viernes, 25 de febrero de 2011

UN RECUERDO Y UN SUSPIRO...




CON EL SUPLICANTE RUEGO
DE VOLAR, A CAMBIO DE UN POEMA




He salido ayer, por Ferrocarril y por primera vez este año, del abigarrado y denso Madrid, hacia el campo infinito e insegregable. Como "Rubín de Cendoya"  -místico español-  yo también veía desde el Tren las cimas de Guadarrama, recortándose sobre el horizonte azul, pero, a diferencia de aquel gran hombre, no podía verlas desde la vertiente de Segovia, pero sí desde la de Ávila. Tampoco me era posible verlas en el fulgor del verano,  como él las vió, pero sí amorosamente cubiertas de nieve.


Mi breve viaje, concluyó a más de 1.200 metros de altitud ("sobre el nivel medio del Mediterráneo, en Alicante"), en Las Navas del Marqués, a 1.221,1 exactamente, en la misma Estación del Ferrocarril. Era consciente en aquel momento de estar viviendo y gozando el día quizá más luminoso, sereno y brillante de toda mi vida. El sol, en lo alto, casi con la fuerza y el brío de Julio, parecía feliz sobre un cielo azul purísimo, libre de toda mácula o brizna de nada que no fuese el invisible y perfumado ozono, fugándose de las inmensas frondas de pinos y abetos.





En el interior de mi viejo Caserón, donde habitan antiguos misterios, hermanados con los duendes de un bosque cercano, el termómetro indicaba una temperatura de 6º Centígrados, pero fuera, en el humilde jardín, ahora en invierno, me esperaba la  inmensa emoción que siempre reclama el espíritu humano, sobre todo cuando siente la premura de aliviar las arrugas y cicatrices del alma.  Allí, entre hojas resecas, residuos aún del otoño, habían visto la luz unas florecillas, tal vez silvestres,  o quizá fruto de alguna antigua siembra de semillas, que orientaban alegres y vigorosas los pétalos al sol, recibiendo la amorosa caricia de sus rayos. Por un instante, pensé en desarraigarlas, para llevármelas conmigo, pero me pareció una crueldad sacrificar su vida, por breve pudiera ser ésta, en una maceta. Por ello, me limité a tomar fotografías y a mirarlas, durante un largo rato, con inmenso cariño.

Un día prometí recordar, cada vez que viese la flor del "diente de león", que en algún lugar del ancho mundo llaman "panadero". Nunca he faltado ni faltaré jamás a mi promesa.





Ayer, en cambio, no vi ningún "panadero", pero, tal vez precisamente por eso, tan sólo pude exhalar un suspiro, ante estas humildes y místicas flores, con el encarecido ruego que les hice. Ya los sabios de la Metereología anuncian nuevamente póximos fríos y lluvias, porque el invierno no ha terminado, ni mucho menos. Por tal motivo, yo les supliqué que, si fruto doloroso de la climatología, son arrancadas de su plácido seno, emprendan sin tardanza el vuelo, a lomos del viento, hacia el soleado Sur, más allá ("plus ultra") del inmenso y Tenebroso Mar, que une y separa, para llevar ese suspiro muy lejos de mí... Y a cambio de mi suplicante ruego -no hay que ser nunca tan pedigüeño ni egoísta-  me quedé un buen momento junto a ellas, mientras escribía y les dedicaba este poema:


FLORES DEL CAMPO


Flores del campo, que nacéis altivas
y libres, sin riegos programados;
sin planes de cultivo, sin testigos
ni tutores, ni layas, ni abonados,
y florecéis un día, hermosas,
incluso sin llegar la Primavera...
Sólo el sol y la lluvia, a su albedrío
os cuidan y aderezan... Os cobijan
los árboles frondosos, que sus ramas
descubren en invierno, por el frío,
para que, así, el calor, anide en vuestro vientre...
Las tienden amorosas, en estío,
para que no os abrase, tan ardiente...
Flores silvestres, campesinas,
sin dueño ni heredad, ni jardinero,
¡qué gozo al veros nuevamente!
-sin tez marchita, en un viejo florero-
nacer, vivir, decirle al viento
que no teméis la fuerza de su encono;
ni a cizalla o tijera, que os arranque
de la tierra salvaje en que nacistéis...
También morís, mas sin saberlo.
Y, sin saberlo, de vuestra simiente,
hacéis viva la tierra, año tras año,
y así vivís por siempre... Eternamente.



Luis Madrigal