domingo, 23 de diciembre de 2012

MIENTRAS VOY ESCRIBIENDO




PENSAMIENTOS A LA DERIVA, EN NAVIDAD


Está inmaculadamente blanco el papel sobre el que me dispongo a estampar una serie de signos alfabéticos, es decir, de ese conjunto finito y ordenado de símbolos gráficos que, al unirse, integran monemas, o fragmentos mínimos capaces de expresar algún significado, para que, a su vez, éstos constituyan lexemas, cuando no son dependientes de otro u otros. Se me ocurre sobre la marcha que pienso en hacer tal cosa, no como quien hace garabatos, sobre ese mismo papel, o excelentes bocetos, dotados ya de sensibilidad y arte plástico. También he sido y aún soy dibujante, y hasta pintor, aunque bastante malo, pero tampoco es esa la razón por la que ahora no voy a dibujar ni a pintar. Lo que en este momento pretendo, es que esos signos alfabéticos, que terminarán siendo monemas, lexemas, y aún mucho más, sintagmas, conjuntos de morfemas organizados funcionalmente respecto a un núcleo (sea de uno u otro de los distintos grupos, adjetivales, nominales, preposicionales o verbales) y ya constituya una oración, una simple proposición o, en definitiva, un texto, puedan expresar o reflejar una idea y hasta un conjunto de ideas, un pensamiento. Lo que yo pienso, o lo que yo siento.

Ello sucederá si aquellos signos que me propongo trazar sobre el papel, llegan a adquirir legibilidad, o posibilidad de ser leídos, si otras personas desean pasar su vista por lo que yo he grafiado al emplear esos signos o símbolos, para que aquéllas puedan comprender e interpretar su contenido semántico, la significación de los caracteres empleados por mi parte sobre ese papel y, en consecuencia, comprender, bien para aceptar y compartir, bien para rechazar o rebatir, el pensamiento o el sentimiento que yo he expresado. Lo primero que me propongo, pues, es escribir, para que otros puedan leer, o por si desean hacerlo. Esto segundo, ya no depende de mí, pero sí lo requiere el que yo utilice tales signos con rigurosa precisión para que, quién en su caso los interprete, pueda entender exactamente lo que yo quiero decir, y no otra cosa distinta por muy parecida que pudiera ser. El binomio escritura-lectura, suscita infinidad de cuestiones, pero eso no es todo. Aún hay bastante más. Mucho más


Resulta que, además de poder ser leídos, mentalmente, para lo que basta pasar la vista sobre el papel en el que yo he escrito esos mismos signos alfabéticos, que constituyen e integran morfemas, lexemas y unidades sintácticas en su conjunto, además de todo eso, aquellos signos, susceptibles de expresar con exactitud y precisión pensamientos o sentimientos, pueden ser pronunciados oralmente, mediante la emisión de sonidos. Es decir, poseen un valor fónico-fonológico, de tal manera que si alguien ya no puede ver, o no puede hacerlo con claridad, otra persona pueda transmitirle esas ideas mediante su propia voz. Y, ¡oh prodigio, antes habría de desplazarse físicamente, para poder hacerlo vis a vis, cara a cara, o bien a través del teléfono, pero en este momento, puede utilizar Skype o Messenger, añadiendo al sonido la imagen! Esto último, casi parece causar la impresión de que la tecnología puede obrar “milagros”, pero tampoco es esto último lo más importante. No es más importante, creo yo, que lo anteriormente dicho, en cuanto a todos los mecanismos humanos que intervienen en la operación inter-relacional escribir-leer, en sí misma considerada. No señor, no lo es, aunque con toda certeza pueda obedecer a la misma suprema causa.

Dicen que Don Benito Pérez Galdós, se sentaba en su mesa habitual (y yo he tenido el gran honor de poder sentarme también en esa misma mesa), en el Café-Cervecería que antiguamente se llamó “La Cruz Blanca”, en la esquina de la Calle Goya con la de Alcalá, en Madrid, y comenzaba a escribir  -por supuesto siempre una novela-  sin saber cual sería el tema ni el argumento que iba a desarrollar. Eso ya se vería, según los derroteros por los que su libre y portentosa imaginación le fuera llevando. Yo, pobre de mí, no soy precisamente Pérez Galdós, pero tampoco sabía acerca de qué podría escribir hoy, cuando tracé sobre el papel aquellos primeros signos alfabéticos. Estoy tan cansado de oír expresiones y frases vacías, que por un momento temí lo peor. Pensé que yo también podría incurrir en ese tópico tan pagano de desear a los demás “Feliz Navidad”. Sin embargo, fueron precisamente aquellos signos, en principio casi sin contenido alguno, los que me condujeron a este texto que, quizá alguien haya podido leer ya. No exactamente ahora, en este momento en el que escribo (eso ya sería “cosa de brujas”), pero sí una vez se publique en este humilde Blog.

