martes, 21 de septiembre de 2010

EL PAISAJE


Ahora que, ya en toda España, ha comenzado el curso escolar, tanto en las enseñanzas más primarias como en el propio Bachillerato, y la tiendas de papelería y venta de libros de texto oficiales se llenan hasta los topes, de madres y niños, como si se tratase de la adquisición de cualquier producto mercantil, llega a mi memoria un viejo artículo, de ya muy lejana lectura, por desgracia para mí, que podría servir de contraste y, sobre todo, de verdadera enseñanza. No lo escribió, por cierto, nadie tan insignificante como yo, sino alguien especialmente aleccionador, siempre vigente  -ahora más que nunca-  y vivo en el profundo recuerdo de toda su huella intelectual.

En efecto, el día 17 de Septiembre del año 1906, justamente, desde sólo hace unos días han transcurrido 104 años, esto es, algo más de un siglo, publicaba en "EL Imparcial", don José Ortega y Gasset, aquel luminoso artículo, que el gran maestro del pensamiento tituló "La Pedagogía del Paisaje". En él, recuerda Ortega "una vez que me encontraba en la raya de Segovia, dentro de un monte de pinos" -dice-  el egregio anfiteatro que forman las lomas nerviosas de Guadarrama. Aquí, la contemplación adquiere independencia frente a la comprension conceptual y se vuelve placer estético. En consecuencia, no sólo es "la masa encefálica" quién nos habla, sino algo muy superior. Ortega, esta vez, aparentemente no enseña nada, no quiere expresamente ejercer su magisterio, ni tan siquiera hablar en primera persona, sino en tercera. Él es el alumno, aunque para que tal prodigio se produzca, tiene que inventarse un maestro. Un maestro místico, Rubín de Cendoya, un místico español y celtíbero, por tanto, que dijo de esta suerte:  "Sin que lo advirtamos, nuestras ideas celebran dentro de nosotros ritos sagrados y se unen en diversas asociaciones: bajo la ilusión de nuestro albedrío mantiénense en solidaridad fatal". Rubín de Cendoya, prosigue: "Dejando ir la mirada sobre esa línea oscura que rompe el cielo, advierto que hay en mi alma un grumo metahistórico que llega de una hondonada del pasado y se apresta a hundirse en un porvenir sin límites. Esa montaña ha perpetuado al través de los siglos su perfil, y en ese hierático perfil se reúnen mis miradas con las de todas las generaciones muertas de españoles..." Rubín de Cendoya, se detiene melancólicamente para recordar después que, del mismo modo que a Séneca, el exquisito arte de la vejez, se lo había enseñado su casa de campo, a él, cada paisaje, le enseñaba algo nuevo, hasta el punto de impulsarle a componer, no una "Pedagogía social", al modo en que lo hizo el Profesor de Marburg Paul Natorp, aquel neokantiano influenciado por Hermann Cohen, sino una "Pedagogía del paisaje", porque, decía Rubín de Cendoya: "Acaso el único motivo de reyerta que tengo yo con Platón es haber éste dicho que nada podían enseñar a Sócrates los árboles en el campo y sí los hombres en la ciudad.... Los árboles son grandes maestros y el mismo Platón solía ir a visitar un plátano en las afueras de Atenas, como fué un platano el mejor amigo de Taine..."

Para Ortega, el paisaje constituye un género filosófico, de influencia fenomenológica. La "Fenomenología", procede de Edmund Husselr , que trató de explicar cómo los fenómenos naturales impregnan en la conciencia la esencia de las cosas. Pero, esto mismo, encuentra ya su acomodo más primario en el idealismo platónico, en torno al concepto griego de la "contemplación". Es una comprensión "romántica" de la naturaleza estética, a partir de una experiencia sentimental, o tal vez que conduce a ella. Y esto, enseña, o puede enseñar, por sí mismo, más que toda la ciencia que pueda impartirse entre pizaras y pupitres, repletos de libros llenos de "colorines" y gráficos, que cada año es obligado renovar, quizá tan sólo para que las empresas editoriales puedan venderlos.


El mismo Ortega  -aunque tardó nueve años en hacerlo-  refiriéndose a este artículo, identifica a "Rubín de Cendoya" con Francisco Giner de los Ríos, el regeneracionista, fundador de la Institución Libre de Enseñanza, cuyos principios pedagógicos postulaban una escuela "socrática", en la que cada alumno, más que un libro, utilizaba un cuaderno, en contacto íntimo y permanente con la naturaleza y el campo. En este espíritu místico y contemplativo, Giner llegó hasta el punto de llevar a sus alumnos, en cierta ocasión, de excursión, andando, desde Madrid a Lisboa. Con razón dijo de él, su paisano Antonio Machado, que "tenía el alma fundadora de Teresa de Ávila y de Iñigo de Loyola, que se adueñaba de los espíritus por la libertad y el amor". Por ello, sin duda, concluye Ortega su célebre artículo, cuando en compañía de Rubín de Cendoya desciende de la montaña al camino real y un hombre que pasaba les preguntó la hora: "Dijímosle que no teníamos relojes, porque éramos místicos y celtíberos". Eso mismo quisiera ser yo. Luis Madrigal