viernes, 5 de noviembre de 2010

ESPERANZA Y CONSUELO



Voy a comenzar por donde  -aunque fuera de soslayo-  terminé la entrada inmediatamente anterior en este mismo Blog. Tengo cierta impaciencia, antes de que Don Juan Tenorio se baje de los escenarios, para desaparecer hasta el año próximo, y antes asimismo de que se acaben los buñuelos de viento y los huesos de santo, en tratar aquí, aunque muy humildemente, desde luego, de otro de los acontecimientos también propios del tiempo que atravesamos en estos días. Debería decir Acontecimiento, porque me refiero al Libro del Apocalipsis, el último en ser incorporado a la Biblia, tras el Nuevo Testamento, centro de las lecturas litúrgicas en la recientemente celebrada Festividad de Todos los Santos. Es el Apocalipsis, un libro enigmático y tradicionalmente  -si tan sólo se le mira a simple vista-  cargado de terror y, por ello, no sólo antipático, sino hasta repelente. No suele gustar nada su lectura. Y sin embargo, paradójicamente, es todo lo contrario. Es un libro cargado hasta los topes de infinita esperanza y consuelo, frente a todos los sufrimientos de esta vida, tan llena de dolor y cautiverio, una vez se descifran sus muchos enigmas. Enigmas por todos lados y de todas clases: Los números  -el tres, el siete, el cuatro; el seis y el doce… La cifra de 144.000, que tan infantil, miope y burdamente ha sido interpretada, en orden a la salvación de los hombres… Los espacios de tiempo y, en particular, esa “media hora” especialmente significativa… Pero también los colores (blanco, negro, rojo, verde -pálido-amarillento-  púrpura)… Los vestidos y otros símbolos; el Trono; los cuatro vivientes y los veinticuatro ancianos; el Arco Iris y el Mar de Vidrio, el Cordero, los siete cuernos y los siete ojos, la Espada aguda, los Ángeles, uno de los cuales porta un incensario de oro… La Siete Iglesias, los siete espíritus, los siete candelabros y… por último la Bestia y sus adoradores; Babilonia; los Siete Sellos, las Siete Trompetas, las Siete Copas; el juicio divino, el lugar del castigo, el Paraíso-Cielo y el Árbol de la Vida…

Todo esto, y aún algunas cosas o figuras más, son meros símbolos y, todos ellos y fundamentalmente la síntesis de los mismos, como decía anteriormente, constituye una realidad de Esperanza, de liberación de la injusticia y del mal, de la opresión y la cautividad. Porque, debo decirlo ya, la propia palabra “apocalipsis”, no significa terror, ni catastrofismo, sino “revelación”, manifestación de las últimas realidades a las que ha de enfrentarse todo hombre. Naturalmente, es imposible tratar aquí de todo ello, de sus respectivas significaciones verdaderas y, por ello, he de limitarme, restringiéndolos notablemente, a los aspectos o extremos concretos que pudieran ser más esenciales.

Y, en primer término  -antes aún que el de analizar la controvertida autoría del Libro-  es necesario afirmar que el Apocalipsis cristiano, como especie singular, ha de ser considerado dentro de un género literario muy bien perfilado y conocido desde la más remota antigüedad: El género apocalíptico. Esto es, del mismo modo que la épica o la lírica, la poesía, la novela o el teatro, constituyen géneros literarios, la apocalíptica también lo es. Y, como tal, tiene sus características propias y esenciales, del mismo modo que las tienen los cantares de gesta o la lírica provenzal, por poner meros ejemplos. Y, en este sentido la primera precisión ha de ser, por tanto, la de aceptar que, para poder entender la especie, lejos de pretender comprenderla con arreglo a nuestra mentalidad de hoy, a nuestras categorías conceptuales y modos de expresión, es necesario antes tener una idea exacta del género. Es decir, sin entender la apocalíptica, en general (desde la más primitiva no judía, también la judía y, consecuentemente por tanto, la cristiana) no se podrá entender el Libro del Apocalipsis.

