Cuando escucho tu nombre, mi ser vibra;
se agita dulcemente, se conmueve.
Mas, no eres tú…
Y, si tú ya no eres,
¿cómo puede ya nadie usar tu nombre?
¿Acaso puede ser el mar el cielo,
aunque en el horizonte se confundan?
Yo pienso que, entre todas, sólo una
puede llamarse como tú te llamas,
y cierro mis oídos al instante…
No puedo padecer más desconsuelo,
como en la arena del desierto, un espejismo,
aumenta la tortura del sediento
que, tambaleante y sin fuerzas,
se arrastra tropezando entre las dunas…
No, no quiero oír más tu dulce nombre,
para no herir mi pecho lacerado,
desgarrado ante el doloroso vacío
de un nombre que ya no existe,
ni nunca más para mí podrá existir.
Luis Madrigal