EN UNA CALLE
DE MADRID
Caminaba.
Oía pasos, entre ruidos y voces que le asfixiaban al pasar, y que herían cuanto habitaba en la
oscura morada en que las luces cegaban toda luz… Siempre era noche. Caminaba
sorteando amorfos bultos que acumulaban sobre sí sudor y sangre, necia y miserable, de todos los colores y orígenes del mundo. En la infernal
jungla, no se oían trinos, ni sonidos musicales. Sólo, junto al estruendo de
estampida, el piar de los gorriones que, en su huida del aire contaminado y
apestoso, saltaban inquietos sobre las ramas de los árboles, sin
entender ni formar parte de cuanto se arrastraba, llevando consigo un amargo
lastre, de impiedad e inmundicia. Algunas de aquellas pequeñas aves, inocentes, incapaces de sufrir el hediondo hospedaje sobre el que se amparaban de las
miserias de los hombres, emprendían súbitamente el vuelo, hasta desaparecer
entre una nube negra que embadurnaba groseramente el azul del cielo. De pronto,
mientras se llevaba las manos a la cabeza, pudo oír un espeluznante chirrido,
seguido de un horrible estruendo y de un agudo lamento. Una bicicleta,
conducida por un hombre, que circulaba por la acera, tupida de peatones y caminantes, se había
llevado por delante a un viejecito de barba blanca, que ya caminaba
dolorosamente, sin duda por prescripción facultativa, sirviéndose de unas
muletas… ¡Maldita chusma, irredenta y canalla…!, hubiese dicho Friedrich Engels
a su íntimo amigo Karl Marx. ¡Malditos…! Dijo él, mientras siguió caminando con
temor a que le ocurriese otro tanto… ¡Malditos!, volvió a balbucear con
indignación y asco, los que dicen velar por la convivencia en orden y armonía,
promover la creación de la ley y… hacer que se cumpla. Malditos todos ellos,
dije yo también entonces, y vuelvo a decir ahora.
Luis
Madrigal
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