martes, 6 de octubre de 2009

LA HIPERSENSIBILIDAD


Ser sensible, es bueno y saludable. Además, es necesario, si se piensa en la solución de muchos, o casi todos, los males del mundo. Porque, la sensibilidad está asociada íntimamente a la compasión, la humanidad y la cooperación solidaria. Es más, se encuentra especialmente ligada a la ternura. Sin sensibilidad, estaríamos abocados los humanos, todavía más, a vivir sin remisión posible en un mundo de fieras, o a lo sumo, seríamos como las piedras, que ruedan por los caminos hasta pulverizarse, sin poder nunca llegar a ser otra cosa distinta. Para la piedras, el tiempo no existe, porque, aunque pasen siglos, nada pueden añadir nunca a su propia substancia; han sido y serán piedras por siempre, sin poder, por sí mismas, llegar a ser una catedral gótica. La sensibilidad que florece y vibra en la filigrana de sus agujas y rosetones, no les corresponde a ellas, sino al artífice que concibió y construyó aquélla maravilla. A título de ejemplo más adecuado, puede verse la Catedral de León.

Pero todo tiene un límite, y la sensibilidad no es ajena a este principio, porque, cuando se hace patológica, cualquier persona, y hasta cualquier cosa, nos lastima, hiere con suma facilidad, casi por nada, nuestra misma piel y a veces alcanza nuestra hondura más íntima. Entonces, necesariamente, es que dentro de nosotros pasa algo anormal, algo no anda bien "por dentro". Un ejemplo muy comprensible, y no pocas veces verificable, puede ser el de esos "lutos", tras la desaparición de los seres más queridos, que duran años y años y que parece no van a tener fin nunca. En estos casos, o en similares situaciones, la causa o causas ya no pueden residir, de un modo eternamente permanente, en el factor desencadenante, la muerte de aquella madre tan buena, o de aquel esposo o esposa tan amorosos, fieles y abnegados. Forzosamente, tiene que haber algo más y, en consecuencia, es preciso buscarlo, hasta encontrarlo más alla de lo que aparentemente parece ser su única causa eficiente. El mundo subjetivo del ser humano -y los psicólogos y psiquiatras lo saben muy bien- es un enorme y muchas veces indescifrable misterio, un "pozo sin fondo", al que no alcanza ninguna sonda, perdiéndose o diluyéndose casi todas en lo más profundo de nuestro ser.

Y, cuando tal cosa sucede, no hay más remedio que hacerle frente, oponerse a ello, a ser posible sin ningún tipo de "pastillas" ni otros fármacos o terapias que, no serán otra cosa sino sucedáneos de la solución verdadera, aunque puedan ser útiles como paliativos del dolor, el miedo o la angustia, sin poder en cambio resolver radical y definitivamente el problema. La verdadera y única solución posible radica en enfrentarse a uno mismo, "leer dentro" de uno mismo, aunque a veces pueda tratarse de aquello que, incluso, no sólo no es ya inteligible, sino que ni tan siquiera aparece en la zona de luz, donde todas las cosas, las facetas, acontecimientos, circunstancias consecuentes, o episodios casuales, de nuestra vida pasada aparecen nítidamente dibujadas e iluminadas, proyectando su luz o su reflejo, su entidad propia, buena o mala -esto es una insignificancia- hacia las circunstancias concurrentes en nuestro sufrimiento presente. Hay -es preciso- que indagar mucho más, mucho más adentro, hasta extraer como lo hace un cirujano, un tocólogo, en una "operación cesárea", aquellos hechos conductas, actitudes, propias o extrañas, también del pasado, que ya no eran ni son nunca tan visibles, sino que permanecían escondidas en esa zona a la que el gran psicólogo suizo, Carl Gustav Jung, llamó "la Sombra", sobre la que no tenemos dominio, por albergar todos los aspectos ocultos o inconscientes de nosotros mismos. Según algunos especialistas en la materia, estudiosos del gran maestro, tales aspectos ocultos pueden ser tanto negativos como positivos. Sin embargo, el propio Jung concibió "la Sombra" como el lado oscuro del "yo" y de la personalidad; como nuestra parte especificamente negativa, algo así como una especie de "basurero" de nosotros mismos que, conscientemente, nos negamos a admitir. Es, por tanto, además, aunque en sí misma sea "neutral", o "inocente", nuestra parte más negativa o diabólica, que se proyecta en los demás facilitándonos verla como ajena y sintiéndola "alejada".

Jung, incluyó "la Sombra" dentro de uno de los cuatro arquetipos principales del inconsciente, que no es aquello que creemos que pensamos, sino lo que pensamos sin saberlo, sin ser conscientes de ello. Y, por tal motivo, no podemos "verlo", ni podemos tener ningún dominio sobre tal reducto.
Generalmente, de manera consciente, casi todas las imágenes e ideas, incluso, muy en general, la opinión personal sobre nuestros propios actos del pasado, nos resultan agradables, justas y benéficas. Sin embargo, en el inconsciente, llevamos a cuestas nuestro penoso "basurero", que se ha ocultado en "la Sombra", para no parecernos deleznable, monstruoso o canallesco; en suma, altamente desagradable, y por ende insufrible. Por eso, está "en sombra" dentro de nosotros mismos. Pero lo que sucede, es que, de vez en cuando, muchas veces al despertar del sueño de la noche, o de esa cabezada tras la siesta vespertina, sentimos en nuestro interior un malestar que no podemos saber a qué obedece. Yo, no soy psicólogo, ni mucho menos psiquiatra, ni nada por el estilo. Sólo un paciente, muchas veces doliente y torturado, pero tengo para mí la impresión, o la sensación, de que cuando tal fenómeno se produce es porque esas tortuosas ideas o imágenes, substrato ideal de verdaderos hechos reales, no virtuales ni hipotéticos, que siempre escapan a nuestro control, en tales ocasiones se "evaden" de "la Sombra", se fugan de ella, accediendo a nuestro consciente, sin que por ello podamos ni seamos capaces tampoco de verlas "cara a cara", provocando en consecuencia un malestar indescriptible, un "miedo a nada", o una angustia incomprensible y sin causa. Y así, hasta que, algún día, sin píldoras ni sesiones de psicoterapia tradicional, esas lúgubres ideas -oh milagro- esas ideas "en sombra" son alcanzadas por un misterioso rayo de luz, que las ilumina, las hace visibles, y entonces descubrimos la verdadera causa, la razón del por qué de nuestro sufrimiento. ¡Dios nos ayude...! Al menos, si no a iluminar profusamente nuestra "sombra", sí a vislumbrar entre ella todos aquellos acontecimientos de nuestra vida mal vividos, o peor resueltos, cuando entrañaron algún problema. Sólo Dios puede ayudarnos, porque sólo Él es la Luz absoluta y sin sombra, y nada, ningún hecho, ni siquiera nuestros más graves pecados, pueden permanecer en sombra sin que Él los acoja, con su dulce y eterna Misericordia. Luis Madrigal.-