LA INTENSIDAD
Al final,
los futbolistas, el futbol -y muy en
especial los periodistas deportivos- terminarán
por aportar y extender nuevos matices al lenguaje y, con ello, a la esfera
cultural. ¡Quién podría haberlo dicho! Desde luego, aquel Profesor de
Filosofía, que fue el mío, durante el Bachillerato en el Instituto de León, Don
Vicente Losada, sin duda ya difunto, se habrá estremecido en su tumba. Pero así
es, o al menos, causa la impresión de que es así, en estos últimos días, con
ocasión del invento lingüístico llevado a cabo por el entrenador argentino don
Diego Pablo Simeone, llamado “El Cholo
Simeone”. Este señor, al parecer, ha convertido al Atlético de Madrid,
desde sus pasadas miserias, en una verdadera máquina de ganar partidos de
futbol. Por lo visto y oído, según ha manifestado el propio Simeone, ello se
debe únicamente a que su equipo juega “con
intensidad”, con mucha intensidad. Desde que “El Cholo” inventó el término,
todos los comentaristas deportivos lo repiten constantemente a través de los
periódicos y las ondas de la radio y, los futbolistas y demás entrenadores, de
cada diez palabras que, casi todos ellos, con verdadero esfuerzo consiguen
pronunciar más o menos coherentemente, al menos siete u ocho de aquéllas, son
la palabra “intensidad”. Para ganar,
hay que jugar así, con intensidad, porque, cuando así se juega, se gana seguro.
Jugar bien al futbol, tratando al menos de arrancar a este juego la belleza
plástica que puede albergar, esto, parece ser, ya es otra cosa, aunque desde
luego yo no entiendo demasiado de todo ello.
Para mí, el
concepto de intensidad, hasta el
momento, venía asociado a los de tono
y timbre, en relación con el sonido, u
otros análogos, pero sin duda caben muchos más matices. Y, parece ser que, entre
ellos, el de la intensidad futbolística
que, a partir de ahora deberá ser incorporado al Diccionario de la Lengua, eso
sí, con las debidas matizaciones o precisiones en lo que singularmente atañe a
este precioso, sereno, culto, civilizado y pacífico juego del futbol, que,
contra lo que pensaba y profetizaba el Profesor Losada, ha devenido y llegado a
ser una las diversiones más celebradas, entre las artes plásticas más
prominentes. Si aquel sabio educador hubiese podido sospechar, por lo más
remoto, que “los de la patada y el
puñetazo” (él, también incluía en el lote a los boxeadores), andado el
tiempo, dado los respectivos números de espectáculos y de espectadores, habrían
de eclipsar al Teatro, la Música sinfónica y la Ópera, habría tenido que
rectificar su punto de vista al respecto. Afortunadamente para él, como supongo
con sobrados fundamentos, debió morirse hace ya bastantes años.
Pero,
volviendo al tema capital, la primera acepción gramatical del término “intensidad”, es el grado de fuerza con
que se manifiesta, fundamentalmente, un agente natural, como el viento, cuando
se convierte en huracán, o la lluvia en copioso torrente. Más incluso que la
magnitud física de las fuerzas creadas o debidas a la imaginación, el cálculo y
el ingenio humanos, como la corriente eléctrica, el sonido, ya indicado, o el
flujo luminoso. Y muy difícilmente podría aplicarse tal concepto al futbol, ni
aún considerado éste como esfuerzo físico. Así, por ejemplo, la unidad de
medida de la corriente eléctrica, para determinar la cantidad de electricidad
que atraviesa o discurre por un conductor, es el amperio. La del sonido o la luminosidad, expresadas en magnitudes
de ondas sonoras o en flujo luminoso, son, respectivamente, el fonio y la candela. También el calor o el frío tienen su unidad de medida, en
unos u otros sistemas o escalas termométricas, ya sea Celsius, Fahremheit, Kelvin u otras. En todas ellas,
es el grado centígrado. Pero, ¿cuál
sería la unidad de medida de la “intensidad
futbolística”? Me parece que no hay forma de saberlo ni aproximadamente y
menos aún de determinarlo. Y tampoco cabe aplicar al concepto de referencia,
tan felizmente inventado por el Sr. Simeone, el significado gramatical de la
segunda acepción del mismo término, relativo a la “vehemencia de los afectos de ánimo”. Cabe albergar sobradas
sospechas de que lo que menos entra en juego en la actividad balompédica, son
los afectos -que pertenecen al orden del espíritu, y no
al material de la fuerza física bruta- sino más bien los efectos, en la relación de causalidad más estrictamente lógica
entre los jugos gástricos, o los productos hepáticos, de quienes juegan con
arreglo a ese valor deportivo –la “intensidad”- y los resultados numéricos,
cifrados en goles no encajados, mucho más que marcados, del equipo al que se defiende,
en honor al club al que se representa, dicho sea ello en el sentido más
universal, sin entrar en particularismos de equipos ni clubes. Aunque, desde
luego, quien inventa es el que goza de mejor y mayor derecho para, digamos
explotar, el concepto o la técnica inventados y, desde luego, para que
prioritaria y preferentemente se le atribuya.