Sin embargo, ahora, me detengo un instante y, al reflexionar sobre lo por mí mismo ya escrito, al mero impulso de la deducción lógica, siento una especie de mareo, o de vértigo existencial, que no me atrevo a calificar ni tan siquiera a nominar. ¡Qué maravilla, el cerebro humano! Cualquier cerebro, el de cualquier hombre, incluido el mío, que evidentemente no es nada especial, porque, de serlo, no estaría yo en este momento, como los colegiales en las felices horas del “recreo”  -es decir pasándomelo muy bien-  sino en algún lugar importante, haciendo cosas igualmente importantes. Me consuela saber que cosas importantes, de verdad, no hay casi ninguna, pero me consuela, mucho menos que me complace experimentar, al pensarlo, la capacidad de esa maravillosa máquina que es el cerebro humano. Esa masa encefálica, ha sido capaz, a lo largo del tiempo, de albergar el pensamiento, para transformarlo paulatinamente en sonido, y representar después éste mediante signos gráficos, dentro de ese armonioso y lógico código que es el alfabeto, o abecedario, y convertir todo ello en el lenguaje. No sé de donde puede haberle venido a la raza humana tales maravillosas capacidades. Desde luego, pienso firmemente que de la evolución, no. También los elefantes  -por proponer una de las especies que se dice más inteligentes-  han evolucionado, como lo han hecho todas las demás especies, pero ninguna ha conseguido hablar o leer, sino tan solo barritar, ladrar o gruñir  -aunque esto, lamentablemente, también lo hagan muchos humanos-  ni mucho menos escribir. ¡Oh, el gran misterio del hombre…! Determina la Ciencia que la especie humana evolucionó, desde su origen en el mar, donde era algo así, en lo que atañe a sus características fisiológicas, como un pez o un saurio, mucho antes de los procesos de hominización y humanización, es decir, millones de años antes de haberse subido a los árboles, como el primate que entonces era, para bajarse después de ellos y comenzar a caminar erecto. Mucho antes, pues, de “Lucy”, que parece ser era una Australopithecus afarensis, y de lo que de ella descendió. Y muy posiblemente esto es verdad, pero aquel “extraño” ser inicial, en el origen de la vida, debía sin duda albergar dentro de sí alguna potencia esencialmente especial que, entre todos los demás millones de especies, o centenares de miles, es igual, le permitiera alcanzar lo que ningún otro ser ha conseguido: Pensar, hablar y escribir, creando para ello, desde la nada, el maravilloso código del lenguaje, que actúa como un sistema perfecto de comunicación e interacción humana. Merced a ello, y solo por ello, pudo transformar el medio físico de la Naturaleza; estructurar la organización de su convivencia; crear instituciones y mecanismos de orden y, tras descubrir el fuego e inventar la rueda, alumbrar y desarrollar la complejísima maquinaria que, en la actualidad, constituye la Ciencia y la Tecnología… Al llegar a este punto de mi reflexión, después de haber trazado sobre un papel aquellos signos a los que me refería (los mismos que vosotros, queridos amigos, ahora estáis observando, analizando e interpretando), una luminosa idea vino con fuerza y nitidez a mi pobre mente: ¿No será, todo esto  -simplificando la cuestión, ciertamente, pero también reduciéndola a la luz más refulgente- un efecto clamoroso de esa substancia o principio sin causa, de ese eterno ser increado que llamamos Dios?


Yo, muy humildemente, desde luego llegó a esta conclusión, más bien hierofánica, sin ninguna ecuación ni experiencia microscópica ni telescópica. ¡Pobre de mí…! ¿Cómo podría yo llegar a semejante conclusión por tal camino? Soy consciente de mi total ignorancia al respecto, y ya ni tan siquiera recuerdo los rudimentarios conocimientos adquiridos por mi parte, en el Bachillerato, acerca del teorema de Pitágoras sobre los triángulos; o del de Euler sobre los poliedros, o su teoría acerca del número "e"; del álgebra, la trigonometría y el cálculo infinitesimal. Nunca los entendí además demasiado bien, sino por el contrario de forma muy borrosa e imprecisa, y por ello mi inclinación natural se orientó hacia la palabra, los morfemas, lexemas y sintagmas; los silogismos, la Filosofía y la Historia, en lugar de tender hacia el número y, tras él, a la Física cuántica o la Neurobiología. Ciertamente soy un total ignorante de lo tan poco que conoce la Ciencia. ¿Pero acaso los científicos saben más que yo de Dios, aparte los que lo niegan tan arbitrariamente como yo lo afirmo y creo en Él? Tengo la impresión de que, de Dios, todos sabemos lo mismo. Ninguno, sabemos nada, porque de la nada no puede saber nada la Ciencia. Incluso, respecto del antagónico binomio “evolucionismo-creacionismo”, tan de moda hoy, nadie puede pronunciarse indefectiblemente, porque una cosa es el creacionismo “científico”  -que en modo alguno puede ser tal, no puede ser científico, al pretender utilizar la Ciencia para explicar a Dios-  y otra muy distinta la creencia en la creación divina de la Naturaleza, del cosmos geobotánico y del hombre. La evolución  -que parece un hecho innegable-  acontece dentro de la creación, pero no por ello el materialismo puede excluir al Creador. Como tampoco puede la Fe, ampararse lo más mínimo en la herejía del literalismo, en esa obsesión infantil de tratar de explicar la Palabra en su expresión literal, cuando indudablemente es simbólica, porque ni Dios creó el mundo en seis días, ni Adán y Eva son más que un puro símbolo.

Quizá por eso, porque ahora estamos en Navidad, esta misma mañana, cuando me disponía a escribir, sin saber de qué, he derivado hacia esta inmensa sensación  -demoledora por otra parte de cuanto pagano me rodea en estos días-  de que, aun siendo tan poco lo que relativamente puedo hacer, sin duda es infinitamente mucho. O, más bien, todo si, como clamaba San Pablo, yo también proclamo con energía: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta”. Y eso, que hoy, tan sólo es un Niño. ¡Bendito seas siempre, Señor… Te doy las gracias por haberme creado a tu imagen y semejanza! Sé que nunca te olvidas de los que sufren, pero te recuerdo a los que, por unas causas u otras, tan cerca o incluso tan dentro se encuentran del dolor, en estos días de general alegría. Tú, los consolarás. Ah… se me olvidaba: Aunque casi nadie te felicite, ni te invite a la mesa en tu fiesta de cumpleaños,ni tampoco yo sea mejor que nadie... ¡Feliz Cumpleaños, Señor!


Luis Madrigal