LA LACRA DE EL NIHILISMO
Sobre lo que se ha llamado “nihilismo”, la literatura no es muy
abundante, ni menos aún precisa. Mucho menos, por ejemplo, que sucede con el determinismo, de cuyo concepto
filosófico yo mismo tuve el descaro de ocuparme una vez, en este mismo humilde
Blog. Tal vez eso, a su vez, es así, por cuanto aquel concepto no se encuentra
sistemáticamente encuadrado en los tratados clásicos, con las excepciones que
aquí trataré de exponer sintéticamente.
El nihilismo, más que una
construcción, tendencia u orientación filosófica, es una simple “actitud vital”,
también de este carácter, o aún más, si hemos de distinguir entre la ciencia de
la Filosofía y el filosofar. Ya pueda considerarse o ser entendido como
doctrina filosófica, como un mero movimiento, o como una práctica, el término “nihilismo” proviene del latín “nihil”
(nada) y su afirmación esencial es la de que la existencia humana -en consecuencia, el nihilismo prescinde por
completo de la esencia- carece de todo
significado y hasta de todo valor superior. Los efectos de tal tipo de
pensamiento o de actitud, pueden ser terroríficos, puesto que, en lógica
consecuencia, y según se postula, desde que es instalado en el existir, al ser
humano no le es posible “creer” en nada, ni tratar de observar ninguna conducta
ética, y menos aún solidaria, puesto que, según algunos de los postulados
nihilistas, el ser humano tan sólo puede quererse única y exclusivamente a sí
mismo. El hombre carece de toda capacidad de querer a otro, por lo que cuanto se
predica en sentido contrario resulta una mera utopía, un imposible absoluto.
Con ello, ser nihilista es afirmar
que nada, ningún concepto o valor esencial, de contenido moral, tiene una
explicación que pueda ser probada y, en consecuencia, ser nihilista equivale
también a negar todo cuanto pretenda
significar un valor axiológico, o moral. En este sentido, el nihilismo, no sólo
es una conducta proveniente de un pensamiento ateo, sino también un pensamiento radicalmente
contrario al historicismo, a la dialéctica de la historia de orientación marxista,
aunque no al devenir hegeliano del ser, sin que ello implique tampoco ninguna
finalidad de orden superior, puesto que la existencia,
por propia definición, no debe tomar por objeto, nada de lo que “no existe”.
Esto abre el camino al vitalismo más placentero, restringiendo el dolor a lo
estrictamente circunstancial, y por ello no caben ningún tipo de mártires ni de
héroes dentro del pensamiento nihilista, al alentar éste la negación de todo
dogma. Cierto que -cabe entender más que
lógicamente- para eludir la acusación de instrumento de auto-destrucción que
pesa sobre este tipo tan oscuro de pensamiento, y que no albergaría otro fin
para la Humanidad sino el del “suicidio colectivo”, algunos nihilistas conceptuales
han defendido, o más bien propuesto, la posibilidad del llamado “nihilismo positivo”, abierto a
opciones y tendencias vitales que en
ningún caso han llegado a determinar y concretar. Con lo cual el dramático
problema de existir para no poder nunca
ser nada, o mejor dicho, para ser
únicamente eso -nada- por el mero hecho de existir, continúa sin
resolverse.
Se ha pretendido tan extremada antigüedad del
nihilismo, que hasta ha llegado a atribuirse a un sofista pre-socrático, Gorgias, para quien, paradójicamente, ni la propia idea de "nihilismo" puede cobrar sentido alguno, por sostener el más absoluto de todos ellos, lo cual la reduce al absurdo, generando su propia imposibilidad. Tal es así puesto que Gorgias piensa que "nada existe"; si existiese, no podría ser conocido y, de poder conocerse, no podría comunicarse, esto es, no podría ser comunicado. Esto, como filosofía, evidentemente no parece nada serio, por
totalmente inconsistente. Tal vez por ello, ha llegado a afirmarse también que
el nihilismo tiene su origen, nada menos que en el Eclesiastés, uno de los
libros sapienciales del Antiguo Testamento, que, ciertamente como otros de su
mismo género -el de Job, entre ellos-
parecen hacer fluctuar el pensamiento bíblico hasta corregirse a sí mismo,
causando la impresión en el lector de que los valores más sublimes -el amor, la justicia, la verdad, la paciencia- y hasta la vida misma carece de sentido, sin constituir
más que una serie de actos incoherentes y de acontecimientos sin importancia,
todos los cuales concluyen con la vejez y con la muerte. Pero esto no es
nihilismo, ni mucho menos, sino radicalmente todo lo contrario. Es vitalismo. La lección que verdaderamente
deja el Eclesiastés es la de que, cuando todo lo que se vive es puesto al
servicio de la vanidad humana (que
constituye el leitmotiv del
libro sagrado, de principio a fin (1, 2 y 12, 8), entonces, sí, la vida carece de sentido. Ciertamente,
tanto a Cohélet como a Job, tan sólo puede dárseles una respuesta escatológica,
de ultratumba, pero a todo hombre, incluso a los que piensan o creen únicamente
en la vida terrenal, se les ofrece siempre un sentido vital, sobre la tierra
que pisamos, fundado en la ilusión y la esperanza puramente humanas.
