domingo, 2 de diciembre de 2012

UNA ESTAMPA ROMÁNTICA




HOJAS DE OTOÑO
 

Paseaba por el Parque que se encuentra enfrente de mi casa, acariciando bajo mis pies las hojas caídas de los árboles, ya sin color, deshilachadas y húmedas. No quería pisarlas. Ya habían soportado otras pisadas, como para que yo incrementara por mi parte su dolor. Por ello, más que caminar, casi me parecía sostenerme en el aire, como si un especial magnetismo, venido del cielo, me mantuviese en vilo. De vez en cuando, me agachaba hasta el suelo y recogía alguna de aquellas tristes hojas, poniéndola con cariño sobre la palma extendida de mi mano, para lanzarla después con cierto impulso al viento, por si acaso pudiera remontar el vuelo. Pero, aunque tan leve su peso, la gravedad es ley tozuda. No cooperaba en nada el día, frío y lloviznoso aunque calmado, sin que desde la Sierra llegase apenas ni una débil brisa. Las hojas, lanzadas por mi mano a la nueva conquista del cielo, volvían al suelo sin variar unos escasos centímetros el lugar en el que antes se encontraban, para seguir ocupando su fúnebre destino, entre tantas otras. De pronto, al observar su ocre y macilento color, recordé por contraste el brillante verde que ufanas vestían durante el verano. Y fue entonces, cuando no pude menos de recordar con tristeza los hermosos y profundos  octosílabos de aquella inolvidable quintilla de Esproceda:

Hojas del árbol caídas
juguetes del viento son:
las ilusiones perdidas,
¡ay!, son hojas desprendidas
del árbol del corazón.

Sin duda, no son pocas las personas que conocen y repiten con frecuencia, muchas veces, esta quintilla, sin saber ni que lo es, ni siquiera el nombre de su autor, aquel empedernido romántico de Almendralejo, ni mucho menos aún que forma parte de una larga composición de versos, de distintos tipos de estrofas,  que el gran poeta español insertó en su poema "Está la noche serena", del que forma parte. Él, se situó en una noche serena, posiblemente tan calmada como este acontecer vespertino casi crepuscular en el que yo paseaba, contemplando y recogiendo hojas. Pero la escena, y la reflexión, sin duda eran las mismas. Y una ligera sonrisa, aunque nadie pudiera advertirla, más bien amarga, a diferencia de las hojas caídas sí que voló hasta mis labios. Puse la mano sobre mi pecho y pensé que eran ya también demasiadas las hojas desprendidas de mi corazón. Aun así, continué caminando, entremezclándome entre las hojas zaheridas por el frío y la llovizna, y confundiéndome con ellas en una amorosa simbiosis. Entre las caídas de los árboles, que me cobijaron bajo su sombre en el verano, y las desprendidas triste y dolorosamente del árbol de mi vida, iba yo encaminando mis pasos de regreso. Y entonces, como casi siempre ante estas hondas situaciones, mientras caminaba, iba componiendo un Soneto, cuyos versos también como tantas veces memorizaba al paso. Ahora mismo llego de mi paseo y ahora mismo lo escribo, al menos para que él pueda permenecer:


A LAS HOJAS DE MI OTOÑO


Hojas caídas, que besáis el suelo,
y que por mí penáis y estáis llorando.
Volved de nuevo al viento, que volando,
vendrá otra Primavera desde el cielo.

Si no podéis ya más alzar el vuelo,
os tomaré en mi mano suspirando,
que en el estío  -fuego derramando-
vuestro manto tendió sobre mí un velo.

Hojas amigas, en las tiernas ramas
llenas de juventud y de esplendor.
Tuvisteis el vigor de mil retamas

hasta que, heridas, os faltó el verdor...
Y de un cadáver hoy sois sólo escamas,
mas en mi pecho encontraréis calor.



Luis Madrigal