lunes, 29 de septiembre de 2014

EN TIERRA CALCINADA



ESPERANDO LA LLUVIA

Una flor muy dorada al sol decía:
Aparta de mi tallo hoy tu fuego,
que ya no quiero más, que ya no puedo
de tu furor sentir más el azote.
Di a la lluvia que venga presurosa
a refrescar el campo en el que muero
calcinada de sed, del polvo seco
en que han venido a ser, tantos arroyos
como corrieron suave en Primavera,
en tan corta distancia… Di a la noche
que tienda sobre mí su tibio manto
y pueda suspirar de la frescura
de estrellas que de azul visten su seno.
Di a la tierra reseca, el verde heno
vuelva a habitar sobre su fe dormida.
Dile al hombre, que arrastra mil cadenas,
que Dios no cambia nunca y que le espera.

Luis Madrigal






sábado, 20 de septiembre de 2014

DOGMA Y MORAL DEL TRABAJO


LOS RUMANOS




Hace ya algunos años, sin duda más de una década, viaja yo en el Metro de Madrid escuchando a mi alrededor hablar en una lengua ininteligible a mis oídos. Supe después que las personas que utilizaban aquella lengua eran rumanos. Más tarde, pude conocer, no lejos de mi domicilio, a toda una verdadera tribu de personajes marcadamente típicos e indudablemente identificables a simple vista como gitanos. Alguien me dijo después que también eran rumanos. Más tarde oí en TVE a un muchacho de joven edad y de nacionalidad rumana, clamar ante lo que para él resultaba una afrenta y que era la de identificar a todos los rumanos con los gitanos. También en España, hay muchos gitanos y no por eso, cuando se hace referencia a los mismos no se dice que son españoles, decía literalmente.

Si hay algún pueblo, etnia, raza, cultura, o lo que sean, singularmente pintoresco, a la par que errante, y por ello invasivo de cualquier parte sin ser capaz de acomodarse a ninguna, ni respetar sus normas y sus costumbres, ese pueblo es el de los llamados gitanos. Se dice que surgieron y proceden originariamente de la India, de cuya bandera han tomado parcialmente la suya propia. Pero, tal vez, en términos etimológicos o propiamente lingüísticos, resulte más fundado que proceden de Egipto. Eran, por ello, originariamente, "egiptanos", y por algún fenómeno de evolución lingüística, se convirtieron en "giptanos" y por último en gitanos. Pero, desde luego, aparentemente, no parecen observar ninguna de las propiedades que adornaron a los faraones de ninguna de sus casi incontables dinastías. Porque, a diferencia de los faraones de Egipto, los gitanos no suelen gozar de tan buena prensa.
  
Creo sincera y profundamente que todos los seres humanos, cualquiera sea su raza, y en consecuencia sus rasgos faciales; su cultura, costumbres y tradiciones y, muy en general, su aspecto físico y hasta espiritual, son, en el orden moral, exactamente iguales. Lo son en dignidad individual y personal, por la sencilla razón de que todos son hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza. Y además, porque todos ellos se mueren, tarde o temprano, y la muerte iguala radicalmente a todos los mortales.

Sin embargo, la igualdad que implican, tanto la dignidad de su origen divino (eso que tantas veces se repite, sin reparar en su hondo contenido, acerca de “la dignidad de la persona humana”) como su naturaleza mortal, en el orden temporal de la convivencia humana sin duda ofrece también sus diferencias, en el sentido más objetivo, pese a que tal orden pueda ser visto también, sin contradicción alguna, desde la subjetividad. Porque no se puede incurrir en la hipocresía de negar las evidentes diferencias que separan a unos seres humanos de otros y entre las que sin duda pueden contarse, desde su aspecto físico, su forma de hablar y comportarse, su nivel de instrucción y, en suma, eso que definimos o denominamos como “persona agradable” o, por el contrario, lejana a nuestra consideración personal. Y, desde luego, los gitanos, muy en general, y salvando cuantas individualidades sean necesarias, no son, al menos para mí, un paradigma de "personas agradables". Nunca he podido entender aquellos octosílabos de Lorca: "En el Café de Chinitas / dijo Paquiro a Frascuelo / soy más valiente que tú / más gitano y más torero". Tal vez porque los gitanos, como los toreros, son numerosos en Andalucía, sin perjuicio de estar los primeros en todas las partes del mundo.

No puedo, ni quiero, incurrir en ninguno de los dos tipos delictivos que define el vigente Código Penal español. No puedo incurrir en el de racismo, porque ya he dicho que ni desprecio, ni creo nadie puede despreciar a ninguna raza. Y menos aún podría ser responsable del de xenofobia, porque los gitanos, aunque indudablemente son una raza, jamás han podido ser una nación y, por ello, tampoco un Estado, al carecer siempre del primero de los tres requisitos para poder serlo, el territorio, además de la población y el gobierno. Menos aún en lo que atañe a los gitanos españoles, por ser compatriotas míos, que en consecuencia no pueden ser extranjeros para mí.

