HAY QUE LEERLOS
Un libro,
a diferencia de los viejos volumina,
o rollos, de los romanos, es un
conjunto de hojas de papel paginadas, materialmente unidas y correlativamente
sucesivas, en las que está escrito algo. La escritura, pues, resulta consubstancial
al libro, de tal modo que, sin ella, el libro no puede existir. A lo largo del
tiempo, se ha escrito sobre arcilla, sobre cera, sobre piedra o sobre bronce.
También sobre papiro o pergamino; o sobre placas o láminas de madera, hueso,
piel o marfil y, desde hace ya tiempo, sobre esa substancia material, fabricada
con madera o con restos de telas -con
“trapos viejos- de los que se extrae,
mediante sulfito de calcio, la celulosa de la que se obtiene lo que llamamos papel.
Pero siempre se ha escrito para enseñar, indicar o decir algo y también para
expresar sentimientos o ideas, o incluso con la única finalidad de entretener,
divertir o deleitar, aunque esto último no sea, tal vez, lo más importante.
Los volumina romanos, eran “tiras” o láminas de papiro
o pergamino, que se enrollaban en torno a un eje, generalmente de madera. De
ahí su nombre de “rollos”. La
invención de la imprenta, supuso otras formas de impresión de la escritura,
hasta llegar al libro paginado que hoy conocemos. Y como es bien sabido,
existen y pueden existir infinidad de clases y tipos de libros. Me refiero por
el momento, tan sólo a su estructura material en cuanto a las diversas partes
que lo integran, las páginas, las tapas o cubiertas, las contracubiertas, los
lomos, los cantos, sus dorados o plateados, las cintas salvapáginas… Todo ello,
en unión de los diversos tamaños, formas, tipografía, y mil detalles más, ha
dado lugar no solamente a las llamadas “artes gráficas”, sino al arte de la
encuadernación, arte ya viejo que convierte al libro, materialmente, en un artículo
no sólo casi de “joyería”, sino sobre todo en un producto alimenticio,
comestible. En una especie de “delicatessen”,
mucho más exquisita que las que se exhiben y venden en la correspondiente
sección o planta de “El Corte Inglés” y otros singulares establecimientos de
alta gama comercial alimenticia. Y esto, ya en sí mismo es un placer. El sonido
de las hojas, al pasar con la mano de unas a otras, su crujido y su olor, las
excelencias de una tipografía exquisitamente cuidada, con sus ilustraciones o
grabados si ello ha menester. Todo esto, ya es puro arte.
Pero,
volviendo al principio, esto no es lo esencial de un libro, sino tan sólo lo
accidental, aunque se trate de un hermoso accidente. De un mero objeto corporal
del mundo exterior, aun contingente, capaz por sí mismo de complacer y deleitar
los sentidos. Lo fundamental de un libro es lo que contienen sus páginas, lo
que dice, expresa o enseña. Nadie nace sabiendo nada. El más menesteroso de
todos los animales, es el hombre, el ser humano. Y tan sólo por ello, necesita
aprenderlo todo. Ciertamente que -como
lamentablemente, con cierta barbarie, tantas veces suele decirse- se puede aprender “en la vida”. Sí, se puede
y se debe, porque la vida es la realidad más absoluta a nuestro alcance, sin
más necesidad que vivirla, con prudencia y sosiego. Pero, si tan sólo se
aprendiese de esta manera, me temo que el ser humano no podría añadir ni un
palmo a su condición estrictamente animal. Dice Ortega, que el tigre siempre es
un “primer tigre”, aunque le hayan precedido millones de congéneres. Tiene que
aprender a cazar, para cubrir la primera necesidad, la de alimentarse, y a
resolver por sí mismo, merced a su exclusiva experiencia, todos los problemas y
dificultades que se encierran en el hecho de “ser un tigre”. Pero, el hombre,
no. Nunca es un “primer hombre”, porque tiene a su alcance cuantas
experiencias, descubrimientos y saberes han alcanzado otros hombres que le
precedieron y, tras sí, le legaron sus descubrimientos, sus conocimientos y la
expresión de sus sentimientos y pasiones. Por eso decía Thomas Edison, “si puedo ver tan lejos es porque voy sobre
los hombros de un Gigante”. Ese gigante, es la sociedad humana universal,
capaz de inventar la rueda, la mecánica, la filosofía, la ciencia, la técnica,
el arte, la poesía… Y sobre todo la palabra, ingrediente sin el cual nada de lo
anterior sería posible. Primero la palabra hablada, emitida mediante la emisión
del sonido, de la voz. Después, escrita, para que pueda ser leída y con ello
transmitido todo el saber y el placer que en aquellas manifestaciones se alberga,
mediante ese código maravilloso, casi misterioso, que es el lenguaje.
Ciertamente,
todo ello se puede transmitir, como hizo Aristóteles, de un modo o con arreglo
a un método peripatético, mientras maestro y discípulo pasean juntos,
dialogando. Mucho más, si se hace a la orilla del mar, o en la cumbre de una
montaña mágica, desde la que pueden divisarse las crestas más altas de toda una
cordillera, y allá abajo los valles, llenos de misterio y de vida. Se puede, y
también se debe aprender así, como proponía y practicaba Giner de los Ríos.
Pero… ¡ante todo, están los libros! Porque, todo, absolutamente todo, está en
los libros. Eso sí, para ello, resulta necesario leerlos. No únicamente comprarlos
y, menos aún -lo cual es una
profanación- elegir los del lomo más
adecuado, a juego con la estantería, o incluso con el estampado o textura del
sofá. Hay que leerlos, no solamente para poder saber, o sentir, lo que en ellos
se encierra, sino porque, si la escritura es consubstancial al libro, la
lectura de lo escrito es su última y máxima finalidad. Aunque tan sólo sea por
el respeto que merece quien los ha escrito. Por eso yo, humildemente, hoy, y
para siempre, en su honor, me permito recordar un Soneto que compuse hace ya
algún tiempo:
DULCES
LIBROS, TAN QUERIDOS…
¡Vedlos aquí…! En un oscuro estante…
serenos, sosegados, transparentes,
enamorados, quietos y conscientes
de la verdad que albergan, tan constante.
Tantas veces, de ellos tan distante,
se llevaron su voz sordas corrientes
que, contra ellos, levantaron gentes
sin luz y sin verdad. El ignorante
cree que un libro es mera “teoría”,
papel impreso, tinta que se gasta
inútilmente. Y piensa todavía
-si pensar puede- que la sombra
basta.
Quiere vivir tan sólo en la alegría
del asno que, feliz, paja devasta.
Luis
Madrigal