Hoy, es Corpus Christi. Y quizá porque ese “siempre habrá pobres entre vosotros”, ha sido definitivamente entendido en el sentido menos incómodo, desde hace ya bastantes años –muchos- se celebra en España, en esta festividad, el “Día Nacional de Caridad”, que promueve Cáritas Española. Ahora ya no es "nacional", claro, le han quitado este adjetivo, seguramente por superfluo o contradictorio. En cualquier caso, es uno de tantos “días”, alojados en el calendario para tratar de justificar lo injustificable, en la seguridad de que, lo que pretende erradicarse, continuará año tras año. Es lo natural. Si se acabasen los pobres, con ellos se acabarían las marquesas y las damas benefactoras; los roperos parroquiales y las campañas de cuestación económica. Todas ellas, ésta de la que hablo, la de Navidad, y todas las demás juntas. Pero, no, los motivos de las mismas, están garantizados, al estarlo la causa.
En cualquier caso, el eslogan del “día”, tiene que navegar no sólo contra la corriente de la naturaleza humana, sino contra una de las muestras más reiteradas, y más falsas, del estúpido manual español de dichos y refranes: “La caridad -eso sí, bien entendida- empieza por uno mismo”. Y sin embargo, tan cínica afirmación, constituye síntoma evidente de egoísmo, que es todo lo contrario al amor, por lo que resulta imposible entenderla de ningún otro modo. La caridad, es una virtud de alteridad y, por ello, ha de comenzar necesaria y esencialmente por un “alter”, por “los otros”, por quienes no son “yo” y por tanto se encuentran “fuera de mí”. Lo que sucede es que, tal virtud, no puede edificarse sobre el aire, sino sobre firmes y sólidos cimientos y, uno de ellos, sin duda el fundamental, es el de la justicia. Ésta, sí ha de alcanzar primero a uno mismo. En primer lugar, porque nadie puede ser justo con los demás, si es injusto consigo, merced a la injusticia autoinflingida. Ello repugna a toda filosofía moral y, además, resulta inútil o quizá imposible, tanto, no ya como echar agua al vino -porque esto si que es posible- sino más bien, como tratar de hacer la luz con tinieblas. La justicia, es una virtud “concéntrica”; su espacio se ensancha siempre, poco o mucho, tan sólo en virtud del centro que es el propio justo. Y, en segundo término, porque, efectivamente, hay algunos pobres que lo son tan sólo por haber pretendido antes, desordenadamente, ser “ricos”, sin la menor disciplina en la administración de sus recursos, en contraposición a quienes han hecho de su vida una carrera de prudencia y austeridad. Y no sería justo, en tales casos, ser “caritativo” con tales gentes, no podría ser.
Por lo tanto, es la justicia, y no la caridad, la que comienza por uno mismo. No se ha querido entender bien esto, e incluso hasta puede que se haya cultivado la falta de entendimiento. Pero, la caridad sigue un proceso inverso. El acto de amar -salvo egocéntrico y enfermizo narcisismo- no puede ser ontológicamente reflexivo, aunque lo sea, gramaticalmente, el verbo que expresa la acción. Ni aún el más primario y rudimentario grado de caridad podría expresarse en la forma tradicional -“amar a los demás como a mí mismo”- sencillamente porque yo puedo “amarme” muy mal, pero que muy mal. Habría que amar a los otros, y como mínimo, nada menos que “como Dios los ama”, y ni aun así podría alcanzarse la última y radical morada del amor. Porque el Amor, no sólo ama, sino que “se ama”. He aquí la cota suprema: Amar a los otros, “como el Amor se ama”, lo que implica la necesidad, no sólo de amar, sino de esforzarse en ser amado.
Cuando se ama así, de este modo, ciertamente es que ya se está fuera de este mundo -aún encontrándose en él- pero quizá sólo entonces la caridad viene a converger y hasta a identificarse con la justicia, porque la frontera de la justicia, es el amor. Y, hallarse “en la frontera”, no quiere decir no cruzarla, invadiendo el campo colindante. El amor “no se alegra con la injusticia, sino que se complace en la verdad”, pero sin contradicción, y al mismo tiempo, “todo lo excusa, todo lo cree, todo lo tolera…” Es cierto que no podemos renunciar a la justicia. El propio San Pablo, que cobra su más hermosa elocuencia al predicar el carisma del amor, reclamaba con energía su condición de ciudadano romano, exigía su derecho, “lo suyo”, y con ello la justicia que se debía a sí mismo.