Pero, no, no me gustan nada los gitanos, con sus patriarcas, o “reyes”; el número de “varas” que constituye la fuerza de la tribu; su machismo; sus leyes  -"la ley gitana", ¿qué ley es esa?-  todo lo cual representa no sólamente un grupo marginal, sino en general, con sus contadas brillantes excepciones en algunos campos, incluído el de la Ciencia, en más de una ocasión un peligro para la sociedad. Los gitanos, no se adaptan; jamás se integrarán en las respectivas sociedades en las que viven, y por eso no pueden ser aceptables en ninguna de ellas. Habrán de seguir vagando por el mundo, rodando bajo el cielo azul, porque en eso sí han acertado al diseñar su bandera, integrando sus dos elementos más significativos a su modo de ser, el cielo y la rueda.

Pero, precisamente por eso, ni pueden ser rumanos ni españoles, aunque en ambos países los haya, como se dice los hay en casi todos los del Planeta. Y por ello no se puede valorar o considerar a los rumanos, como si todos ellos fuesen gitanos. Rumanía  -"Romania"-  no sólo es un país substancialmente europeo, con sus gitanos a cuestas, sino además un país latino en lo que fundamentalmente corresponde a su lengua, pese a encontrarse ésta también plagada de palabras eslavas. Era la Tracia romana, hermana por tanto de la Hispania, dentro del Imperio, y eso constituye para nosotros los españoles un vínculo común, profundo y antiquísimo.

Y ya ha trascurrido más de una década, desde que yo tuviese ocasión de oír en el Metro su lengua, aunque no pudiera escuchar ni entender lo escuchable. En el transcurso de ellos, y más aún en los últimos años, he tenido ocasión de ir incrementando progresivamente mi consideración de contenido favorablemente positivo, muy en general, cuando no mi más sincera admiración hacia las personas de nacionalidad rumana que he tenido la fortuna de conocer de cerca, dentro de las que desde entonces nos acompañan, y con algunas de las cuales he llegada a alcanzar un recíproco entendimiento, dentro de unos esquemas de pensamiento y concepción del mundo comunes. Algunas de ellas, son trabajadores, hombres y mujeres abocados a sufrir el drama de la emigración. Y debo admitir que su nivel de instrucción y bagaje intelectual me parece muy superior al de mis compatriotas españoles de la misma condición. Sobre todo he podido observar una notable capacidad profesional, no sólo dentro de sus respectivos oficios específicos, sino una versátil polivalencia de oficios al margen de su especialidad. Y he notado, además de la capacidad, una acusada honestidad en el cumplimiento de su deber, muy en especial frente a las dificultades. A eso se llama, aquí en España, en el argot futbolístico, “no dar un balón por perdido” y, más específicamente, en términos taurinos, “vergüenza torera”. Lo que resulta curioso es que no sean españoles, sino rumanos. Ellos, no están acostumbrados, por lo que he podido comprobar, a la “chapuza” española, ni al cómodo yavalismo, al “ya vale”… Tampoco, o menos aún, al insolidario y execrable “ese no es mi problema”…

Yo no soy, ni creo podré ser jamás, marxista-lenista. No sé por qué supongo que la mayoría de los rumanos que he tratado en estos últimos daños, incluso los moldavos, los de la Moldavia hoy independiente que formaron parte de la extinta URSS, tampoco lo fueron nunca. Y tengo también la sospecha, a la vista de los resultados, de que el dictador Nicolae Ceausescu  -al que los propios rumanos “cazaron” como a un perro, sin permitirle la defensa en juicio, lo que no estuvo nada bien- lejos de impulsar una Universidad de saberes mediocres y degradados, impulsó una Formación Profesional de saberes útiles y sumamente bien aprendidos y consecuentemente practicados. Si, además, la honestidad profesional que los acompaña, asimismo es fruto de aquella formación, habrá que creer a pie juntillas a Monseñor Ancel, cuando escribió aquel libro titulado “Dogma y Moral comunistas”. Porque, de ser así, resultaría notorio que el opresivo régimen político marxista, además de un dogma absolutamente falso, posee una sólida moral absolutamente encomiable y pristinamente cristiana. Cuestión de contradicciones, cuando los extremos se tocan o, al propio tiempo, de recíproca inversión de términos. Tal vez, esa moral, es la que nos falta a nosotros  -y en general a nuestros profesionales-  que decimos y dicen ser cristianos.

Quiero de modo especial expresar que estas impresiones, que yo ahora he percibido muy recientemente, están inspiradas -y dedicadas a ellos con el mayor afecto- por dos jóvenes trabajadores rumanos que prestan servicios aquí mismo donde todavía me encuentro, en Las Navas del Marqués, en la Provincia de Ávila. Los dos pertenecen a la plantilla de la empresa "Hierro y Aluminio Antonio Segovia, S.L."  Son cuñados entre sí y ambos excelentes representantes de los valores ya dichos. Sobre todo uno de ellos, cuya capacidad de imaginación e inventiva, en la solución de toda clase de problemas, y su tenacidad para resolverlos, me han causado una honda impresión, jamás percibida por mi parte en la relación que siempre media entre el dueño de una obra, que observa su ejecución, y el artífice de la misma. Gracias a él  -que en los tiempos libres se dedica a imaginar y construir, con multiplicidad de prolijos y ordenados accesorios e instrumentos, una especie de taller ambulante en lo que ha convertido una simple furgonerta-  estoy seguro de recibir numerosas felicitaciones por la obra realizada. No le pregunté por su apellido, pero nunca olvidaré su nombre. Se llama Mario. En su honor y en el de todos sus compatriotas, suene hoy aquí el himno Nacional de Rumanía.

