MUERE LA FLOR APLASTADA
Nace la flor, temerosa de morir antes de que el sol la alimente
y la lluvia la engalane. Tiene miedo, sobre todo, a que algún furioso y
violento huracán, desmelenado, la derribe del árbol en que nació, para morir
aplastada por la brutal pisada de algún energúmeno al paso. Nace ya con la
honda pena de que su aroma no llegue a perfumar el aire, plagado de humos
nebulosos, contaminantes y tóxicos. Le duele que los niños crucen
inadvertidamente el sendero del Parque sin reparar en su presencia, festiva y
cromática, obnubilados, a su tierna edad, por esa barbarie de dar puntapiés a nada,
aunque se trate de una pelota. Siente la crueldad de que los hombres asusten y
ensombrezcan a sus nacientes e ingenuos pétalos, con los gestos y alaridos que
llaman a la bestia a arrasar cuanto a su paso encuentra. No sólo aquel banco de
madera, acribillado a cuchilladas, como mordiscos rabiosos para arañar el alma,
y que el alma recibe en lo más hondo… Como si un ser atávicamente lombrosiano
hubiese bajado de los árboles ayer mismo y se moviese a grandes saltos, hurgando
en sus axilas y percutiendo los puños sobre su pecho… No sólo aquel banco, que
sirve de reposo al caminante cansado. También una pared, inmaculadamente
blanca, sufre la embestida del salvaje instinto animal… Y, en aquella
encrucijada tan mal iluminada de noche, ha ardido un contenedor de papel, que
eleva sus llamas voraces al cielo, mientras la bestia se regodea, contaminando
aún más el aire, asesinando al silencio de la noche, para que aquél se haga
definitivamente irrespirable y los oídos ensordezcan para siempre. Ya no podrán
ser sensibles al melodioso eco de una música, que llega desde lo lejos y, casi
seguramente, nunca más se volverá a oír.
Luis Madrigal
Madrid, 22 de Marzo de 2012
O cualquier otro día, generalmente al anochecer