DICEN QUE HOY TERMINA UN AÑO
Desde que yo era un niño de corta edad, esto es, cuando aún me hallaba, radicalmente, dentro de la más rigurosa y estricta dimensión del viejo aforismo clásico, aristotélico, según el cual el hombre viene a este mundo “tanquam tabula rasa, in qua nihil est spcriptum”, ya entonces -puedo jurarlo- comencé a sospechar que el tiempo, ese gran misterio ontológico, no era, ni mucho menos, aquello que medían los relojes. Me convencí por completo de mi “teoría”, cuando mi madre me regaló el primer reloj. Un precioso reloj de pulsera, que yo miraba constantemente. No tenía ningún valor, pero para mí era una maravilla. La caja era niquelada, con agujas negras sobre esfera blanca. Era un reloj de pulsera, con correa de piel color avellana. ¡Y tenía segundero! Cada vez que aquella aguja daba una vuelta completa, ya había transcurrido un minuto. Si los minutos llegaban a ser sesenta, había pasado una hora, y si veinticuatro horas un día. Y así sucesivamente. Los años, regularmente, tenían trescientos sesenta y cinco días; cada cinco años, había transcurrido un lustro; cada diez, una década y cada cien, un siglo. ¿Hasta cuándo, y hasta cuánto, podría durar aquello?, pregunté un día. ¡No tiene fin!, me dijo alguien. Eso era ser infinito. ¡Ah…!, pensé para mis adentros: ¡Entonces, el tiempo no tiene límite! ¿Habría podido tener principio? En cualquier caso, no podía “caber” en aquella pequeña máquina que tanto me gustaba llevar prendida de la muñeca de mi mano izquierda. Alguien me dijo que era allí, donde había de situarse este tipo de relojes, que precisamente por ese motivo se llamaban “de pulsera”. No llegué a entender nunca por qué en la muñeca izquierda. Después, pude comprobar que algunas personas, efectivamente, lo llevaban en la derecha. Tal vez, por simple presunción o coquetería masculina, porque me estoy refiriendo a hombres. Quizá para singularizarse y distinguirse de los otros mortales, pretendiendo “ser más”, como he podido observar, alguna vez, hace el Rey de España. También los había de bolsillo. Aquellos enormes y aparatosos “pelucos” de oro, de doble tapa y doble cadena, que se prendían de alguno de los ojales del chaleco, como había visto hacer muchas veces a mi tío Teodoro, cuando vino de Méjico, hecho todo un “indiano”, un señorón que fumaba puros y consultaba constantemente aquel reloj, haciendo sonar la apertura y cierre de una de sus dos tapas, mientras me hablaba también del de los aztecas y de aquella gran Nación, a la que tanto quería y tanto me enseñó a querer.
Cuando yo tuve aquel primer reloj, había cumplido exactamente 12 años de edad y estaba cursando entonces, creo recordar, el segundo año del Bachillerato, cuando éste constaba de siete. Tres años más tarde, comencé a saber que, además de preguntarse hasta cuándo y hasta cuánto podía durar el tiempo, podía tener sentido -y mucho- preguntarse hasta dónde llegaba, y si el tiempo y el espacio eran o no una misma cosa, una misma entidad, un ens relativo. Mi afición natural a la Filosofía, en unión de aquel hombre sabio que tuve la suerte fuese mi Profesor en la materia, Don Vicente Losada, me permitieron tener noticia de las dos teorías más importantes que, entonces, ya mediado el siglo XX, pugnaban por abrirse camino en la explicación del origen y consistencia esencial del tiempo, como ser. Esto es, como ente, como entidad ontológica. Y pude saber ya entonces de las enconadas discusiones entre los físicos y los filósofos a lo largo de la historia, que aún no han llegado a su fin, ni a ninguna conclusión definitiva. En los últimos siglos las posturas se han polarizado en dos teorías. Por una parte, el substantivismo, propugnado por Isaac Newton, que considera al espacio-tiempo como una entidad independiente de las cosas materiales, prescindiendo de que existan o no, y por otra parte, el relacionalismo, defendido por Leibniz, que reduce la naturaleza del espacio-tiempo al conjunto de relaciones entre los corpúsculos o partículas elementales de las que está compuesta la materia y que, por consiguiente, no puede existir sin estos corpúsculos materiales. Las discusiones entre los substantivistas y los relacionalistas se han prolongado hasta nuestros días. Para complicar el debate, han surgido nuevas cuestiones, como el descubrimiento por Gödel de unas soluciones de las ecuaciones de Einstein que implican un tiempo cíclico, o la propuesta de Putnam y Rietdijk, que defienden un mundo de cuatro dimensiones estático, en vez de apoyar la teoría de que el Universo es una sucesión dinámica de mundos tridimensionales. La conclusión es que la unidad espacio-tiempo, continúa siendo un enigma para la Ciencia y para la Filosofía; un misterio, para la Teología y, en consecuencia, un horizonte de negros nubarrones para el hombre.
Sin duda por ello, los hombres, la inmensa mayoría, han decidido divertirse, pasarlo bien, generalmente en todo momento, y de un modo especial en días como el de hoy. Me han dicho que hoy, es el último día del año. Del año 2011, naturalmente. Con total sinceridad, yo estaba en la creencia de que era ayer, pero no, parece ser que es hoy, esta noche, a las 24 horas del día que transcurre en este mismo momento en el que esto escribo. Será entonces el momento, como mínimo, de abrazarse, de esbozar o romper en verdaderas sonrisas, besos y deseos de felicidad. También -¡Dios mío, ¿cómo podrá ser posible a estas alturas?!- de disfrazarse, vistiéndose de “legionario” o de troglodita (¡con el frío que hace!), con “matasuegras” o sin él; incluso de smoking, frac o chaqué, para asistir a algún baile de gala en algún casino o club distinguido, repleto de eso que ahora llaman “glamour”. A mí, antes, desde hace ya bastantes años, ese momento de paso, de tránsito de un año a otro, me emocionaba y hasta me inquietaba gravemente, pero hace ya mucho, por lo menos casi dos décadas, que no me afecta en absoluto. Nadie se abraza, ni abre una botella de champagne en la víspera inmediata de un nuevo mes; ni menos aún, al pasar de una hora a otra del día. Esencialmente, la diferencia es exactamente la misma. Por eso, ya había decidido muy firmemente proceder con arreglo a esta realidad. Pero, últimamente, este año por ejemplo, me repugna hasta la saciedad escuchar por la calle la cantidad de sandeces, frivolidades y vacías superficialidades que escucho. ¡No lo puedo resistir! Tampoco pretendo, ni mucho menos soy tan iluso, “cambiar la Sociedad”. Y, lo malo, por este motivo, es que la única solución es la de no salir a la calle, ni ver la TV. Esto es, quedarme en casa, meterme, no “en el armario” (aunque pudiese ser esto una solución, “sensu contrario”, después de todos los que han “salido” de él). Meterme y tirar la llave. Ya es un poco tarde para marcharme a alguna isla desierta. O a la Argentina. ¡Qué más quisiera yo! Luis Madrigal.-