Luis Madrigal





lunes, 15 de septiembre de 2014

UN POEMA AL FINAL DEL VERANO




SE LE OLVIDÓ AL TIEMPO DETENERSE


Clamaba el tiempo, misterioso y frágil,
por tantos días pasados, que no vuelven.
Se le olvidó al pasar el detenerse
junto a una risa alegre, bajo un puente
que unía la verdad con la alegría;
la ignorancia feliz con lo más cierto.
El suave añil de atardeceres rojos
que nuevo fuego prometían siempre.
Con la luz pura de la blanca aurora
que, azul, a las ventanas hacía verdes.

Luis Madrigal


Las Navas del Marqués (Avila)
15 de Septiembre de 2014




jueves, 11 de septiembre de 2014

EL “DERECHO A DECIDIR” DE CATALUÑA, NO EXISTE




CATALUÑA, CARECE DE RAZÓN HISTÓRICA,
POLÍTICA Y JURÍDICA, PARA SER UN ESTADO SOBERANO

No quisiera yo herir, ni en lo más superficial de la piel, a ninguno de mis amigos catalanes. Amigos sinceros y leales desde hace ya muchos años. Ni tampoco a los más recientes, que también creo tenerlos. No quiero ofender ni lastimar a nadie, pero tengo que decir mi verdad, la que creo haber llegado a alcanzar tras no pocas reflexiones y algunas experiencias testimoniales y muy concretas.

Y lo que deseo decir, según me parece más o menos exacto, es que eso que viene proclamándose por muchos catalanes profundamente amantes de Cataluña; por algún hipócrita, malicioso más que desorientado, nacido fuera de ella y, finalmente, también por los que no saben lo que dicen (catalanes o no), y que se concreta en la parca y simple expresión de “el derecho a decidir”, carece de todo fundamento. Tal expresión es un puro invento, sin la menor base. ¿Qué derecho es ese? ¿De donde emana? ¿Cuando y cómo nació y fue adquirido y por quién? Los derechos, ya sean individuales y subjetivos -en la esfera del Derecho privado y en cualquiera de sus dimensiones- ya puedan ser colectivos, en el orden del Derecho Internacional (que es el que rige dentro de la comunidad política de este carácter, y de lo que se pretende en el caso), en primer término y “sine qua non”, han de constituirse, o nacer, aunque posteriormente puedan modificarse, transformarse, novarse o derivar en otros y, naturalmente, también puedan extinguirse, morir. Incluso las expectativas de derecho, las situaciones intermedias, de vocación o llamada “hacia” el derecho, en las que un alguien, un sujeto, individual o colectivo, recibe esa llamada, también han de concretarse, plasmarse en convenciones o declaraciones de voluntad, no tanto solemnes y formales, como al menos determinantemente expresas. Y esto, no es demasiado opinable, sino que es así en el mundo civilizado actual, pese a que muchas veces puedan ignorarse, silenciarse o simplemente quebrantarse, saltarse “a la torera”, principios esenciales con el único argumento de la fuerza, que no es otra cosa sino el derecho de las fieras, o casi mejor podría decirse, en el sentido menos peyorativo, de las bestias. Y esto último, en absoluto es propio, mayoritariamente, del pueblo catalán, del que podrá decirse arbitrariamente lo que se quiera, pero nadie podrá decir que no es, muy en general, un pueblo especialmente civilizado y culto.

Ese pretendido derecho, el “derecho a decidir”, por parte en primer término de los catalanes, si Cataluña quiere y puede ser un Estado independiente y soberano, miembro como tal de pleno derecho de la comunidad política internacional, no existe. Radical y tajantemente, no puede existir, por la sencilla razón de que nunca ha nacido. Y no se pueden “inventar” los derechos, dentro de ninguna filosofía jurídica moral y racionalmente aceptable. Cataluña, no sólo es parte de España  -parte fundamental, digna de la mayor admiración y sobre todo, para mí, parte entrañable- sino mucho más. Cataluña es co-fundadora y constituyente de España y, en consecuencia, del Estado español o, dicho con mayor rigor, en el orden internacional, del Reino de España. Y lo que, en su día se constituyó, hace más de cinco siglos, no puede disolverse sin más. Cierto es que, de un modo más o menos similar o analógico, en el ámbito del Derecho privado la mayor parte de los actos, y de los negocios jurídicos de los que nacen situaciones determinadas, con sus consiguientes efectos, son revocables, rescindibles o resolubles, pero es rigurosamente necesaria la concurrencia de una causa de revocación, rescisión o resolución, contenida en una norma jurídica. De la misma manera, en la esfera del Derecho Internacional público, existen también normas e instituciones, nacidas o derivadas de las fuentes de tal ordenamiento, para que pueda producirse la disolución de un Estado, o la desmembración del mismo. Esto, desde luego, tampoco constituye ninguna atadura perpetua. Continuando con el símil, no ya los derechos, sino también las cargas, pueden terminarse, como se resuelven los arrendamientos, se extinguen las servidumbres o se redimen los censos. Por ejemplo, y viene muy a cuento, la rabassa morta, que no es más que un censo enfitéutico, pero para ello han de cumplirse los supuestos de redención que exige el moderno, abierto y secuencial Código Civil de Cataluña, emanado de la potestad legislativa del propio Parlament. Y otro tanto cabría decir de otras figuras o tipos de derechos de larga duración en el tiempo por razón de su propia naturaleza. Nada es ni puede ser eterno, pero todo debe y, en consecuencia, siempre ha de ser justo. La justicia, antes que una institución política y jurídica y un conjunto de órganos para que pueda ser declarada y ejecutada, es una virtud moral, que consiste en “dar a cada uno lo suyo” y el instrumento para que pueda realizarse y hacerse efectiva tal virtud moral es el Derecho. Todo, pues, ha de cruzar el tamiz que éste dispone, y no puede bastar, para alcanzar la posibilidad lícita y legítima de ejercitar ese pretendido y referido derecho, que tal pretensión tenga su base en el sentimiento, por muy acendrado y amplio pudiera ser éste. Los catalanes, cada uno de ellos, podrá sentir lo que sienta, porque en cuanto al sentimiento no es posible establecer norma alguna, pero de lo que carecen todos ellos juntos, si tal unanimidad pudiese ser alcanzada, es de la posibilidad lícita de ejercitar una facultad de la que ninguno dispone. Sería esto algo muy parecido a “el derecho a decidir” que se extinga la acción hipotecaria antes de cumplirse los veinte años para su caducidad, unilateralmente por parte del deudor hipotecario, porque así lo sintiese éste. Rectifico: No sería algo muy parecido. Sería algo mucho más grave.

