miércoles, 12 de febrero de 2014

ES BUENO SENTARSE JUNTO A LOS HERMANOS



LOS JUDÍOS, NUESTROS HERMANOS MAYORES


Desde que  -de muy niño-  escuchaba yo las lecturas litúrgicas del Antiguo Testamento, en la vieja iglesia de mi Parroquia, en León, sentía una especie de rechazo, por no decir de repulsión hacia aquel mundo que se reflejaba en las mismas. Los nombres de los personajes, de las ciudades y pueblos, del campo, de los ríos o el mar, y de toda clase de imágenes y metáforas que en ellas se recogían, no tenían nada que ver conmigo, que era un niño de los años cuarenta, tras la horrible Guerra fratricida habida entre mis compatriotas españoles. Nada de lo que me rodeaba entonces  -ni ahora mismo tampoco-  tenía nada que ver con toda aquello. ¡”El Pueblo de Israel…”!. Los israelitas, o simplemente los judíos, que habían salido de la cautividad en Egipto atravesado un árido desierto, y a los que Dios enviaba desde el cielo “el maná”, para que no se muriesen de hambre. ¿Por qué no nos enviaba también algo a los españoles de entonces, que tanto lo necesitábamos?. Nada de esto me parecía normal, porque todas aquellas cosas eran cuestiones muy lejanas a mí, por mucho se pretendiera relacionarlas con la fe en Dios, que aquel buen Párroco, Don Eladio Tejedor Alcántara, trataba de inculcarme. Yo no era judío, expresión esta por cierto que también por entonces, más bien fuera de los templos, se empleaba en el ámbito social y en sentido altamente peyorativo. Más concretamente, para referirse a las personas egoístas, tacañas y, en general, poco recomendables  -casi como el “sacamantecas”, los ogros o “el hombre del saco”-  lo que hacía que la expresión resultase especialmente mal sonante y hasta peligrosa. Cuando alguien quería decir lo peor de otro, tras haberle puesto “pingando”, solía finalizar añadiendo que era “un judío”, por no decir, a veces, un “perro judío”. ¿De dónde y por qué podría producirse aquel hecho, tan real, como yo podía escuchar a cada paso? ¿Cómo aquel Niño Jesús y sobre todo el Hombre que había pronunciado aquel sermón en la Montaña, tan lleno de dulzura, de perdón y sentido de la justicia, podía ser “judío”?. No, eso no podía ser posible.

Claro que, en principio, a mí nadie me decía que Jesús fuese judío, como si tratasen de ocultarlo. Y sólamente, ya casi al final de mi infancia e instrucción catequética, pude cobrar conciencia de ello, paradójicamente para mayor confusión por mi parte. Más tarde comencé a oír hablar, y a leer, que los judíos habían sido expulsados de España, lo que incrementó mi interés por tal cuestión, y pude enterarme también de que grandes personajes de la Historia, como Baruch Spinoza, heredero crítico del cartesianismo y racionalista, y otros muchos, entre ellos el mismo Albert Einstein, eran judíos, o lo habían sido. Judíos  -por referirnos a estos dos últimos-  respectivamente holandés y alemán. Nueva confusión, por mi parte. Resultaba que, además de los judíos españoles, los había también de otras nacionalidades europeas. Y así, progresivamente, hasta enterarme de aquella trágica y criminal historia, llevada a cabo por Adolf Hitler y otros secuaces, todos ellos, como mínimo, miserables dementes. ¡Pobres judíos! ¡Cuánto había sufrido aquel pueblo a lo largo de la Historia…! Y, sobre todo -eso he podido averiguarlo muy últimamente-  ¡cuantas mentiras y perversas calumnias vertidas sobre ellos, al servicio de los más bastardos intereses materiales!

Pero, como diría San Pablo, o Pablo de Tarso (otro “judío, hijo de judíos, de la tribu de Benjamín”), yo ya no soy ningún niño, ni por tanto puedo pensar como piensa un niño, porque ahora que, ya soy hombre  -o trato de serlo-   tengo que pensar, juzgar y obrar como debe ser propio de los hombres. Ello en lo que atañe a todos los judíos en general, pero mucho más aún en lo que respecta a los que fueron, y lo siguen siendo, mis compatriotas españoles, tan españoles como yo mismo, los sefardíes, los que, en tiempo inmemorial, habían llegado a España, a la Sepharad  bíblica, alzando aquí sus tiendas y enraizando generación tras generación, tras prestar transcendentales servicios al Estado y al interés público, hasta el día 31 de Marzo de 1492. Se ha culpado tradicionalmente a los Reyes Católicos de ser los causantes de aquella expulsión, pero los historiadores modernos  -los propios historiadores españoles-  han hecho el esfuerzo de poner las cosas en su sitio, desvelando, entre la hojarasca y el humo de la Historia, y de infinidad de mentiras y calumnias, la pura verdad.