La injusticia, tarde o temprano, a todos nos llega y avasalla. Altanera y despóticamente, unas veces; quizá solapadamente, otras. Torpemente siempre. No por ello debe ser llegada la hora del odio, de la venganza ni de la ira, sino la de la aceptación y el perdón, que es la forma más exquisita y pura de amor, aunque sea también la hora del llanto. Esto, es lo menos que puede concederse al corazón humano… Pero, no del llanto que inspiró, al antiguo oráculo de las Sibilas, la “fiera lid del Termodonte”, lleno de sangre y de cadáveres, según recoge Plutarco, sino el llanto de las Bienaventuranzas: “Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados… Los que padecen persecución por la justicia, porque suyo es el Reino de los Cielos…” Aunque pierdan para siempre el de la tierra. Lo propio de los vencidos, es llorar. Pero también dice Plutarco que, “si el vencido llora, el vencedor perece”. Desdichados, por ello, quiénes hayan de hacerse perdonar. Los que provoquen lágrimas. Los que nunca renuncian a tener y poseer lo que, por derecho propio, pertenece a otros. Y algunas veces, a todos. Podrá ser así un día y mil, en la sede de la iniquidad, donde reine quién reine y gobierne quién gobierne , siempre prevalece el desorden, la desigualdad, el egoísmo y la canallada, la arbitrariedad y el caos… Sobre todo cuando “gobiernan” los menesterosos y harapientos, de espíritu y de intelecto, que dicen hacerlo para quebrar la desigualdad de la injusticia, pero sin ocuparse de otra cosa sino de su deshonesta comodidad y enriquecimiento -para eso sí que son muy listos- en los que incurren por revancha y casi por propia naturaleza. Sin embargo, en el Reino de la Justicia -cuando llegue el fin y desaparezca todo lo que es imperfecto- los vencedores serán los vencidos, y los vencidos los vencedores. Mientras tanto, hijos de la luz y del espíritu, paciencia… Algunos, reciben en potencia el signo del amor. Pero la justicia, no es una virtud teologal, sino moral, y su sentido se halla grabado a fuego en la conciencia de cada hombre, como partícipe racional -aunque se niegue a admitirlo- de la eterna Ley. Mas, de entre todos, sólo unos pocos, los que lloran y son perseguidos, luchan todos los días por ella. Luis Madrigal.-
En cualquier caso, el eslogan del “día”, tiene que navegar no sólo contra la corriente de la naturaleza humana, sino contra una de las muestras más reiteradas, y más falsas, del estúpido manual español de dichos y refranes: “La caridad -eso sí, bien entendida- empieza por uno mismo”. Y sin embargo, tan cínica afirmación, constituye síntoma evidente de egoísmo, que es todo lo contrario al amor, por lo que resulta imposible entenderla de ningún otro modo. La caridad, es una virtud de alteridad y, por ello, ha de comenzar necesaria y esencialmente por un “alter”, por “los otros”, por quienes no son “yo” y por tanto se encuentran “fuera de mí”. Lo que sucede es que, tal virtud, no puede edificarse sobre el aire, sino sobre firmes y sólidos cimientos y, uno de ellos, sin duda el fundamental, es el de la justicia. Ésta, sí ha de alcanzar primero a uno mismo. En primer lugar, porque nadie puede ser justo con los demás, si es injusto consigo, merced a la injusticia autoinflingida. Ello repugna a toda filosofía moral y, además, resulta inútil o quizá imposible, tanto, no ya como echar agua al vino -porque esto si que es posible- sino más bien, como tratar de hacer la luz con tinieblas. La justicia, es una virtud “concéntrica”; su espacio se ensancha siempre, poco o mucho, tan sólo en virtud del centro que es el propio justo. Y, en segundo término, porque, efectivamente, hay algunos pobres que lo son tan sólo por haber pretendido antes, desordenadamente, ser “ricos”, sin la menor disciplina en la administración de sus recursos, en contraposición a quienes han hecho de su vida una carrera de prudencia y austeridad. Y no sería justo, en tales casos, ser “caritativo” con tales gentes, no podría ser.