No voy yo a abundar en la “letanía” en que incurren los políticos, los contrarios al propósito de celebrar la ya casi celebre “Consulta soberanista” patrocinada por el Honorable Sr. Mas. Los “referedums”  -podría y he estado a punto de escribir referenda, pero no quiero ser tan cursi-  son más bien propios de los regímenes dictatoriales y no de los Estados de Derecho. Mucho menos recurriré al indignante asunto que desde finales del mes de Julio pasado ocupa a todos los periódicos, porque, cualquiera pueda ser la verdad, ésta no añade ni quita argumento alguno, en un sentido o en el contrario, en lo que atañe a si Cataluña puede y debe ser un estado soberano. Los delitos cometidos por cualquier persona, a mí personalmente siempre me conducen al aforismo atribuido a Carnelutti, o bien a nuestra Concepción Arenal: “Odia el delito y compadece al delincuente”. Nada más. Porque pienso que los efectos de todo delito deben limitarse al sujeto individualmente responsable del mismo, y que ahí termina todo en lo que concierne a las colectividades a las que pertenecen los delincuentes, cualquiera sea el signo de las mismas. Ni los que negamos el pretendido derecho de Cataluña, ni los que lo afirman,  podemos ver reforzados ni disminuidos, respectivamente, nuestros argumentos básicos por el hecho  -de resultar éste cierto, según parece- y en consecuencia solamente el Sr. Pujol i Soley puede ser responsable  -prescripción aparte, lo que haría miserable y cobarde su autoconfesión-  de su reiterada conducta criminal, tan repugnantemente cínica como exorbitantemente dramática.

Tampoco apelaré yo a la vigente Constitución Española de 1978, que es la que nos rige y rige a Cataluña. No lo haré por muchas razones, algunas de las cuales no habrían de ser muy aceptables para los catalanes, ni lo son para mí, aunque para todos resulten difícilmente discutibles o cuestionables. Mis argumentos, históricos, políticos y jurídicos, alcanzan a varios siglos antes del año 1975, en el que desaparece la Dictadura del General Franco y se promulga, tres años más tarde, la vigente Constitución Española. Por eso, a título de mero recorrido histórico, podríamos partir del día 15  de Febrero de 1412, en que se otorgó la Concordia de Alcañiz, reunidos en esta ciudad los representantes de la Generalidad de Aragón, y en Tortosa los de la de Cataluña. Los de Valencia, se reunieron en otros dos lugares, y Mallorca no estuvo presente. Este Tratado fue el frontispicio y puerta de otro más definitivamente transcendental, el Compromiso de Caspe, celebrado en 25 de Junio del mismo año,  por el que, Aragón, Valencia y la propia Cataluña, con la única ausencia de Mallorca, determinaron libremente, y sin intervención alguna de nadie más, que, muerto sin descendencia el Rey Martí el Humà, el 31 de Mayo de 1410, sería Rey Fernando de Antequera, un Trastámara castellano. “Item, los ditos diputados, sindicos et procuradores del dito parlament de Aragon et los ditos embaxadores, sindicos et procuradores del dito principado de Cathalunia, por ellos e por sus aderentes et aderer querientes firmorum et otorgorum…! Etc. etc.