Y las características esenciales del género literario apocalíptico, podríamos decir que son dos. En primer término, el dualismo. Toda apocalíptica es esencialmente dualista. No se trata de un dualismo metafísico, con dos principios opuestos, el del bien y el del mal, o cualesquiera otros, sino de un dualismo histórico-ético, de fuerzas, una de las cuales se muestra opresiva, beligerante, persecutora de la otra, haciéndola objeto de destrucción y de sangre. En la prehistoria del mundo judío, ya puede verse la apocalíptica del Antiguo Testamento. El primero y más importante libro apocalíptico veterotestamentario es el de Daniel, escrito durante la revolución macabea, entre el año 165 y el 164. Ezequiel, se mueve en los tiempos duros de la cautividad de Babilonia y también es abundante la literatura apocalíptica de los dos libros de Henoc, el Testamento de los Doce Patriarcas, Los Libros Sibilinos judíos, la Ascensión de Moisés, el libro cuarto de Esdras, la apocalipsis siria de Baruc, el libro de la Guerra de Qumran, y otros. La segunda gran característica, o nota determinante del género apocalíptico es la escatología. Por escatología  -se hace obligado precisar, y más en estos últimos tiempos-  hay que entender, en el sentido más tradicional (de ἔσχατος, último, y -logía ) el conjunto de creencias y doctrinas referentes a la vida de ultratumba. Esto es, de las cosas últimas, del tiempo último, y por ello de la muerte y, con ella, del fin de la era presente y de la vida del mundo futuro, como decimos los cristianos en nuestro Credo. En consecuencia, si se enlazan ambas características, podríamos hablar de un dualismo escatológico. Esto es el Apocalipsis cristiano, y esto, es lo esencial. Frente a ello, todas las demás notas o signos son muy secundarios, tanto los aspectos visionarios, extáticos u oníricos, como la pseudonimia, la angelología y la demonología, el simbolismo animal y numérico o las grandes calamidades y catástrofes, a los que se recurre para presentar frente los acontecimientos adversos de la vida, el triunfo de la esperanza, el bienestar y la paz.

Frente a todo este tipo de iniquidad o de injusticia, el Apocalipsis es profético, aunque resulte difícil separar un género de otro. El Vidente (sea éste quien fuera, o una u otra su identidad) es un profeta. Un profeta que anuncia y celebra su fe, pero la  “historifica”, esto es, la convierte en historia que no es, en algo que nunca ocurrió y, mediante este recurso, anuncia el mensaje salvador a los hombres de su tiempo, para convertirlo en esperanza y consuelo. Y, desde este punto de vista, las experiencias del Vidente no pueden ser más sombrías ni sobrecogedoras, porque cuando escribe ya se ha hecho absoluto el poder imperial romano hasta llegar a la divinización de sus emperadores (Calígula, Nerón, Domiciano) y, con las cruentas persecuciones a los cristianos, el enfrentamiento dualista ha producido miles de mártires, porque las ideas del Imperio y la fe cristiana se han hecho incompatibles. Y, por todo ello, el Apocalipsis es un libro de consolación, que era leído en las celebraciones litúrgicas del tiempo en que se escribió, porque también en él se hacen presentes los cánticos de alabanza. El lenguaje “catastrofista”, se explica, pues, por los acontecimientos realmente históricos, ante una experiencia trágica de persecución e intolerancia, frente a la fe cristiana, pero, al contrario del Libo de Daniel (Dn 12, 4), en el que se impone el silencio, el propio Cristo ordena al Vidente que “no mantenga en secreto las palabras proféticas de este libro”  (Ap 22, 10).  Está por tanto muy clara la finalidad: Tales palabras deben convertirse en consuelo y esperanza, al revelar la presencia del tiempo último en Cristo Jesús. Por ello, además de un Libro escrito para unas circunstancias concretas, el Apocalipsis es también para nuestro tiempo, para toda circunstancia y adversidad sobre la tierra, y por lo tanto nunca motivo de terror, sino causa de verdadera alegría, máxime considerando que, además de revelación de cosas ocultas a los hombres, tan sólo conocidas por Dios, fundamentalmente tales cosas son las futuras y, muy en particular las ἔσχατοv, o cosas últimas.

