IX
LIBRANOS,
SEÑOR, DE TODO MAL
¡Cuántos males, Señor...!
¡Cuántos me acechan!... Se
ciernen sobre mí,
agitando en la noche mis
temores.
¿De todos ellos Tú querrás
librarme?
¿De esa horrible jaqueca que yo
tengo,
casi siempre, y del dolor de
espalda?
¿Hasta de esos, que son males
menores
por mucho que molesten y
quebranten?...
No te pido, Señor, me libres de
esos,
ni aún de otros, que son mucho
mayores.
Los sufro, sin dolor, aunque me
duelan.
Con alguna aspirina y un
ungüento
voy paliando los males de este
cuerpo...
Los del alma, Señor, son los que
cuentan
y -en el alma-
también los corporales,
pues alma y cuerpo, que son la
misma cosa,
yuxtapuestas no están, que están
mezclados.
“¡No tengais miedo!”, decía aquel Vicario,
tu Sumo Sacerdote, aquí en la Tierra.. .
Pero él era hombre santo y Santo
Padre;
tenía tu valor, cada mañana,
y lo entregaba a este mundo por
la tarde.
Yo, sólo estoy aquí y él era en Roma;
vestía de blanco puro y yo de
estambre.
Él, era fortaleza. Yo... soy
miedo
y, a mi miedo, gritan todos los
males.
no podría albergar tantos
contrarios.
Miedo a vivir, miedo a dejar de
hacerlo;
miedo al riesgo, a la náusea y a
la angustia;
miedo al placer y miedo al
sufrimiento,
al dolor, a la dicha y al
conflicto;
a estar aquí y allá, sin
fundamento.
Miedo a la enfermedad, miedo a
la muerte;
al ser, a la existencia y... a
la nada.
Ya son tantos mis males, no
podría
pedirte, mi Señor, que me
libraras
de este o aquel, todos al mismo
tiempo...
Y tan solo de un mal quiero me
libres:
Pues, sea pronto, sea tarde -o sea mañana-
de la muerte ni Tú puedes
librarme
(porque quisiste ver la misma
suerte),
si de muerte en la tierra no me
libras...
¡líbrame, Señor,... de eterna
muerte!