagradas en sus celebraciones, como los de atentar y matar a cristianos en descampados, ni ejercer prácticas satánicas o de brujería. Todo ello, fueron invenciones utilizadas en su contra, fruto de la inquina y del odio, que dieron lugar sucesivamente a crueles matanzas colectivas de judíos, aunque también sea cierto que los propios judíos decidieran “enrocarse” en su situación, puertas adentro de las juderías, practicando los mismos criterios de segregación, racial y religiosa, al margen de los llamados “judíos de Corte”, confortablemente instalados en riquezas y honores.

Pero, de la Sinagoga venimos los cristianos, como venimos de los Salmos y el canto gregoriano de la salmodia judía. Somos discípulos y seguidores de un Judío, el Mesías anunciado por los profetas de Israel, como asimismo hemos recibido la Fe a través, según las distintas partes del mundo, de otros Doce Judíos. Y por ello, como hoy suele decirse, el “gran reto” que a todos debe ocuparnos, no es ya solamente el de la unidad de los cristianos. De todos, tanto de los luteranos y ortodoxos, separados de Roma, como incluso del propio Islam, del que somos “primos hermanos”, a través de Ismael e Isaac y que tiene a “Isa”, el “hijo de Maryam”, como uno de sus Profetas más amados. Pero, además de todo ello, el gran sueño de cuantos creemos en Jesús de Nazaret sería también el del abrazo con nuestros hermanos mayores, los hijos de Israel, que para nosotros se ha transformado en La Iglesia. Y por ello también a mí me gustaría cantar, en torno a una Mesa, la misma canción que el actual Papa de Roma, Francisco, ha entonado hace días con la Comunidad judía en la Ciudad Eterna:

            “Hine ma tov umá naim shébet ajim gam iájadi” La traducción me parece conmovedora:  “¡Qué bueno es que los hermanos se sienten juntos”.


Luis Madrigal




lunes, 10 de febrero de 2014

SUBLIME EJERCICIO



VOLAR AL CIELO


Volaba quieta ayer una paloma
cuyo ahínco era  -azul-  subir al cielo.
Suspiraba, mirando el bajo suelo,
que negro oscurecía tras la loma.

Del sol más puro, áureo reflejo toma
y olvida entre algodón el turbio velo
que le ocultó la luz. Su noble anhelo
es brillar en lo alto… Ya se asoma

al manso y claro empíreo. Ya llega
al reino de la luz… Sin sombra, espera
alcanzar entre aroma el punto omega.

Y lo mismo que el grano da en la era
del fruto su vigor, las alas pliega
para hacer del Invierno Primavera.


Luis Madrigal