Si el esencial principio “pacta sunt servanda ”, obliga a cumplir todo contrato, mucho más obligan aún los Tratados, digamos “internacionales”,  de conformidad con el artículo 26 de la Convenciones de Viena de 1969 y 1986. ¿No pretende el Sr. Mas, que Cataluña ingrese en la Unión Europea? ¿Qué es eso de que la Historia y el Derecho no significan nada? Claro que significan. Lo son todo. Lo que no puede significar nada, en orden al fin que se pretende, son las cadenas trenzadas de manos, clamando al cielo, por muy pacíficas y civilizadas sean, como tampoco sería razonable, sino una barbaridad, que la División Acorazada del Ejercito de Tierra, apoyada por el del Aire y por la Armada, se viesen obligadas a intervenir en Cataluña. Por mucho también que al mencionado Honorable señor no le parezca posible, o alguno de mis buenos amigos se le ocurra pensar que hoy el Estado de esta España democrática y autonómica, carece de los efectivos humanos  -dado que, desaparecido el servicio militar obligatorio, la mayoría de sus soldados son “bajitos”-  y los materiales precisos para poder ser eficaz al respecto. Claro está que los recursos militares disuasorios son más que suficientes, por mucho que no lo parezca. Y naturalmente que se usarían, como se usaron cuando, el día 6 de Octubre de 1934, don Lluis Companys proclamó el Estado catalán.

El matrimonio de Ferran II de Aragón  -y de Cataluña-  con Isabel I de Castilla, sin solución de continuidad, y de tradición comúnmente gloriosa hasta aquel Borbón francés llamado Felipe V,  selló y cerró para siempre la posibilidad de desmembrar lo que tantos esfuerzos comunes costó unir y representó para todos, pese a lo que, en 1700 nos deparaba el destino. Pero la Diada, es también de todos, no sólo de Cataluña, porque todos también podríamos sentirnos históricamente agredidos por aquel francés, y maltratados por la preterición  del Archiduque Carlos de Austria, Rey de Hungría y Bohemia, de Cerdeña, Nápoles y Sicilia, para la instauración artificial de la “peste borbónica”. Todos los españoles, no sólo los catalanes. Nadie tiene la culpa de eso. Ni el propio Rey Fernando, el Católico, un Príncipe real, de verdad, cuya conducta política inspiró la famosa obra a Niccolò dei Machiavelli, tan celebrada por todos los filósofos sociales y politólogos, de su época y de todas las demás épocas. Aún hoy mismo, sigue siendo frecuente en muy diferentes autores la creencia de que la figura de Fernando el Católico  -un catalán co-fundador de España-  sirvió de inspiración a Nicolás Maquiavelo para escribir “El Príncipe”. Y esto, tampoco puede tener vuelta de hoja. Lo que pasó, o ha ido pasando, en el transcurso del tiempo, puede tener, en sus errores  -que sinceramente me parecen también recíprocos- la reparación necesaria, sin duda asimismo posible, pero en modo alguno puede inventarse el exorbitante y estrambótico “derecho” a destruir un Estado, porque ello está radicalmente en contra del propio Derecho Internacional, y de las normas jurídicas que éste establece.

La Dictadura, en España entera, del General Franco, fue injusta y realmente oprobiosa para todos, no sólo para los catalanes, aunque inicialmente hubiese sido necesaria, y por tanto, también, en su origen, más que justificable, contra la barbarie y el caos. Desde luego para Cataluña, lo fue de un modo especialmente sangrante, hasta constituir, durante la mayor parte de tan larga etapa, un verdadero genocidio cultural. La prohibición a los catalanes de usar su propia lengua, constituyó un delito execrable y canallesco porque resulta intrínsecamente inmoral y contra natura prohibir a las personas hablar en la lengua que les hablaron sus madres en la cuna. Yo no he sufrido esa sacrílega profanación y, en consecuencia, no puedo saber hasta qué punto pudo ser lacerante, tanto para las madres como para los hijos. Pero, quizá, aún fue más doloroso para los catalanes que los demás españoles, por pura ignorancia  -quiero pensar, en la mayoría de los casos y de las ocasiones-  despreciasen esa noble lengua hermana e insultasen tan gravemente a sus conciudadanos de Cataluña lanzándoles al rostro aquella salvaje expresión, que casi me avergüenza reproducir, de “habla en cristiano”. ¿Acaso no era tan “cristiano” el catalán como el castellano? ¿No será más rica y culta una nación, aunque sean varias, o el Estado en que se organiza, o se organizan, cuantas más lenguas se hablen dentro de sus fronteras? Sin duda jamás se pararon un segundo a pensarlo, tantos energúmenos analfabetos como aún sin duda persisten, quejándose encima de que en Cataluña, o fuera de ella, los catalanes hablasen en catalán. ¿Pues no era lo más natural del mundo? En España, coexistieron siempre diversos pueblos y cada uno de ellos hablaba su propia lengua. Bastaba ya con que, por circunstancias de la Historia, una de esas lenguas hubiese terminado siendo la oficial del Estado, pero no por ello podían dejar de ser, el catalán u otras lenguas peninsulares, las propias de las colectividades que de modo natural las hablaban. Debo confesar también, con total vergüenza, que a mí mismo, a mis oídos castellanos, pese a ser yo leonés, el oír hablar en catalán no me resultase nada eufónico, lo cual es algo naturalmente inevitable, pero sí pido perdón humildemente por haberlo dicho, e incluso por haberlo escrito en alguna ocasión, creo recordar que en este mismo humilde Blog. En todo caso, la lengua, por importante resulta, no un es factor determinante, como tampoco pueden serlo la religión ni las costumbres, para la constitución de un Estado soberano. En Suiza  -en la Confederación Helvética-  se hablan hasta cuatro lenguas y en Bélgica, dos. El caso de Bélgica puede resultar especialmente significativo, en cuanto Estado totalmente “inventado”, cuyo único fin, o el fin esencial, es el de que los balones, que odian a los flamencos, pero mucho menos que a los franceses; y, a su vez, los flamencos, que recíprocamente odian a los balones, pero mucho menos que a los alemanes, pueden convivir juntos en un único Estado. En un Estado, no sólo de Derecho, sino cultural y tecnológicamente muy desarrollado, económicamente muy próspero y feliz, dentro de un gran bienestar social. Solamente por esto, Bélgica, que dicen reúne ahora un gran equipo “nacional” de fútbol, merecería haber ganado esta última Copa del Mundo que recientemente se disputó en Brasil. En todo caso, resultaría no sólo cómico, sino muy trágico, que mientras los que son mucho más desiguales, se unen, los que somos mucho menos distintos nos separásemos.

