jueves, 6 de octubre de 2011

EN LAS OSCURAS HORAS DEL OTOÑO




CUANDO, AL FIN, SE MUERE UNA ILUSIÓN


Una ilusión es una imagen, o un concepto, al margen por completo de la realidad. Es, justamente, lo que no es real y, en consecuencia, es lo que “no es”. Es decir, la nada. Pero también puede ser, y lo es con suma frecuencia, una pura esperanza, o quizá tan sólo un sueño de que algo se cumpla y llegue a ser realidad. Y en este último sentido, siempre es la complacencia en una cosa, en algún fin, y sobre todo en una persona. Sin embargo, en el sentido más dolorosamente retórico, demasiadas veces, por no decir casi siempre, puede identificarse como una ironía, cruel y lacerante. Por eso, a quien padece alguna ilusión, se le llama “iluso”, cuyo término, pese a proceder de illudere (burlar), también algunas veces no quiere decir tanto ser engañado, seducido o burlado, sino que, más bien, puede aplicarse a todo aquel que es propenso a ilusionarse, a soñar. Incluso a hacerlo contra corriente, pese a las razonables advertencias de aquella persona con la que sueña.

Pese a ello  -a veces pese a todo-  las ilusiones son los refugios en los que se cobija el alma humana en la oscuridad de la noche, especialmente en el Otoño, cuando ya baja casi helado el viento de la Montaña. Entonces, las ilusiones muestran más descarnadamente su propiedad de meras ideas, platónicas e inmaculadas, pero al propio tiempo tan sumamente débiles como para no poder ya seguir alentando en nosotros mismos. Mientras lo hacen, hay vida  -verdadera y real-  porque hasta lo imposible cabe siempre dentro de la esperanza. Esta última, tan sólo se acaba cuando la ilusión ya no puede vivir más su pobre realidad de sueño, de ser que no es, para terminar consigo misma. Por eso, tal vez, aquel hombre sabio  -¡nada menos que un judío!-  pudo sentenciar en cierta ocasión, con tan radical y doloroso acento, para salvar de la ruina moral y existencial a un buen amigo, lo que podría parecer impropio, ya pueden ver ustedes que gran error, de un judío: “Si pierdes el dinero, no has perdido nada; si pierdes la salud, has perdido la mitad, pero si pierdes la esperanza, lo has perdido todo”. Y si, según el dicho popular, “mientras hay vida, hay esperanza”, cuando la esperanza se muere, nos hemos muerto también nosotros mismos. Tal vez por eso advierte la Escritura santa: “¡Ay del solo, porque, si está caído, ¿quién lo levantará?... Si está triste, ¿quién lo consolará?”  Desde luego, nadie está obligado, ni puede, a salir de sí mismo  -solamente Dios puede hacer eso-  para levantar al caído o consolar al triste.  Y cuando Dios no cree conveniente hacer tal cosa, tan sólo cabe seguir caminando. Bajo las estrellas del cielo. Luis Madrigal.-