jueves, 19 de marzo de 2009

LA JUSTICIA


Si preguntáramos, no a todas, desde luego, pero sí a una gran parte de personas -me refiero a España- acerca de "la Justicia" -y aunque se escribiese con minúscula (la justicia), estoy seguro de que la inmensa mayoría diría que son los Tribunales, los jueces o, a lo sumo, el poder jurisdiccional del Estado, organizado en Juzgados y Tribunales. Esta última respuesta sería para nota. Es así de repugnantemente bajo el nivel de conocimientos, qué le vamos a hacer... Y, desde luego, si se tratase de ciudadanos normales, de los que hablan de la Constitución con el mismo rigor intelectual que de futbol, y acuden a visitar una vez al año el Congreso de los Diputados, haciendo cola, con toda certeza, dirían que es la Guardia Civil, la policía... o hasta el Ayuntamiento de su pueblo. En último caso, los más listos, dirían que "la Justicia", son eso, los jueces, y comenzarían a hablar pestes de ellos. Últimamente, los jueces, no gozan de excesiva buena prensa, por aquello de las "cacerías" furtivas y otras hazañas aún mucho peores. Cabe incluir también en el “lote” del descrédito social a los funcionarios subalternos, a las huelgas, las decisiones del Consejo General del Poder Judicial, de vez en cuando "tomado a saco" por los partidos políticos, que se reparten sus despojos... Insisto, todo esto, a mi parecer, es lo que sucede en España. En otros lugares, no sé.

Y sin embargo -y en ello hemos de pensar todos, de vez en cuando, incluso las mentes más civilizadas y lúcidas- lo que menos relación guarda con la justicia -escrito ahora el término con minúscula- es todo ese mundo, y su sub-mundo, de los jueces, los secretarios judiciales, los oficiales, los abogados y procuradores, las togas, los estrados, la bandera nacional sobre los mismos... Todo eso -la Justicia orgánica, o más bien legal- no es más que un aparato, un instrumento material, aunque también se integre de personas, para la aplicación, a su vez, de otra mera herramienta, la del Derecho, cuyo ideal sumo, tampoco es la Ley (Lex), como proclaman en su frontispicio las Salas del Tribunal Supremo, sino precisamente la justicia. Porque, esta última, y no la ley, es el fin, el objetivo final del Derecho. Éste, tan sólo existe para que se realice el ideal de la justicia. Y los órganos de "la Justicia", a su vez, tan sólo existen para aplicar rectamente la herramienta del Derecho. Y, aún así, por perfecta y pura pudiera resultar dicha aplicación, no estaría asegurada la realización de la justicia, y nunca de la Justicia. Y ahora sí podemos escribir el término con mayúscula, sin referirnos al "aparato judicial", sino a un seráfico efecto, imposible de alcanzar en este cochino mundo. Porque, la justicia, esencialmente, es una virtud, la virtud que regula todas las acciones humanas con relación a otro, a un "alter". Y por ello las reglas que establece la Ley, el Derecho, son reglas, o normas, de alteridad, en cuanto siempre necesariamente han de referirse a "otro". Y tal efecto virtuoso, en términos absolutos, no es terrenalmente posible, donde impera el egoísmo más canalla del “todo para mí”, o del “primero, yo”. Habrá que esperar a que se consume el tiempo, la Historia, y comience la Meta-Historia, el Reino de Dios.

Sí, también aquí en la tierra, podemos alcanzar, relativamente, la justicia, por ser antes que nada, una virtud, sí no nos apartamos de esta idea esencial. Porque, toda virtud, es un hábito bueno, éticamente bueno, y las virtudes, todas ellas, cuantas más mejor, conforman la altura moral de cada hombre. La palabra virtud, procede de vir (“hombre”), e indica etimológicamente la superioridad del ser humano para vencer todo cuanto se le antepone, incluso de superar el dolor y de sobreponerse a la muerte. Toda virtud, se funda en la inteligencia, que es indispensable para discernir el bien del mal, y para descubrir el equilibrio medio, sopesando toda clase de factores. Esta determinación de la razón, a fuerza de repetirse, llega a hacerse hábito y éste produce el efecto de obrar siempre bien, con suma facilidad, produciendo incluso un placer el hacerlo.

Las virtudes, en general, se desdoblan en dos grandes ámbitos. El primero de ellos, es el de las virtudes sobrenaturales, llamadas también teologales, por contener diríamos los mismos hábitos de Dios, las cuales no pueden ser adquiridas sino por la intervención divina y de las cuales se ocupa la Teología. Estas virtudes, que sobrepasan la naturaleza humana, aunque se asientan sobre ella, como es sabido, son la fe, la esperanza y la caridad, es decir el amor a todos los hombres, y no sólamente a quiénes nos unen vínculos carnales o de gratitud o amistad. El segundo ámbito, es el de las virtudes naturales, que todo ser humano puede alcanzar, aún sin intervención divina, por medio de su propio esfuerzo. De ellas se ocupa la Ética. Las virtudes naturales, a su vez, pueden ser dianotéicas o morales. Las primeras, son virtudes en sentido amplio, por perfeccionar el entendimiento, la sensibilidad o la destreza (la ciencia, el arte, la técnica u otras habilidades). Las virtudes morales, lo son en sentido estricto. Ellas son propiamente los verdaderos paradigmas de la vida virtuosa. De entre ellas, algunas se llaman cardinales (de cardo=quicio), porque todas las demás se apoyan en ellas, o giran alrededor de ellas. Y, entre estas virtudes morales cardinales, presentes ya en la filosofía pagana griega -Platón las asocia al alma- además de la prudencia, la fortaleza y la templanza -no incluyo la humildad, por ser ésta una virtud de naturaleza y origen propiamente cristiano- se encuentra la justicia.

