sábado, 20 de abril de 2013

PADRE NUESTRO, ¿POR QUÉ ESTÁS EN EL CIELO?



I

PADRE NUESTRO

Hijos tuyos somos, sí,
pues contigo es el Unigénito…
Mas, ¿somos en verdad del hombre hermanos
en el Hombre que vio clavar sus manos
para ser de todos Primogénito?
Hermano yo...
¿De aquel malvado que me robó la fama,
el prestigio, la honra o el dinero?
¿De aquel que me maldice y me persigue
y que todas ha de pagarme juntas?
¿Hermano yo, de aquella mujer zafia,
sucia, torpe, soez y desdentada?
¿De aquel borrachín del bar de enfrente
que ahoga en el alcohol sus resquemores?
Del vecino que nunca me saluda
y llena la escalera de colillas?
¿Hermano yo, de aquel analfabeto
que suma con los dedos y no sabe
Que Niels Borj era de Copenhague?
¿Hermano yo, del que es de otro partido
y le vota, siempre que hay elecciones?
¿Hermano yo del que es de aquella raza,
de aquella religión o de otra tierra,
de otro pueblo o de otro equipo de fútbol?
¿Hermano yo del pobre en su pobreza,
del delincuente, que ha de sufrir cárcel;
del enfermo que gime, y que me asusta;
del sediento, que no tiene agua fresca;
del habriento, que busca en la basura,
quizá un trozo de pan, entre la sombra...
Descuideros, travestis y mecheras,
prostitutas, ladrones y tahures,
los drogadictos y el que tiene el SIDA?...

Señor: ¿Son esos, -¡todos!- mis hermanos?
No puede ser, mi Dios, no estoy dispuesto.
Tú, no serás nunca Padre nuestro,
sino tan solo siempre Padre mío...
Tan sólo mío, mío... Sólo mío.
Si acaso de mis hijos, mis sobrinos,
mi mujer y mi tía, el Boticario,
aquel señor tan culto y el Notario,
el Profesor de Ciencias, el Médico
y el nuevo Coadjutor, ¡que ese es un santo!...
Y pare usted de contar. Mas te digo,
porque así es la receta: “Padre nuestro”.
Te lo digo en Domingo y a las doce,
minutos antes del aperitivo.
Lo dibujo en mis labios, no en mi mente;
te lo digo entre dientes, y al sonido
de oscuro y monocorde bisbiseo.
Después, quédate Tú... ¡con esa gente!


Luis Madrigal