NECESIDAD DE
LA MUERTE
Llevo ya más de un mes asistiendo a la
desaparición, de esta tierra que pisamos, de amigos muy queridos. De forma
inesperada, una tras otra, tan dolorosas noticias -lo confieso- han conmovido
todo mi ser, dejándome tambaleante y aturdido, al propio tiempo que
especialmente confuso acerca de mi pretendida fe. De la Fe en Dios, naturalmente, porque, de un modo
lógico y objetivo, no parecen demasiado compatibles entre sí la Fe en Dios y el
miedo a la muerte. En todo caso, confío esperanzadamente en que Él se apiadará
de mí.
Alguien dijo una vez que la vida era una necesidad.
Y me parece que, dentro de la simplicidad de tal definición, acertó de plano.
Efectivamente, desde que el ser humano es instalado en la existencia, necesita
vivir, tan sólo eso, aunque puedan ser varias y hasta múltiples las vertientes
del existir. De un modo esencial -valga
la contradicción- Heidegger sintetizó
todas ellas en una sóla: “Existir, es
estar en el tiempo para ser”. Y por eso sólo existe el hombre, el ser humano. Las cosas del mundo exterior,
incluidas en ellas los animales, por el contrario, no existen. Solamente “están ahí”. A diferencia de la lengua
española, la gran lengua alemana, no posee dos verbos distintos, ser y existir. Y por ello, Heidegger tuvo que inventar una palabra, un
término de suma precisión, el de “dasein”,
que no significa ni ser ni existir, sino lo que ya he señalado, “estar ahí”.
Las cosas, las piedras, los animales, están ahí, pero no pueden existir,
porque, aunque transcurran miles, millones de años o de siglos, no pueden
añadir nada a lo que ya son en un momento dado. Podrán variar o extinguirse,
pero jamás podrán ser más, ni otra cosa distinta. El ser humano, no. Porque existir consiste precisamente en añadir cada día algo más, o algo nuevo, mientras permanece en el tiempo. Es cierto
que, si lo desea, puede pararse, quedarse “enano” cuando había sido programado
para ser un gigante; renunciar a ser ya
más de lo que es en un momento determinado, por aparentemente importante sea esto. Por ejemplo, Ministro, Presidente
del Gobierno, o de la República, o Rey. ¿Acaso se puede ser más aún? Naturalmente
que se puede, en cualquier caso, y mucho más aún, cuando aun siendo alguna de
esas cosas, esencialmente no se es nada. Y cuando el ser humano, por creerse o
pensar lo contrario, se para, se queda a medio hacer, se queda siendo
únicamente lo que ya es. Por el contrario, cuando se dis-para, continua creciendo día a día hasta poder llegar a ser
todo lo que había sido programado en función de sus capacidades.
¿Cuándo llegará a ser, plenamente, todo lo que de
un modo absoluto y eterno puede llegar a ser? Para alcanzar esta dimensión y esta cota del
ser, además del tiempo que le sea dado, necesita algo indispensable, necesita
morir, necesita la muerte. Ciertamente, con todo el lúgubre cortejo que, más o
menos pavorosamente, acompaña siempre a ese suceso humanamente tan doloroso,
pero también con la inmensa esperanza y alegría de que, cumplido el trámite y
traspasado el umbral de la agonía, fuera ya del existir, habrá alcanzado el ser humano la plenitud de su ser. Lo explicó muy breve, pero muy
poéticamente Teresa de Ávila: “Aquella
vida de arriba / que es la vida verdadera / no se goza estando viva”. Para
experimentar ese inmenso gozo, y alcanzar la verdadera vida, es preciso morir. La muerte es -como la vida- otra necesidad. Y quiero creer y sentir, en lo más hondo del alma, que es ésta precisamente la
gran esperanza y el más cálido consuelo, tanto frente a la muerte de los seres más queridos como frente a la propia muerte. No quisiera
introducir en este sentimiento la menor nota jocosa, pero llegado a este punto,
no puedo menos de recordar la Escena III del Acto I, en la Segunda Parte del
Don Juan Tenorio, de José Zorrilla. Parafraseando aquellos versos, fuera por
completo de su margen contingente, también podría decir yo hoy, radicalmente sensu contrario:
Vivos a quién tanto amé,
si tanto amor yo os di,
no
tendréis queja de mí,
que a vosotros os recé.
A todas las
almas, tan queridas, de quiénes ya son plenamente,
tras caminar
por este sendero, seco y duro.
Y con doloroso
retraso a alguien de quien, por mi culpa, no pude despedirme:
A JOSÉ MARÍA
SUÁREZ CAMPOS,
POETA, LUZ QUE
BRILLABA EN LA OCURIDAD
Y HOMBRE DE
DIOS
“Ese vago clamor que rasga el
viento
es la voz funeral de una campana;
vano remedo del postrer lamento
de un cadáver sombrío y
macilento
que en sucio polvo dormirá
mañana…”
(José Zorrilla, ante el cadáver de Mariano José de Larra)
Trae
hoy el viento un sonido cierto
que
desde el Cielo baja y se hace canto
de
alegría y de paz… Que un hombre santo
ahora
vive en el Cielo. No está muerto.
Aquélla
clara luz, un día incierto,
voló
junto a la Luz… Bajo su manto
brilla
más que brillaba. No hay espanto,
porque
no se ha dormido. Está despierto.
Huía
el tiempo. Pensé yo que podría
estrechar
en mi voz lazos fraternos
sin -torpe-
sospechar que antes se iría
sin, sobre el suelo, ya nunca más vernos…
¡Y
he de verte otra vez, José María,
que
inmortales no somos, mas sí eternos!
Luis Madrigal