Un vecino y amigo mío, de aquí de Madrid, suele decirme con frecuencia que la palabra para él más bonita es la palabra paz. Yo pienso que lo que realmente quiere decir, es que mucho más bonito aún que la palabra, es su contenido, lo que significa y representa para todos los hombres, porque sin duda sólo el amor puede ser más hermoso que la paz. Es más, me parece que es la causa de ella y de todos otros cuantos bienes puede alcanzar el espíritu humano. Pero, del mismo modo que el bien, no es tan sólo la ausencia del mal, la paz no se limita tampoco al hecho de no estar en guerra. Ninguno de ellos, ni de los estados que en ellos se contemplan y de ellos se derivan, puede definirse ni alcanzarse por exclusión, sino que ambos consisten y se cimentan sobre un concepto y dimensión positivos. Algunas experiencias personales muy negativas, y no pocas veces, me impulsan cada vez con más fuerza atractiva, por ello, a buscar la paz, eludiendo con firmeza toda situación de conflicto y beligerancia con todo lo que me rodea. A diferencia de lo que buscaba Descartes, vivir rodeado de árboles en lugar de hombres (lo que también yo he añorado más de una vez), pienso hoy que los árboles tan sólo pueden mostrar en invierno sus manos desnudas y que, cuando uno se encuentra ante la soledad, nada pueden decir los árboles, ni ninguna otras cosas. Sólo los humanos, las personas, pueden hablar, comunicarse conmigo y, del mismo modo que pueden cerrar sus puños amenazantes, también pueden derramar una lágrima y fundirse en un abrazo. Por ello, es buena la paz. Es un estado, si no placentero, sin tan armonioso, sereno y dulce, que puede arrobar el espíritu. Para alcanzar la paz, desde luego, es muy conveniente alcanzar antes la justicia, la libertad, el orden, para lo cual es imprescindible superar la injusticia, el libertinaje y el desorden. Es muy conveniente, pero he llegado a la conclusión de que no es rigurosamente necesario para que se produzca en mí el apacible y sereno fenómeno de un mundo -el mío, y no ese otro tan universal y cósmico, como tal vez utópicamente se pretende muchas veces- armonioso, sin sobresalto ni quebranto alguno. ¡Cuánta razón tiene mi amigo, y que bella es la paz! Pero, como nada puedo esperar de otros, para tenerla, tendré que ser yo tolerante, comprensivo y generoso; tendré que ir comenzando a observar todos los males del mundo, no como si no existieran, sino hasta donde yo puedo hacerles frente; tendré que no calificar de tan graves y perniciosas las cosas y situaciones, sin juzgar nunca a nadie, para que sea Dios quien juzgue a todos, también a mí, restaurando en otra dimensión del tiempo y del espacio cuánto aquí sobre la tierra es imperfecto y lacerante. Y, sobre todo, tendré que ser compasivo. La compasión, es la puerta de la paz, porque si, frente a la necedad, el mal gusto, la ambición, la avaricia, la grosería, todo cuanto hoy me hace rechinar los dientes, soy tolerante, seguro que no caeré yo nunca en lo que, con elegancia y largueza, sea capaz de tolerar, como si no llegase a enterarme de ello. Si me conmuevo de verdad ante la pobreza, el dolor, la miseria, las graves y punzantes circunstancias que a otros seres hacen tan difícil la vida, seguro que no llegaré a irritarme nunca por todo cuanto puede ocasionarme desagradables molestias o privarme de la comodidad de la vida muelle y relajada. Pido a Dios, con fervor y esperanza, su ayuda y su gracia para que pueda hacerse posible en mí ese milagro y, de esta forma, algún día pueda yo alcanzar la paz. Porque, nada puede importarme que cuanto me rodea sea imperfecto, antiestético, paleto, violento, agresivo y hostil, si yo estoy en paz. En paz conmigo mismo y, en consecuencia, en paz con todos y cada uno de los seres humanos que habitan en este mundo. La Paz, sea con vosotros. Luis Madrigal.-
Semana de poesía: María Sánchez y Mario Obrero
Hace 18 horas