Por último, también se ha pretendido atribuir la concepción nihilista de la existencia al gran filósofo existencialista alemán Martin Heidegger lo cual es también por completo impreciso y rigurosamente falso. Es verdad que Heidegger es un filósofo existencialista, procedente de la fenomenología de Husler, pero, si se ahonda en el pensamiento heideggeriano más profundo, se concluirá que Heidegger, paradójicamente, casi es un “esencialista”, si bien se ocupe de determinar filosóficamente en qué consiste el existir. Y esto último, para el gran filósofo de Friburgo, consiste precisamente en ser, en llegar a ello en la totalidad de lo que su propia esencia puede representar para cada ser humano, en función de sus capacidades y de su libre voluntad y esfuerzo.
Por último, también se ha pretendido atribuir la concepción nihilista de la existencia al gran filósofo existencialista alemán Martin Heidegger lo cual es también por completo impreciso y rigurosamente falso. Es verdad que Heidegger es un filósofo existencialista, procedente de la fenomenología de Husler, pero, si se ahonda en el pensamiento heideggeriano más profundo, se concluirá que Heidegger, paradójicamente, casi es un “esencialista”, si bien se ocupe de determinar filosóficamente en qué consiste el existir. Y esto último, para el gran filósofo de Friburgo, consiste precisamente en ser, en llegar a ello en la totalidad de lo que su propia esencia puede representar para cada ser humano, en función de sus capacidades y de su libre voluntad y esfuerzo.
No puede caber duda alguna de que fue el ateísmo
más radical, el más negro y corrosivo, el de Friedrich Nietzsche, el que,
partiendo de la idea de “la muerte de
Dios”, alumbró la teoría nihilista, propugnando que la vida terrenal carece
de todo sentido. Nietzsche describió el cristianismo como una religión
nihilista porque evadía el desafío de encontrar sentido a la vida terrenal, y
que en vez de eso creaba una proyección espiritual donde la mortalidad y el
sufrimiento eran transcendidos. Nietzsche cree que el nihilismo es un resultado
de la muerte de Dios, lo que apareja o conduce a la consecuencia de la
destrucción de todos los valores, por caducos y sin sentido alguno. Con ello,
el nihilismo encuentra una fuerte base de entronque con el simple y mero
ateísmo.
También
es verdad que, en el campo de la propia Teología -y de la Teología cristiana- se ha desarrollado la idea de “la muerte de Dios”. Casi todos los
teólogos de esta corriente, han sido protestantes, o luteranos, desde el
iniciador de la misma, el estadounidense William Hamilton que se dio a conocer
en el artículo publicado en el New York
Times, titulado “Los nuevos teólogos
conciben un cristianismo sin Dios”. Este crucial artículo se publicó el día
17 de Octubre del año 1965, y la muerte de Hamilton se ha producido muy
recientemente. Esta teología de un cristianismo sin Dios, fue acogida también,
tras Hamilton, por los también norteamericanos y protestantes Paul Matthews van
Buren y Thomas Jonathan Jackson Altizer, y por el francés Gabriel Vahanian abriendo
con ello el camino hacia una Teología inmanentista, esto es, no transcendente;
a una Teología sin Dios, que limita el cristianismo a una
mera ética de actitudes. Desgraciadamente, esta orientación, si bien
protestante, no ha dejado de extenderse al ámbito católico universal, si no en
cuanto a autores que la postulen, sí en la enseñanza en Institutos y
Universidades y sobre todo, presente en la práctica pastoral de no escasos
sacerdotes defensores de lo que se llamó “el
éxito post-conciliar”, tras el Vaticano II, causando con ello un notable
daño a la recta doctrina de la fe, el consiguiente escándalo y un no escaso
número de “víctimas”, entre los hijos espirituales de Hamilton. No obstante, no es nada singular, ni debe
mirarse con malos ojos, que los teólogos de referencia sean protestantes,
porque también Bultmann
y Pannenberg lo son, al propio tiempo que compatibles en muchas de sus matizaciones
con los puntos de vista teológicos del catolicismo.
Afortunadamente,
otro teólogo católico, alemán y Profesor en Freising, Bonn, Münster y Tübingen,
llamado Joseph Ratzinger, en 1968, tres años más tarde de la aparición en el New York Times de aquel diabólico
artículo de Hamilton, afirmó con contundencia que no se es ni se comienza a ser
cristiano en virtud de ninguna decisión ética, ni de ninguna idea, ni menos aún
por el encuentro con la materia -porque
la materia es un ser que si bien ciertamente es, no puede comprenderse por sí mismo, no se autocomprende- sino por el encuentro del hombre con el Logos, que no es otra cosa sino el
pensamiento y comprensión precedentes a
y de la propia materia y que no es
ninguna idea, sino una Persona. Una Persona, que no sólo piensa sino que
también ama, y por eso crea. Y que nos ha amado a todos, y a todo lo creado, hasta el fin.
Luis MADRIGAL
A mi nueva amiga
la religiosa dominica (O.P.) Sor. Cecilia Codina Masach,
que tan amablemente vino a este humilde lugar,
con el deseo de que haya podido conocerme.
¡O Spem miram!