La primera conclusión, pues, es que no cabe pedir justicia plena a los demás, ni por ello tampoco a los Jueces y Tribunales, sino, en principio a uno mismo. La justicia, por ser antes que nada una virtud, ha de residir “en mí”, dentro de mí, su centro de gravedad, es el propio justo y hasta yo estoy obligado a ser justo “conmigo mismo”, para poder serlo después con los otros, si bien los deberes que el ser humano tiene consigo mismo, en realidad, no son deberes de justicia estricta, al faltar la relación de alteridad o bilateralidad a la que nos referíamos antes, que exige siempre ser instaurada entre dos términos -o sujetos- distintos, entre los que se da la deuda, u obligación, para dar a cada una de las partes lo que es suyo. Una vez pagada la deuda, queda instaurada la justicia y la relación bilateral se disuelve, desaparece. Por ello, si cuantos hoy claman contra la administración de la justicia legal, y el horroroso funcionamiento de este servicio público, se esforzasen en alcanzar esa virtud, moral cardinal, en ser justos en sí y por sí mismos, es evidente, no voy a decir que resultasen innecesarios los Tribunales, porque eso formaría parte de una hermosa utopía, pero si que su función resultaría más fácil, más rápida y, por ende, más justa también. No culpemos tan sólo a los Juzgados y Tribunales de Justicia, ni al poder Ejecutivo del Estado que los organiza, sin habernos juzgado antes a nosotros mismos.

La Justicia, en sentido general, es la mayor de todas las virtudes naturales, hasta el punto de que ni siquiera, en este sentido amplio, podría ser considerada como una más de las cuatro virtudes morales cardinales, sino como el compendio y síntesis de todas las virtudes, por encerrarlas a todas. Sin embargo, en sentido particular, como es más o menos generalmente sabido, hay varias especies o modalidades de justicia, dentro del concepto de “dar a cada uno lo suyo”. Esto, tan sólo representa a la llamada justicia conmutativa, propia de las relaciones contractuales privadas entre partes, pero, a su lado, y nunca frente a ella, se encuentra la justicia distributiva, que consiste, como su nombre indica, en distribuir los bienes, los beneficios y las cargas entre los miembros de toda la sociedad, según una igualdad de proporción. Fue conocida ya por el propio Aristóteles, si bien, dentro de la mentalidad pagana, no cabían otros criterios de distribución, sino los del principio aristocrático de jerarquía, en el que el sujeto del más ínfimo nivel, el esclavo, no era ciudadano y, por ello, carecía de participación en la política, o en la educación, y ni siquiera era considerado capaz de la virtud ni del orden moral. Esta idea jerárquica, pasó a Roma y de ella a nuestro mundo occidental, que muy lentamente ha ido ganando, batalla tras batalla, las cotas de un humanismo igualitario real. Aún así, en nuestros mismos tiempos, casi en la misma proporción en la que surgió su concepto, en el siglo XIX, la gran “asignatura pendiente” para la Humanidad es la de la justicia social. Esta expresión es, por ello, relativamente moderna. Pese a haber sido alumbrada por los filósofos católicos y por la Iglesia, todavía, en el año 1891, cuando se escribe la Encíclica “Rerum Novarum”, tal expresión- la de “justicia social”- no aparece en todo el texto pontificio ni una sola vez. Sin embargo, en otra gran encíclica, la “Quadragessimo Anno”, escrita en 1931, la expresión aparece hasta siete veces. Y, ello no es lo más significativo. Lo verdaderamente importante es que, en esta Encíclica, se fija el objeto de la justicia social. En aquellos momentos -raíz sin duda de los más cruentos sucesos que el mundo ha padecido- cuando el ambiente liberal está cerradamente presidido por “el laissez faire”, que propugnaba un orden económico exclusivamente regulado por las leyes naturales del mercado, la “Quadragessimo Anno”, postula la intervención real y eficaz de la ley positiva del Estado para corregir los defectos y huecos de las leyes del mercado. Y, esta intervención estatal, por medio de la ley positiva, ha de establecer una sumisión de lo político, y fundamentalmente de lo económico, a los valores supremos de la ley natural, de la justicia y del orden moral. Y estas exigencias no tienen otro fundamento, ni otro fin, que el de la verdadera libertad, la libertad real, y la dignidad de toda persona humana, miembro de la sociedad e hijo de Dios. Me pregunto, ahora, y más en estos duros momentos, para qué puede ser necesario el socialismo y los partidos de este tenor que, por desgracia, a veces alcanzan el poder en el gobierno de los Estados libres, existiendo esta doctrina y este alto sentido de justicia. En otras palabras: ¿Para qué un socialismo, además falso y analfabeto, de zapatilla convertida en cachemir?. Únicamente para, a través del Partido, llegar a ministros o “ministras”... Un socialismo que carece de socialistas, y tan sólo está repleto de meros hambrientos, que únicamente lo “son” para poder dejar de serlo. ¿Para qué, en síntesis, cualquier socialismo, habiendo Cristianismo? Luis Madrigal.-