¡La autodeterminación! La doctrina internacional del Comité de los Veinticuatro de las Naciones Unidas, para la Descolonización. ¿Todavía no da vergüenza hablar de tal cosa? ¿Acaso Cataluña fue colonizada en algún momento, por nadie, como el Congo, Tanzania, Tokelau, Samoa o Islas Caimán? ¡Qué disparate tan mayúsculo! Únicamente propio de ignorantes. Ni hace falta el menor comentario. Menos aún, si cabe, es posible establecer comparación alguna con lo que ahora mismo se pretende en Escocia, porque resultaría aún más disparatado.

Decía Jaime Balmes (Jaume Llucià Antoni Balmes i Urpià),  aquel gigante del intelecto y el espíritu, gran catalán, sin dejar nunca de ser un gran español, inserto en Madrid en la política española, como servicio a España, Catedrático de Matemáticas, y de acendrada y rigurosa formación científica y filosófica, tomista único entre todos, que mereció ser llamado por el Papa Pío XII “Príncipe de la Apologética moderna”, decía Balmes, que Cicerón acertó con la más admirable definición, cuando dijo que la libertad  consiste únicamente en ser esclavo de la ley. “Trastornad ese orden  -sigue diciendo Balmes-  y mataréis la libertad. Suprimid la ley y reinará la fuerza; quitad la verdad y entronizaréis el error; abandonad la virtud y encontraréis el vicio. Sustraed el mundo a la ley eterna, que abarca a todo hombre y a toda Sociedad y no quedará ya nada sino el dominio de la fuerza bruta”. ¡Con qué eco tan profundo suenan hoy en toda España, las palabras de aquel sabio y honesto hombre! Dios quiera que al fin terminen sonando aún con más fuerza en toda Cataluña, su patria, que por ser también España debe ser asimismo patria de todos los españoles.

Luis Madrigal



miércoles, 3 de septiembre de 2014

CUESTIÓN DE SUMA URGENCIA



LA VERDAD RADICAL DEL SER HUMANO

Habitualmente, estoy esperanzada y gozosamente persuadido de encontrarme dentro del grupo  -grande o pequeño-  de personas para quienes Dios constituye, el bien  -sólo el bien y todo el bien-  como decía Francisco de Asís, aquel hombre tan rico que voluntariamente quiso ser pobre, para poder ser rico de verdad. Estoy persuadido además, y precisamente por ello, de que Dios es la verdad suprema de todo ser humano. La causa de la causa, o causa radical en la que se apoyan todas las realidades. El ens realisimum, que buscaban los filósofos pre-socráticos. O mucho mejor dicho, aunque parezca contradictorio, la causa sin causa. No quiere decir esto, lamentablemente, que en ocasiones concretas deje de acudir a mi mente la aniquiladora sensación de la duda. ¡Son tantas las cosas inverosímiles que me han contado acerca de Dios, muchas de ellas muy posiblemente flagrantes y estúpidas mentiras, que se hace sumamente difícil creer en algunas, tal cual se dice sucedieron en la Historia. Por fortuna, de una parte, no son demasiadas las veces que esto me sucede y, por otro lado, mucho más que una idea  -la de la eterna ausencia de Dios-  se trata de una mera sensación psicológica, o de una impresión sin ningún fundamento ni base razonable para ser acogida. Eso sí, altamente perturbadora e inquietante.

