CENIZA
La ceniza es el residuo de toda
combustión. Su forma es la del polvo y su color generalmente grisáceo, cuando
no ennegrecido por el paso del tiempo, turbio, nublado, de modo similar al que
la humedad va dejando en las paredes de las casas. La ceniza puede ser también
lanzada al aire y expandida dentro de él, como se expande el humo. La ceniza,
pues, también es humo. Algo que se va y que no vuelve. Al menos que no vuelve
jamás por aquí, para disfrutar de tantos placeres, como pueden encontrarse y
que algún día se acaban. Por eso, tal vez la mejor definición del ser humano,
visto o contemplado desde la experiencia sensible, sea la de afirmar que “el hombre es ceniza”. Humo, que se va y
que no vuelve. Todas las demás definiciones, necesariamente han de ser
provisionales, interinas, aunque algunas puedan ser también muy aproximadas a
la gran y única realidad absoluta y eterna. Pero nadie puede saber con
exactitud y certeza metafísica cual pueda ser esa suprema realidad del hombre.
Tan sólo se puede creer y esperar.
Casi todos los pueblos de la
antigüedad, por no decir todos, han encontrado en la ceniza el símbolo de las
calamidades, del dolor y del luto. Por ello la costumbre de sentarse en el
suelo entre ceniza y polvo se practicaba por los pueblos orientales. Los judíos
fabricaban, con el fin de purificarse, un agua lustral -precedente remoto de la actual lejía- con las cenizas de una ternera sacrificada el
día de la gran expiación. Otros pueblos, al icinerar los cadáveres de las
personas más queridas, depositaban sus cenizas en urnas, llamadas “cinerarias”, con el fin de conservarlas
en la casa, en permanente recuerdo de los fallecidos.
En el día de hoy, celebra la Iglesia Católica la festividad
del Miércoles de Ceniza, día que da comienzo a la Cuaresma. Hoy , ahora mismo aún,
durante todo el día, es Miércoles de Ceniza para toda la Iglesia en el mundo. La Iglesia , recomienda a los
cristianos, recibir la imposición de la ceniza, que no es un sacramento, pero
sí es un sacramental. Teológicamente hablando, los sacramentales, aunque no producen la gracia “ex opere operato” como lo hacen los sacramentos, regulados en el
Codex con carácter general en los cánones 840 a 848, son también unos “signa sacra” (canon 1.166), signos
sagrados destinados a producir efectos espirituales -no producen la gracia pero la impetran- y como tales algunas veces se hallan dotados
también, como los sacramentos, de materia y de forma. Ciertamente, los
sacramentales no son de institución divina, sino meramente eclesiástica y pueden
consistir en cosas o lugares y en acciones. Cuando se tarta de las primeras, se llaman sacramentales permanentes, y obtienen
tal carácter en virtud e la consagración o la dedicación. Es decir, se
consagran las cosas (los cálices o
las custodias) y se dedican los lugares
(los templos o los cementerios). Si se trata de las acciones, como la bendición invocativa
(no la constitutiva del canon 1.171) de una imagen o de un mero objeto religioso no
litúrgico, se denominan sacramentales
transeúntes y tienen la finalidad de impetrar los dones divinos, también
los materiales, pero especialmente los espirituales. La imposición de la ceniza
es un sacramental transeúnte, desde luego, pero representa el recuerdo
permanente del espíritu cristiano más profundo y coherente con la realidad
humana existencial, o si se prefiere fenomenológica.
Ya en la Iglesia de los primeros
tiempos, o al menos en la medieval, los Obispos extendían un poco de ceniza
sobre la frente de los penitentes, costumbre que representó el inicio de esta
práctica, hasta que, en el año 1091, el Papa Urbano VI, en el Concilio de
Benevento, dispuso que se impusiera también la ceniza a los fieles del modo en
el que se sigue observando, si bien últimamente, ya no desea la Iglesia mantener la vieja
formula, un tanto tremendista y aterrorizante, del “Memento homo, quia pulvis eris et in pulverem reverteris”.
Demasiado lo sabemos todos. Hace ya algún tiempo que, en el rito de la el
Ceniza, el oficiante se limita, a exhortar al que la recibe: “Conviértete y cree en el Evangelio”. Ello
es mucho más saludable, porque convertirse es dar la vuelta a nuestras acciones -a las malas y a las peores- y creer en el Evangelio es creer en nuestra
propia resurrección, que no ha de ser otra sino la misma de Cristo Jesús. Dicen
que el Cardenal Portocarrero, Arzobispo de Toledo, Primado de España, dispuso
por sí mismo como epitafio que aún puede leerse sobre su tumba en la Catedral toledana, la
inscripción: “Hic situs est pulvis,
cinis, et nihil”. Todas las demás inscripciones funerarias advierten en sus
propias lápidas quién es el que bajo ellas yace. En esta, hay que preguntar: ¿Quién era este señor”. Y por ello dicen
los guías turísticos que aquel Cardenal lo hizo así por propia vanidad. Eso
nunca podrá saberse. Ciertamente, en bastantes ocasiones la más aparente
humildad no deja de ser un ejercicio de la más refinada soberbia. Pero lo que
en todo caso se le olvidó a Portocarrero fue manifestar públicamente que ese “polvo, ceniza y nada”, será todo y la
más brillante luz, al resucitar para siempre a la Vida en el mismo instante de
la muerte.
Luis Madrigal
Wolfgang Amadeus Mozart
REQUIEM
Communio Lux Aeterna