Por lo tanto, es la justicia, y no la caridad, la que comienza por uno mismo. No se ha querido entender bien esto, e incluso hasta puede que se haya cultivado la falta de entendimiento. Pero, la caridad sigue un proceso inverso. El acto de amar -salvo egocéntrico y enfermizo narcisismo- no puede ser ontológicamente reflexivo, aunque lo sea, gramaticalmente, el verbo que expresa la acción. Ni aún el más primario y rudimentario grado de caridad podría expresarse en la forma tradicional -“amar a los demás como a mí mismo”- sencillamente porque yo puedo “amarme” muy mal, pero que muy mal. Habría que amar a los otros, y como mínimo, nada menos que “como Dios los ama”, y ni aun así podría alcanzarse la última y radical morada del amor. Porque el Amor, no sólo ama, sino que “se ama”. He aquí la cota suprema: Amar a los otros, “como el Amor se ama”, lo que implica la necesidad, no sólo de amar, sino de esforzarse en ser amado.
Cuando se ama así, de este modo, ciertamente es que ya se está fuera de este mundo -aún encontrándose en él- pero quizá sólo entonces la caridad viene a converger y hasta a identificarse con la justicia, porque la frontera de la justicia, es el amor. Y, hallarse “en la frontera”, no quiere decir no cruzarla, invadiendo el campo colindante. El amor “no se alegra con la injusticia, sino que se complace en la verdad”, pero sin contradicción, y al mismo tiempo, “todo lo excusa, todo lo cree, todo lo tolera…” Es cierto que no podemos renunciar a la justicia. El propio San Pablo, que cobra su más hermosa elocuencia al predicar el carisma del amor, reclamaba con energía su condición de ciudadano romano, exigía su derecho, “lo suyo”, y con ello la justicia que se debía a sí mismo.
La injusticia, tarde o temprano, a todos nos llega y avasalla. Altanera y despóticamente, unas veces; quizá solapadamente, otras. Torpemente siempre. No por ello debe ser llegada la hora del odio, de la venganza ni de la ira, sino la de la aceptación y el perdón, que es la forma más exquisita y pura de amor, aunque sea también la hora del llanto. Esto, es lo menos que puede concederse al corazón humano… Pero, no del llanto que inspiró, al antiguo oráculo de las Sibilas, la “fiera lid del Termodonte”, lleno de sangre y de cadáveres, según recoge Plutarco, sino el llanto de las Bienaventuranzas: “Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados… Los que padecen persecución por la justicia, porque suyo es el Reino de los Cielos…” Aunque pierdan para siempre el de la tierra. Lo propio de los vencidos, es llorar. Pero también dice Plutarco que, “si el vencido llora, el vencedor perece”. Desdichados, por ello, quiénes hayan de hacerse perdonar. Los que provoquen lágrimas. Los que nunca renuncian a tener y poseer lo que, por derecho propio, pertenece a otros. Y algunas veces, a todos. Podrá ser así un día y mil, en la sede de la iniquidad, donde reine quién reine y gobierne quién gobierne , siempre prevalece el desorden, la desigualdad, el egoísmo y la canallada, la arbitrariedad y el caos… Sobre todo cuando “gobiernan” los menesterosos y harapientos, de espíritu y de intelecto, que dicen hacerlo para quebrar la desigualdad de la injusticia, pero sin ocuparse de otra cosa sino de su deshonesta comodidad y enriquecimiento -para eso sí que son muy listos- en los que incurren por revancha y casi por propia naturaleza. Sin embargo, en el Reino de la Justicia -cuando llegue el fin y desaparezca todo lo que es imperfecto- los vencedores serán los vencidos, y los vencidos los vencedores. Mientras tanto, hijos de la luz y del espíritu, paciencia… Algunos, reciben en potencia el signo del amor. Pero la justicia, no es una virtud teologal, sino moral, y su sentido se halla grabado a fuego en la conciencia de cada hombre, como partícipe racional -aunque se niegue a admitirlo- de la eterna Ley. Mas, de entre todos, sólo unos pocos, los que lloran y son perseguidos, luchan todos los días por ella. Luis Madrigal.-