Digo “razonable” con toda propiedad y en el sentido más genuino y profundo de esta expresión. Porque, sin Dios, no sólo me parece imposible la existencia de todo cuanto existe sino, sobre todo, absolutamente absurda. Todo lo que llamamos “el mundo”, el cosmos geobotánico y sideral y muy en particular la vida humana carecería de todo sentido sin Dios, dada la transitoriedad y finitud de los humanos sobre la tierra. Y es tan sumamente difícil, para mí, aceptar que todo cuanto existe  -evolución aparte-  se creó a sí mismo, por casualidad, que  decididamente apuesto por una creación teleológica, para un fín, en lugar de dejarme llevar por la la absurda duda de la nada para nada. Posiblemente, en la más pura dimensión existencialista heideggeriana, Dios no existe, pero es. Necesariamente tiene que ser, del mismo modo que sólo y únicamente puede existir el ser humano, o que las cosas corporales del mundo exterior, todas ellas, ni tan siquiera pueden existir, ni por tanto llegar a ser. Mi racionalidad  -y el sentido “razonable” de mi persuasión de la esencia divina-  no es más que el más puro y primario instinto de mi naturaleza de ser racional. Si encarno y constituyo este tipo de ser, el de ser racional, no tengo más remedio que razonar. Y yo, razono así, sin la menor influencia ni injerencia pre-existente, según me parece, de nada ni de nadie: Sin Dios, nada hubiera sido ni sería posible. Por eso, tengo casi acuñada para mí mismo otra afirmación: Mi primer acto de fe, es un acto de razón. En principio, esto es así. Sin mi razón, no puede haber Dios, pero Dios transciende infinitamente la razón humana y puede obrar en mí el prodigio de la fe en Él, única y exclusivamente por su infinita misericordia. En esto consiste “la gracia de Dios”, concepto tan ausente, según me parece, en la catequética de nuestros días, a diferencia de otros tiempos pasados en los que los tratados teológicos sobre la Gracia, eran abundantes. Dice San Pablo que la Fe entra por el oído y la Teología afirma que por el sacramento del Bautismo, en unión de la Esperanza y del Amor. Posiblemente, pareceré yo un presuntuoso, rayano en la blasfemia, por corregir a San Pablo, y hasta posible reo de excomunión, por hereje, pero estoy asimismo persuadido de que la Fe es fruto exclusivo de la gracia de Dios. Él es el único que se manifiesta a cada hombre, cuando y como quiere, invitándole a creer y sobre todo incrementado su fe. El propio Saulo de Tarso podría ser un ejemplo al respecto. Sin mi razón, sería muy difícil percibir a Dios, estar persuadido de su esencia, pero sin su gracia, sin la gracia de Dios, es absolutamente imposible penetrar en Él, en esa misma Esencia y en el impenetrable misterio que le rodea y encierra. No me parece posible tomar conciencia -y mucho menos aún experiencia- de Dios, sin su gracia, sin su intervención y acción directa sobre mí. Ya sé que, a su manifestación, he de dar respuesta; he de tener la fuerza o la habilidad o la sutileza, en suma la generosidad, de responder con mi conducta a lo que Dios me dice o me pide. Y mucho siento tener que confesar que, en mi apreciación personal, aunque ésta sea torpe, a mí, Dios nunca me ha pedido nada especial. No quisiera blasfemar tampoco  -ahora mucho menos-  pero debo ser para Él muy poca cosa, simple “madera bautizada” o tal vez, lo más probable, excesivamente egoísta, encerrado dentro de mí mismo, y por ello no le dejo que verdaderamente entre en mí. Pero eso que llamamos “yo”, es insignificante. Lo que hace pensar, hasta el punto de no poder comprenderse, según me parece, es la conducta de tantos seres humanos como han entregado y entregan ahora mismo años enteros de su vida y hasta la vida entera, inmolándose, y no para quitársela al propio tiempo a otros, cargados de dinamita u otros explosivos, o con el fin primordial de privar a los demás de ella, sino para salvar la de sus hermanos los hombres, única y exclusivamente por amor a Dios, del que todos ellos son hijos. De ese Dios, al que siguen tantos seres humanos heroicos, es del que estoy yo persuadido y del que me parece es la verdad radical del hombre.

Ciertamente, ningún ser humano, individualmente, aun siéndolo todo para Dios, es nada para los demás hombres, ni para las sociedades, culturas o corrientes de pensamiento, ya sean estas últimas mayoritarias o no. Verdaderamente, si Dios es en sí un misterio, me parece también otro el por qué cada hombre reacciona o forma su pensamiento y criterio acerca de Él de modo tan diametralmente opuesto. Si antes he dicho que “sin mi razón no puede haber Dios”, el pensamiento contrario consiste en afirmar que, con la razón, es imposible que lo haya. En realidad, no es este aserto atribuible propiamente a la razón, sino a la gran conquista humana: la Ciencia. Para quienes no conciben ni están persuadidos de la esencia de Dios, parece ser que es la Ciencia quien se lo impide. La Ciencia, es la verdad. Dios, tan sólo puede ser “el opio del pueblo”, o a lo sumo una deformación o subdesarrollo de la mente humana, pero lo cierto  -según ellos-  es que sólo es verdad lo que se demuestra, y no es posible científicamente demostrar la realidad que algunos decimos es Dios. No hace muchos días, me encontré con un muchacho universitario, a quien quiero mucho, de verdad. Es estudiante de Física, la ciencia de la materia, muy respetuoso conmigo y pienso que con todo el mundo, pero no por ello se abstuvo de afirmar que la inteligencia humana, la capacidad de razonar hasta la descomposición de la  partícula por aceleración o el hallazgo de la mecánica cuántica, no se debe a otra causa sino a la de que el ser humano, por razón de las leyes de la evolución darwiniana, ha podido obtener un muy superior desarrollo de su cerebro al de todos los demás monos. 

Sin embargo, por un lado, la realidad de la materia, no es la única realidad. Hay otras muchas realidades no materiales, sino específica y propiamente espirituales. Incluso, en el propio orden del espíritu, o del intelecto, o del cerebro en el que reside la inteligencia,  se dice ya hace tiempo no cabe hablar de unidad, o más bien de uniformidad.  No hay una sóla clase de inteligencia. A los factores N y V, para la determinación del coeficiente intelectual, el C.I., se añadían ya otros tipos de inteligencia, la creadora, artística o musical, por ejemplo. Y últimamente viene circulando la teoría de que existen hasta 7 tipos diferentes de inteligencia.

