lunes, 4 de mayo de 2015

SALUBER TRISTITIA



TRISTEZA SALUTÍFERA

Muy posiblemente estaré yo equivocado, o mis reflexiones serán inaceptables en casi todos los sentidos, por no decir absolutamente en todos. Pero, hace ya algún tiempo, vengo sospechando o percibiendo que la tristeza es una especie de salvación personal o, como mínimo, de autodefensa. Al menos, lo es para los “tristes de nacimiento”, como quizá lo soy yo mismo. En general y en el orden más pragmático, sin duda no es ningún bien, sino muy posiblemente un mal, aun cuando no se busque de propósito sino que inevitablemente se encuentre o no sea nada fácil de eludir. Pero, en cualquier caso, me niego a aceptar que necesariamente pueda ser una especie de masoquismo espiritual. Nada de eso. La tristeza es el único homenaje a lo que no puede admitir consuelo alguno, pese a que podría ser muy bueno encontrarlo. Cuando las circunstancias son inexorables, en tantos múltiples sentidos como ello resulta posible, y el ánimo se encuentra presa de una aflicción tal, incapaz de refugiarse en el olvido  -guarida siempre de espíritus cobardes-  puede cobrar vigor, por inusitado parezca, mucho más que el intento, frustrado una y otra vez (el del esfuerzo titánico o la mansa aceptación), el plácido abandono a la consoladora aflicción. Por paradójico resulte, ello puede constituir un amparo mucho más eficaz.

Desde luego, desde el punto de vista moral, y mucho más aún desde el de la moral cristiana, la tristeza no puede ser exaltada ni objeto de veneración en ningún altar. Antes, más bien, es episodio, por no decir “síndrome”, objeto de acusación. No puede haber cristianos “tristes”, según se dice, o he oído decir yo muchas veces, porque “un santo triste, es un triste santo”. Parece ser, pues, que todos los que quieran ser cristianos tienen que ser alegres. Y no sólo eso, sino que ningún apologeta defenderá la tristeza. San Pablo, la llama “el pecado de la aflicción mundana”. E, indudablemente, en la perspectiva más radical y absoluta de la fe cristiana, la de trascender a la muerte, para encontrar la vida que no perece, resulta contundentemente innegable que esto tiene que ser así. No puede haber tristeza alguna cuando se tiene la certeza moral  -dado que la certeza metafísica nunca será posible, en carne mortal-  de que el ser humano puede vivir eternamente y, además, sin pena o dolor algunos, no sólo sin la menor brizna de eso que aquí llamamos tristeza, sino dentro de una indescriptible felicidad. ¿Será entonces que se nos olvida semejante maravilla, o lamentablemente que no estamos tan seguros y ni siquiera podemos vislumbrar esa certeza relativa? Ya sea con el sentimiento o con la fe, según el orden supletorio de subsidiariedad tomista que se alega en el “Pange Lingua”. Que Dios nos ampare a todos los tristes, o al menos eso es lo que yo le pido, porque si es obra de misericordia “consolar al triste”, sin duda la tristeza debe ser un mal, del mismo rango que el hambre, la sed, la falta de vestido o de techo, entre tantas otras carencias o desvalimientos que pueden azotar al hombre. Sin embargo, puede ser relativamente fácil alimentar al hambriento, dar de beber al sediento o “posada al peregrino”, pero ¿acaso es posible, de verdad, consolar al triste?

No quisiera yo caer en aquel vicio medieval de la acidia o acedia, el “daemo meridianus” que asolaba a los cenobitas de la Tebaida, según cuenta Aldous Huxley, justamente cuando el sol se hallaba en lo más alto, a diferencia de los demás espíritus malignos que aparecían a la caída de la tarde. Pero, lo que sí es innegable es que la tristeza es uno de los estados espirituales de mayor belleza. La Música o la Poesía pueden dar testimonio. En mi opinión, los poemas tocados por la llaga de un estado de tristeza cobran una hermosura que no puede compararse con los que toman por objeto otros sentimientos, incluido el dolor, que también les presta una gran belleza. Tengo entendido que hace algunos años la BBC inglesa convocó una especie de concurso público, a fin de determinar cuál podría ser la composición musical más triste de toda la historia de la Música. Y la que ganó, la número uno, fue el adagio para cuerdas  -“Adagio for Strings”-  de Samuel Barber. ¡Y qué casualidad, especialmente en lo que atañe a lo que antes decía! En materia de música sagrada coral, “The Choir of New Collage, Oxford” utilizó esta misma composición musical para entonar el “Agnus Dei”. ¿En qué podríamos quedar, pues? Porque, el Cordero de Dios, Cristo Jesús, no sólo es el Bien, sino como gustaba decir San Francisco de Asís, “…sólo el bien y todo el bien”. Sin embargo, yo no creo que pueda ser la tristeza lo que nos separe de Él, sino incluso lo que más nos acerque, mientras caminamos por este Valle. Eso sí, con la mirada siempre puesta en la Vida, de la que tanto habló Jesús, mucho más que del alma. Porque eso del “cuerpo y el alma”, es más propio, o únicamente propio, del dualismo platónico, y no del Dios en el que los cristianos decimos creer y esperar, si es que, de verdad, queremos de una vez por todas, entre otras cosas, dejar de ser creyentes platónicos, para convertirnos en creyentes cristianos.

Luis Madrigal