En segundo lugar  -y por último-  (aunque ello pueda parecer anecdótico) no quisiera perder la oportunidad de referirme a la autoría del Apocalipsis. Muy posiblemente, desde un principio condujeron al error, las propias palabras que pueden leerse al comienzo del Libro: “Yo, Juan, vuestro hermano… me encontraba en la isla llamada Patmos…” (Ap 1, 1, 9). Ello hizo que, tradicionalmente (y aún hoy mismo llama la atención cómo, en algunas homilías, algunos oficiantes continúan haciéndolo) se haya atribuido el Apocalipsis al Apóstol San Juan, el Evangelista, el discípulo amado del Señor. Pero, tal atribución, parece ser, se encuentra fuera de toda posibilidad. Previamente, quiero distinguir entre anonimia, fenómeno que se produce cuando una obra carece del nombre de su autor, y pseudonimia, lo que sucede cuando, expresándose en la misma el autor de la obra, el nombre de éste es falso. Y decíamos que, en el género apocalíptico, la pseudonimia, si bien no esencial, era una de sus notas accesorias, porque los apocalípticos judíos no se atrevían a dar sus propios nombres, escondiéndose bajo el de personajes del pasado, como Abraham, Moisés, Elías o Daniel. Pero el Apocalipsis, aparentemente, no es ninguna de las dos cosas. En principio no puede considerarse estrictamente anónimo, puesto que en el mismo Texto se dice quien lo escribe: un hombre llamado Juan. Y tampoco  pudiera haber razones para pensar que tal nombre sea falso. El Apocalipsis no es pseudónimo porque el autor utiliza su nombre (1, 1.4.9; 22, 8), sin emplear ninguna máscara para esconderse bajo ella. Sin embargo, el intento de identificar al Vidente apocalíptico con Juan el Zebedeo, pretendido autor, a su vez, del llamado Cuarto Evangelio, y pese a que se le supone también habitar en la isla de Patmos y haber llegado a una avanzadísima edad, todo ello parece ser carece de fundamento riguroso y exacto.

En primer lugar, no puede olvidarse que ya el Cuarto Evangelio, hubo de sufrir un largo y complejo proceso, literario y teológico para poder adquirir la forma en la que nos ha llegado, tras excluir la  posibilidad de un único autor en su redacción. Y la conclusión fue la de que Juan el Zebedeo no fue el principal. Es muy posible que el autor del Cuarto Evangelio y el del Apocalipsis tuvieran el mismo maestro, lo que explicaría sus coincidencias. Pero, sobre todo la exclusión de Juan el Zebedeo como autor del Apocalipsis cuenta con otras razones muy serias. Una de ellas, es que al menos los capítulos 13 y 17, fueron escritos en tiempos de Domiciano  (año 81-96) o incluso después, entre Julio del año 97 y principios del 98, según H. Kraft. Si Juan el Zebedeo hubiese vivido por entonces, hubiese tenido más de ochenta años de edad, que no parece la apropiada para escribir sobre tal género, sumamente complejo. Por otra parte, parecen ser también pura leyenda, tanto su extraordinaria longevidad como su muerte en tiempos del Emperador Trajano, también según el propio Kraft, y Ringgren y Schütz. Asimismo, cuando se escribe el Evangelio de San Marcos (entre el 64 y el 70) y el pasaje contemplado en 10, 39, los Zebedeos (Santiago y Juan) habían sufrido ya el martirio, y a ello se une el testimonio de Papias, que afirma la muerte causada por los judíos a los dos hijos del Zebedeo. Según se afirma en los Hechos de los Apóstoles (Hch, 12, 1 y 2) la muerte de Santiago se produjo el año 44, y aunque mayor que su hermano Juan, resulta excesivamente dilatado admitir que Juan pudiese estar vivo entre los años 81 a 96, o incluso más tarde. Por último, el gnóstico Heracleon (citado por San Clemente de Alejandría, en la tercera parte de su Trilogía, Stromata o “Misceláneas”), enumera a los apóstoles que no sufrieron el martirio y su total silencio sobre los Zebedeos obliga a pensar que ambos fueron martirizados. Os deseo a todos, queridos amigos, sobre a todo a mis hermanos en la fe, una apacible y alegre lectura del Apocalipsis, porque es Evangelio y está lleno de Esperanza. Luis Madrigal.-