Varias son las cosas que resulta necesario aclarar. En primer lugar que, no fueron Isabel y Fernando, aquellos grandes monarcas, quienes, de repente, casi por arte de magia, encontrasen caprichosamente el motivo, que les moviese un mal día a firmar el Edicto de Granada. Ya el III Concilio de Toledo (en el que, tras condenar y separarse del arrianismo, el Rey Recaredo proclama la Fe católica) reprodujo las conclusiones del de Elvira (celebrado entre los años 300 y 324 y, por tanto, o bien antes de la persecución de Diocleciano o después del Edicto de Milán). Y ya antes de todo ello, había surgido el problema de la convivencia social y política con la comunidad sefardí. Es cierto que, en puridad, la razón era, en principio, genuinamente religiosa: Ellos no podían  -y algunos no querían-  aceptar que el Mesías, hubiese venido ya, mientras los cristianos españoles llevan ya varios siglos adorando a Jesús de Nazareth como el único y verdadero Hijo de Dios, el enviado del Padre. La discrepancia, a su vez, no eran tampoco tan simple y lineal, sino especialmente torcida y sinuosa, acaso intencionadamente por parte de las minorías de uno y otro lados, que, en ningún caso, podía ni puede derivar hacia la culpabilización colectiva de ninguno de aquéllos. Lo teólogos españoles, y antes los latinos, San Agustín por todos ellos, habían percibido y recogido intelectualmente de las propias fuentes bíblicas, de la Torah, que era y es la Ley suprema de Israel,  las declaraciones proféticas esenciales, en virtud de las cuales, en Jesús de Nazaret, un judío, se cumplían todas condiciones atribuidas por la Escritura al Mesías, así como el encargo por su parte de difundir y transmitir su doctrina y su mensaje a todos los gentiles  -a quienes no eran miembros del Pueblo de Israel-  de todas las naciones de la tierra.

Los sefardíes  -y sin duda también la otra gran familia judía centro-europea, los azenakíes-  en cambio, no podían aceptar ni que Jesús de Nazaret pudiese ser el Mesías, ni menos aún que un hombre pudiera ser Dios. Según los teólogos cristianos, y sobre todos los inquisidores, ello era así porque los Rabinos, en las Sinagogas, habían alterado, falsificado, intencional y maliciosamente el Talmud, con la única finalidad de impedir la conversión colectiva de todos los judíos al cristianismo, dando y teniendo a Jesús por el Mesías. Es sabido que el Talmud, no es otra cosa sino una colección de comentarios, y de discusiones o debates acerca de lo escrito en la Ley, la Torah, algo así como, entre nosotros, la Jurisprudencia en relación con la legislación aplicable a un supuesto concreto. Las discusiones y debates, durante todo el periodo que más tarde media entre el Rey Alfonso X y los Reyes Católicos, es más o menos constante tanto en el Reino de Castilla como en el de Aragón, donde se alza la poderosa figura de San Vicente Ferrer, en amparo de los judíos, tratando de que pueda cumplirse la doctrina de San Agustín, consistente en esperar pacientemente que nuestros sefardíes, mediante el ejemplo en la virtud de la caridad por parte de los cristianos, se conviertan y vean a Jesús como el verdadero Mesías, el Salvador a  quien ya no es necesario esperar más, puesto que ya ha llegado desde hace varios siglos.

Pero, es evidente  -y así lo acredita la Historia en sus últimos descubrimientos-  que la máxima virtud cristiana, la del amor, no se produjo hacia aquellos compatriotas que albergaban otras convicciones en lo relativo a su fe en Dios. Es más, podría decirse, con la autoridad que proporcionan las fuentes más modernas, que sucedió lo contrario. Por razón de los más espurios intereses y fines materiales, la mayoría cristiana, especialmente la nobleza y también los reyes, utilizaron a la comunidad judía como simples “ocupantes”, otorgando a los mismos el “permiso de residencia”, a cambio del desempeño de los oficios por otra parte tan despreciados como altamente necesarios, no sólo a fin de sufragar las sucesivas guerras contra el Islam  -muy especialmente la última para la Conquista de Granada-  a través de las aportaciones financieras, algunas veces posiblemente traducidas en préstamos usurarios, pero no así en todas, sin olvidarse de que tal oficio, el de prestamistas, hubieron de desempeñarlo los judíos por prohibírseles, la mayor parte de las veces, ejercer ningún otro.

Mucho menos verdaderas, sino calumniosas, resultan la mayor parte de las acusaciones vertidas sobre nuestros judíos, tanto en el orden temporal como en el propiamente espiritual, siendo absolutamente falso tanto el hecho de profanar hostias consagradas en sus celebraciones, como los de atentar y matar a cristianos en descampados, ni ejercer prácticas satánicas o de brujería. Todo ello, fueron invenciones utilizadas en su contra, fruto de la inquina y del odio, que dieron lugar sucesivamente a crueles matanzas colectivas de judíos, aunque también sea cierto que los propios judíos decidieran “enrocarse” en su situación, puertas adentro de las juderías, practicando los mismos criterios de segregación, racial y religiosa, al margen de los llamados “judíos de Corte”, confortablemente instalados en riquezas y honores.

Pero, de la Sinagoga venimos los cristianos, como venimos de los Salmos y el canto gregoriano de la salmodia judía. Somos discípulos y seguidores de un Judío, el Mesías anunciado por los profetas de Israel, como asimismo hemos recibido la Fe a través, según las distintas partes del mundo, de otros Doce Judíos. Y por ello, como hoy suele decirse, el “gran reto” que a todos debe ocuparnos, no es ya solamente el de la unidad de los cristianos. De todos, tanto de los luteranos y ortodoxos, separados de Roma, como incluso del propio Islam, del que somos “primos hermanos”, a través de Ismael e Isaac y que tiene a “Isa”, el “hijo de Maryam”, como uno de sus Profetas más amados. Pero, además de todo ello, el gran sueño de cuantos creemos en Jesús de Nazaret sería también el del abrazo con nuestros hermanos mayores, los hijos de Israel, que para nosotros se ha transformado en La Iglesia. Y por ello también a mí me gustaría cantar, en torno a una Mesa, la misma canción que el actual Papa de Roma, Francisco, ha entonado hace días con la Comunidad judía en la Ciudad Eterna:

            “Hine ma tov umá naim shébet ajim gam iájadi” La traducción me parece conmovedora:  “¡Qué bueno es que los hermanos se sienten juntos”.


Luis Madrigal