sábado, 12 de abril de 2008

ESA VERDAD MENTIROSA

En todo proceso judicial de carácter penal, ha de tomarse juramento, o promesa, de “decir verdad”. Y, por lo que yo he visto, en algunas películas americanas, “sólo y toda” ella, lo que, para el talante anglosajón, resulta una fórmula mucho más barroca. En la vida ordinaria, todos manifiestan decir la verdad, pero nadie sabe qué es, donde habita, en qué consiste exactamente. Ya Poncio Pilatos preguntó a Jesús. ¿Qué es la verdad?...” Y escribe Saint-Exupéry, que “la verdad no es lo que se demuestra”. Sin duda, el escritor francés, debió verlo desde la sublime altura a la que gustaba volar, donde la verdad pura debe encerrar, por su proximidad al cielo, una realidad sensible totalmente contraria a lo que en la tierra constituye una evidencia rotunda. Ciertamente, cuando la verdad se encuentra subordinada a la percepción subjetiva y, en consecuencia, a la suma de percepciones individuales, su aprehensión no puede ser objeto de verificación “científica”, sino de confrontación o recuento de esa suma de percepciones. En tal caso, la verdad se obtiene por consenso y, consiguientemente, se frustra por disenso. Sin embargo, tampoco esto sucede siempre. En ocasiones, la verdad consensual traspasa con creces el umbral de la apreciación particular, impregnando de luz la conciencia colectiva, pero no con ello se “demuestra”, o no sirve para nada, que ese estado de opinión plural, objetivable y objetivada, sea la verdad. Por tanto, puede acogerse la sospecha de que la verdad es casi siempre un mero hecho, o simple efecto de lo que resulta siendo, cuyos resultados prácticos se nos imponen como un “sobre ti”. Y por ello, parece evidente, que la verdad reside en el poder, y que este último -ya sea el poder político, ya cualquiera otra forma de voluntad imperativa- además de legitimarse en autoridad, cuando así sucede, se convierte siempre en “magisterio”, o interpretación auténtica del verdadero y recto sentido de las cosas. Solamente quién tiene el poder, sabe más que quién no lo tiene y, por tanto, puede “dictar” -casi académicamente- la verdad. Fue Ortega, una vez más, quien descubrió certeramente que la vida “nos es dada”, pero “no hecha” y que, por eso, se convierte en quehacer y, consecuentemente, en programa. Mas, cuando uno y otro se hacen entre sí cada vez más divergentes, el hombre que se había programado ser, resulta completamente distinto al que se termina siendo. Entonces, el ser humano se dilacera, se escinde en dos. Pese a ello, el desdoblamiento antagónico y doloroso de esa única entidad ontológica, a la que todos llamamos familiar y amorosamente “yo”, no llegaría a alcanzar tintes tan dramáticos si el quehacer personal, traducido a dilema íntimo, no hubiera de debatirse, además, entre las dos verdades que, a un mismo tiempo, pugnan excluyentemente entre sí. Mi verdad pura, percibida y compartida con los otros -con una gran mayoría de ellos- y la verdad “homologada” que se establece e impone, aquella que formalmente se predica como dogma y categoría universal, pero que, en la conciencia de todos, y tantas veces, no pasa de ser una mala comedia, o una burda y gratuita patraña, dentro del más repleto compendio de cinismo. Esta poderosa verdad, constituye un insulto al intelecto, y a veces seguida de un “escupitajo”, pero es la única que impone su peso. Quizá es este el llamado “peso de la ley”.

Claro es que, si hablamos de “conciencia”, existen muchas clases de ella, de referirnos a la conciencia moral. Los sumisos servidores de las convenciones formales homologadas, y mucho más aun sus deleznables criados, causan la impresión, en sus manifestaciones, de haber llegado a un estado de conciencia moral que entienden recta, y no laxa o errónea, porque saben muy bien -eso no se olvida nunca- que de la fidelidad inquebrantable a aquellas verdades depende su modus vivendi, generalmente próspero y feliz. Y por ello, hasta inventan “teorías”, esto es, mentiras, para “demostrar”, y lo consiguen, que la verdad oficial es también la verdad lógica. ¡Y hasta la verdad moral!. Mentiras que, en ocasiones inconscientemente, llegan a creerse ellos mismos. A lo largo de mi ya larga vida, he visto y oído de cerca, muy de cerca, a varios individuos de estas características. Los he visto y oído tan de cerca, que he tenido que salir corriendo, muerto de espanto y de asco, para no volver a tener nunca nada que ver con ellos. Siempre ha sido difícil encontrar un hombre que “diga” las cosas en las que cree, pero cada vez será más fácil hallar muchos -legión- que “lleguen a creer” en las cosas que dicen.

Por desgracia, el ser humano no puede vivir tan sólo, románticamente, de verdades puras, sino también, y cada vez más, de monstruosas verdades oficiales. Romanticismo y realismo, llenaron, mitad y mitad, la Literatura del siglo XIX y, si es cierto que los movimientos y corrientes literarios se nutren de las constantes vitales de la sociedad y de la Historia, la del final del siglo que acaba de comenzar, habrá de ser literatura para la que difícilmente podría encontrarse nombre, si antes el mundo no revienta de verdades oficiales. La conclusión, por todo ello, resulta muy triste. No sólo -visto desde la altura- “la verdad no es lo que se demuestra”, sino mucho peor aún: Se demuestra antes, y mucho más fácilmente la mentira, que es casi siempre -a ras de tierra- la única verdad. De ello, desde luego, no queda excluida la llamada “Administración de Justicia”, que debería permanecer permanentemente en huelga, como mal mucho menor. Por lo menos, de esta manera, tantas resoluciones que ignoran, patean y trituran la Ciencia del Derecho, dejarían de habitar en el más torpe seno de la mentira.

Quizá, por todo ello, dijo agradecer sus oraciones, a los que por él rezaban, en los días de su penosa enfermedad, el Profesor Tierno Galván. Porque, como literalmente dijo él mismo “en la economía del Cosmos todo influye y nada se pierde en el orden del espíritu…”. Ciertamente, si fuésemos más aficionados a rezar, como nos proponía desde su orilla aquel honorable agnóstico -pese a haber invitado tan cínicamente a los jóvenes a "colocarse" y estar "al loro"- estallaríamos cada mañana en una oración bien sencilla. Dame hoy fuerzas, Dios mío, para soportar con decoro la “verdad” de este nuevo día. Luis Madrigal.-

LA AVENIDA DE LA INDEPENDENCIA (IV) Segundo antecedente