Por otra parte, lo esencial de la realidad, no es su “demostrabilidad”, el hecho de que una realidad, una verdad, pueda ser demostrada para poder ser considerada como verdad irrefutable. Eso no puede ser necesariamente y en todo caso lo esencial, en orden a la existencia y mucho menos a la esencia. No puede ser, sensu contrario, la “prueba del nueve” de la operación de dividir, ni mucho menos la “prueba del algodón”. La demostrabilidad, podrá ser base de la Ciencia, y por ende de las realidades científicas, pero no de todas las realidades que pueden, no ya existir, sino ser.

En el año 1973, la Editorial Ariel, en su colección “Ariel Quincenal”, publicó en España, la traducción (con estudio preliminar de José María López Piñero), de la obra del Profesor norteamericano de la Universidad de Yale, Derek J. de Solla Price. El Profesor Price, físico e historiador, prospectó en esta obra la teoría, con numerosos apoyos estadísticos, de lo que se llamó la “ciencia de la ciencia”. ¡Qué ocasión malograda para al menos intuir, no solamente los límites entre lo que Price llamó Pequeña Ciencia y Gran Ciencia, sino la consistencia y objeto propios de esta última! Porque, sin duda, todo lo que las ciencias positivas han descubierto, siguiendo el rígido principio capital de que únicamente es verdad aquello que se demuestra, y las tecnologías derivadas de aquéllas han concretado en un sinfín de objetos de utilidad, pese a ser esta suma, no deja por ello de hallarse circunscrito al ámbito de la Pequeña Ciencia. Permanece pendiente el gran hallazgo, el de aquellas verdades que, sin dejar de serlo, no se pueden demostrar. La Gran Ciencia sería aquella que alumbrase esas verdades. 

¿Acaso no puede haber realidades indemostrables? Verdades imposibles de demostrar, pero que no por ello pueden dejar de ser verdades. De hecho, no por desconocidas durante siglos dejaron algunas de serlo. No se convirtieron en verdad, o fueron más verdad a partir de su descubrimiento que cuando se hallaban ocultas. Me dijo un médico neurólogo, hace ya años, que nuestra única esperanza, la de quienes creemos en Dios, era la del camino trazado por la moderna Bio-Neurología, que trataba de demostrar el carácter extra-cerebral del alma. Confieso que me causó una honda impresión, pero tampoco puse en ello mi fe. Ya entonces pensaba que la mayor, las más absoluta, infinita y eterna realidad indemostrable, imposible de ser alcanzada por la Ciencia, es Dios. El argumento es sumamente sencillo: Si Dios pudiera ser inteligible, comprensible y comprendido por el ser humano, explicado en las Universidades como se explican los fenómenos físicos,  las leyes que los rigen y las propiedades de la materia,  ya no podría ser Dios. Esto, lo descubrió ya hace algunos siglos un filósofo, Enmanuel Kant, cuando afirmó que si Dios estuviese patente, el hombre no podría haber sido libre. Y por eso, sólo por eso, para que el hombre pueda ser libre, Dios está latente, pero está. No existe, es cierto, porque tan sólo puede existir el hombre, y ni Él ni las cosas existen, pero es. Y es eternamente, sin tiempo y sin espacio, sin principio ni fin. Algunos seres humanos, no creen en Él. Son libres. Otros, sí creemos, y también  somos hijos de la libertad. A todos nos ha sido dada la luz, la gracia de Dios, en mayor o menor medida. Por ella creo yo, pero también porque quiero creer. Todos, unos y otros, creemos o no creemos porque queremos o porque no queremos creer. Personalmente, no puedo admitir que nadie no crea por causa de la Ciencia, porque se lo impiden las ecuaciones, las conclusiones de Darwin sobre la evolución de las especies o las de Steven Hopking sobre el Bing-Bang y el universo en constante expansión o la formulación matemática de Dirac y von Neumann sobre los estados de un sistema cuántico. 

Yo creo en Jesús de Nazaret, el Enviado del Padre. El Hijo de María, una mujer de mi propia raza, de la que tomó carne humana  -en y de Ella- para ser mi Hermano y que, por amor, tan sólo por eso, padeció la Muerte. Tras ella, gloriosamente resucitó, para que yo pueda resucitar también en el mismo momento de mi propia muerte, y no pasados ni se sabe cuantos siglos  -en "el último día"- hasta que suenen las trompetas en el Valle de Josafat. El tiempo, una de las coordenadas de Einstein, no es nada para Él. Yo lo creo a través y por medio de la Revelación Divina, integrada por la Escritura y por la Tradición apostólica. También  -no lo niego-  porque me lo dijeron mis padres. Lo creo, por último, por mí mismo y porque quiero creerlo. Porque me da la gana, como decimos en España.

Dulce Jesús de mi niñez, Niño como yo era entonces, Redentor de mis hermanos los hombres, hijos tuyos también, ten Misericordia de todos nosotros. ¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!

Luis Madrigal