Solemos
oír muchísimas veces -y hasta demasiadas
lo decimos nosotros mismos- que los
cristianos somos incapaces de llevar los preceptos del Evangelio al mundo y
que, por ello, éste es como es. Sin duda, esto, en una gran proporción, es
verdad. El cristianismo es de muy difícil ejecución, casi diríamos
prácticamente imposible. Eso de renunciar a uno mismo para entregarse a los
demás (a “los que no son yo”) es
tarea ontológicamente “contra natura”, si uno se embelesa al mirarse el ombligo
y, sobre todo, se va acostumbrando con dejadez a no situarse frente a las
cosas, esos objetos corporales del mundo exterior, determinados y apropiables.
¡Es tanta su fuerza atractiva! No nos vale aquello que decía Zubiri. Si no
tomamos cierta distancia de las cosas, si no nos situamos frente a las cosas, sino que nos
abrazamos a ellas hasta que casi formen parte de nosotros mismos, entonces nos
“cosificamos”, nos convertimos en otra cosa más, dejando de ser personas. Tan
sólo nos personalizamos cuando, como mínimo, podemos decir hasta aquí llegan “mis”
cosas y aquí comienzo yo, para después obrar en consecuencia. Establecida, de
forma operante, esta frontera entre las cosas y “yo”, entonces nos
personalizamos, somos verdaderamente personas, y no cosas. Esto, es muy bonito
y, sin duda, muy cierto. Pero, en la lucha por trazar y establecer esa
frontera, la mayor parte de los cristianos, pienso yo, terminamos por sucumbir.
Y por eso el mundo está como está.
Sin
embargo, hay algunos seres, y puede que no sean tan pocos, que nos hacen
recuperar la esperanza en la vocación y el destino cristianos. Son esas
personas, hombres y mujeres, que lo dejan todo para ocuparse de los otros, para
padecer junto a ellos y hasta morir por ellos, como ya hemos comprobado
recientemente y muchas veces más.
Uno
de esos seres celestiales, más que terrenales, fue en vida la misionera
española de la
Congregación de María Inmaculada, que profesó en Madrid, el
día 9 de Octubre de 1928, con el nombre religioso de María del Corazón
Eucarístico. ¡Vaya nombre! A cualquier ateo o frívolo, como yo mismo, le
parecerá hasta ridículo el nombre, sobre todo teniendo en cuenta que ni los
nombres, ni el solemne liturgismo vaticano, pese a su belleza objetiva, ni las “ceremonias teatrales” de tercera, a las
que últimamente algunos nos vienen acostumbrando, añaden nada de nada al
espíritu cristiano. Ignoro cual podría ser el “estilo” litúrgico de la Hermana Corazón , que antes de
ser religiosa, se llamaba Jovita García Peláez, pero lo que sí sé es que pasó
hambre y frío en Francia, al inicio de la Guerra Civil española; que más
tarde hubo de padecer en Inglaterra, y en carne propia, las atrocidades de la
II Guerra Mundial, al frente de una
comunidad de doce Hermanas de la misma Congregación que asistían a mujeres
refugiadas del este de Europa, todas ellas muy jóvenes y en su mayoría judías que
huían del terror hitleriano. Finalizada la gran Guerra, la Hermana fue trasladada,
primero a Méjico, donde cooperó decisivamente en la Fundación Tlacotepec ,
en plena Sierra mejicana, y después a la India , donde su Casa se fue llenando de niñas
huérfanas, pobres y abandonadas, a las que otorgó su amparo y protección, pero
sobre todo su cariño, como si se tratase de su verdadera madre, y donde aún son muchas las personas que recuerdan con admiración y gratitud a la Hermana Corazón. ¿Qué razón
podría haberle llevado a tales lugares y situaciones, si ella había nacido en
Francos de Tineo, Asturias? En la respuesta a esta pregunta cabe fundar nuestra
esperanza de hacer algún día del cristianismo no sólo una bella utopía, sino
una palpitante realidad.
Luis
Madrigal