TRISTEZA SALUTÍFERA
Muy posiblemente estaré yo equivocado,
o mis reflexiones serán inaceptables en casi todos los sentidos, por no decir
absolutamente en todos. Pero, hace ya algún tiempo, vengo sospechando o
percibiendo que la tristeza es una especie de salvación personal o, como
mínimo, de autodefensa. Al menos, lo es para los “tristes de nacimiento”, como
quizá lo soy yo mismo. En general y en el orden más pragmático, sin duda no es
ningún bien, sino muy posiblemente un mal, aun cuando no se busque de
propósito sino que inevitablemente se encuentre o no sea nada fácil de eludir. Pero, en cualquier caso, me niego a aceptar que necesariamente pueda ser una especie de
masoquismo espiritual. Nada de eso. La tristeza es el único homenaje a lo que
no puede admitir consuelo alguno, pese a que podría ser muy bueno encontrarlo.
Cuando las circunstancias son inexorables, en tantos múltiples sentidos como
ello resulta posible, y el ánimo se encuentra presa de una aflicción tal, incapaz
de refugiarse en el olvido -guarida
siempre de espíritus cobardes- puede
cobrar vigor, por inusitado parezca, mucho más que el intento, frustrado una y
otra vez (el del esfuerzo titánico o la mansa aceptación), el plácido abandono a
la consoladora aflicción. Por paradójico resulte, ello puede constituir un
amparo mucho más eficaz.
Desde luego, desde el punto de vista
moral, y mucho más aún desde el de la moral cristiana, la tristeza no puede ser
exaltada ni objeto de veneración en ningún altar. Antes, más bien, es episodio,
por no decir “síndrome”, objeto de
acusación. No puede haber cristianos “tristes”, según se dice, o he oído decir
yo muchas veces, porque “un santo triste,
es un triste santo”. Parece ser, pues, que todos los que quieran ser
cristianos tienen que ser alegres. Y no sólo eso, sino que ningún apologeta
defenderá la tristeza. San Pablo, la llama “el
pecado de la aflicción mundana”. E, indudablemente, en la perspectiva más
radical y absoluta de la fe cristiana, la de trascender a la muerte, para
encontrar la vida que no perece, resulta contundentemente innegable que esto
tiene que ser así. No puede haber tristeza alguna cuando se tiene la certeza
moral -dado que la certeza metafísica
nunca será posible, en carne mortal- de que el ser humano
puede vivir eternamente y, además, sin pena o dolor algunos, no sólo sin la
menor brizna de eso que aquí llamamos tristeza, sino dentro de una
indescriptible felicidad. ¿Será entonces que se nos olvida semejante maravilla,
o lamentablemente que no estamos tan seguros y ni siquiera podemos vislumbrar esa
certeza relativa? Ya sea con el sentimiento o con la fe, según el orden
supletorio de subsidiariedad tomista que se alega en el “Pange Lingua”. Que Dios nos ampare a todos los tristes, o al menos
eso es lo que yo le pido, porque si es obra de misericordia “consolar al triste”, sin duda la
tristeza debe ser un mal, del mismo rango que el hambre, la sed, la falta de
vestido o de techo, entre tantas otras carencias o desvalimientos que pueden
azotar al hombre. Sin embargo, puede ser relativamente fácil alimentar al
hambriento, dar de beber al sediento o “posada
al peregrino”, pero ¿acaso es posible, de verdad, consolar al triste?
No quisiera yo caer en aquel vicio
medieval de la acidia o acedia, el “daemo meridianus” que asolaba a los
cenobitas de la Tebaida ,
según cuenta Aldous Huxley, justamente cuando el sol se hallaba en lo más alto,
a diferencia de los demás espíritus malignos que aparecían a la caída de la
tarde. Pero, lo que sí es innegable es que la tristeza es uno de los estados
espirituales de mayor belleza. La
Música o la
Poesía pueden dar testimonio. En mi opinión, los poemas
tocados por la llaga de un estado de tristeza cobran una hermosura que no puede
compararse con los que toman por objeto otros sentimientos, incluido el dolor,
que también les presta una gran belleza. Tengo entendido que hace algunos años la BBC inglesa convocó una
especie de concurso público, a fin de determinar cuál podría ser la composición
musical más triste de toda la historia de la Música. Y la que ganó,
la número uno, fue el adagio para cuerdas
-“Adagio for Strings”- de Samuel Barber. ¡Y qué casualidad,
especialmente en lo que atañe a lo que antes decía! En materia de música
sagrada coral, “The Choir of New Collage,
Oxford” utilizó esta misma composición musical para entonar el “Agnus Dei”. ¿En qué podríamos quedar,
pues? Porque, el Cordero de Dios, Cristo Jesús, no sólo es el Bien, sino como
gustaba decir San Francisco de Asís, “…sólo
el bien y todo el bien”. Sin embargo, yo no creo que pueda ser la tristeza
lo que nos separe de Él, sino incluso lo que más nos acerque, mientras
caminamos por este Valle. Eso sí, con la mirada siempre puesta en la Vida , de la que tanto habló
Jesús, mucho más que del alma. Porque
eso del “cuerpo y el alma”, es más
propio, o únicamente propio, del dualismo platónico, y no del Dios en el que
los cristianos decimos creer y esperar, si es que, de verdad, queremos de una
vez por todas, entre otras cosas, dejar de ser creyentes platónicos, para
convertirnos en creyentes cristianos.
Luis Madrigal