Una
sospecha, no obstante, viene a ensombrecer mis pobres ideas futbolísticas, en
lo que se refiere al invento lingüístico de referencia. Porque, tal vez, lo que
encubierta y vergonzantemente ha querido manifestar y admitir el Sr. Simeone,
en lo que concierne a su “táctica”, o a su visión estratégica de tal juego, es
que, además de “jugar muy juntos,
cerrando toda clase de espacios para que físicamente no pueda discurrir la
pelota, cuando la posee el adversario” -lo cual no aporta precisamente belleza de
ningún género, porque para eso ya se inventó el frontón- la “intensidad”
en cuestión consiste en dar toda clase de patadas, no al balón, sino a las
tibias de los jugadores contrarios; en empujar, zancadillear, agarrar, escupir
si viene al caso y, en general, utilizar constantemente este tipo de trucos, o
de pequeñas infames industrias humanas, para no perder y, si el contrario se
descuida, al no jugar con tanta “intensidad”,
lanzar de una gran patada -eso sí, esta
vez a la pelota- impulsándola hacia la
portería contraria, para que algún “Aquiles”,
y no el de los pies ligeros precisamente, sino
-sin el menor ánimo de injuriar, y mucho menos de racismo- con preferencia
a los plátanos como substancia alimenticia, pueda introducirla entre los tres
palos.
Además del principio de impenetrabilidad de los cuerpos, la intensidad futbolística, según me parece, consiste y se basa en no jugar al futbol, o a lo sumo en jugar para no perder, pero además de eso, en decapitar la posible belleza plástica de este deporte, convirtiéndolo en otro distinto. Eso sí, si se gana siempre, se es o puede ser campeón. Pero, ¿campeón de qué? Se podrá ser campeón de “intensidad”, o campeón de no perder. A lo sumo, de “ganar y ganar”. Pero dudo mucho de que se pueda serlo de nada que guarde relación con el verdadero futbol. La escuela futbolística de la “intensidad”, no es más que una superación, un estilo tardío del más tradicional “cerrojo”, tan propio no sólo de los equipos italianos, que ahora il Signore Prandelli, con exquisito gusto altorenacentista del Quattrocento, quiere adoptar, implantando el retorno a la belleza de la línea y la perspectiva y desterrando el horroroso estilo ya descubierto por aquel entrenador español al que familiarmente se llamaba “Tío Benito” y que en realidad se llamaba don Benito Díaz. Jamás empleó el tío Benito tanta “intensidad”, ni aún cuando era entrenador de la Real Sociedad de San Sebastián. Muchos menos todavía lo hizo en aquellos tiempos del “Maracanazo”, cuando dirigió, en aquélla Copa del Mundo, al equipo de futbol nacional de España, hoy llamado “la Selección”. Por tanto, para hallar semejante descubrimiento, no hace falta ser argentino, que sin duda es algo importante para nosotros los españoles, pero no sé por qué sospecho que sus compatriotas, los Profesores Valdano y Cappa -sobre todo este último, que es escritor- no deben estar demasiado conformes con el referido descubrimiento lingüístico por parte de su también colega, el Sr. Simeone. El “Cholo”. Eso sí, una vez sabido que el futbol es esa actividad humana que esencialmente consiste en “ganar, ganar, ganar y… volver a ganar”, concepto o definición académica ésta aportada, a su vez, por un glorioso sabio español, ya difunto (q.e.p.d.), pero casi idéntica a aquella a que responden los “delitos por razón del resultado”, no puede caber duda alguna de que el método puede ser muy eficaz. Tan eficaz, en términos de resultados, puede ser tal negocio que, aunque no se parezca al verdadero futbol más que muy superficialmente, puede hacer que el Atlético de Madrid, después de no se cuántos años, vuelva a ganar otra vez la Liga española. Pese a ello, yo recuerdo haber visto jugar, en los años de mi infancia, a aquel gran equipo de dicho Club, que creo recordar de memoria. Marcel Domingo; Riera, Aparicio, Lozano; Mencía, Mújica; Juncosa, Vidal, Silva, Campos y Escudero (la Delantera de Seda), o también: Juncosa, Ben Barek, Pérez-Payá, Carlsson y Escudero (la Delantera de Cristal). En su honor, mucho más que en el de estos mediocres jugadores que este año han ganado la Liga, suene el Himno del Glorioso Atlético de Madrid.
Además del principio de impenetrabilidad de los cuerpos, la intensidad futbolística, según me parece, consiste y se basa en no jugar al futbol, o a lo sumo en jugar para no perder, pero además de eso, en decapitar la posible belleza plástica de este deporte, convirtiéndolo en otro distinto. Eso sí, si se gana siempre, se es o puede ser campeón. Pero, ¿campeón de qué? Se podrá ser campeón de “intensidad”, o campeón de no perder. A lo sumo, de “ganar y ganar”. Pero dudo mucho de que se pueda serlo de nada que guarde relación con el verdadero futbol. La escuela futbolística de la “intensidad”, no es más que una superación, un estilo tardío del más tradicional “cerrojo”, tan propio no sólo de los equipos italianos, que ahora il Signore Prandelli, con exquisito gusto altorenacentista del Quattrocento, quiere adoptar, implantando el retorno a la belleza de la línea y la perspectiva y desterrando el horroroso estilo ya descubierto por aquel entrenador español al que familiarmente se llamaba “Tío Benito” y que en realidad se llamaba don Benito Díaz. Jamás empleó el tío Benito tanta “intensidad”, ni aún cuando era entrenador de la Real Sociedad de San Sebastián. Muchos menos todavía lo hizo en aquellos tiempos del “Maracanazo”, cuando dirigió, en aquélla Copa del Mundo, al equipo de futbol nacional de España, hoy llamado “la Selección”. Por tanto, para hallar semejante descubrimiento, no hace falta ser argentino, que sin duda es algo importante para nosotros los españoles, pero no sé por qué sospecho que sus compatriotas, los Profesores Valdano y Cappa -sobre todo este último, que es escritor- no deben estar demasiado conformes con el referido descubrimiento lingüístico por parte de su también colega, el Sr. Simeone. El “Cholo”. Eso sí, una vez sabido que el futbol es esa actividad humana que esencialmente consiste en “ganar, ganar, ganar y… volver a ganar”, concepto o definición académica ésta aportada, a su vez, por un glorioso sabio español, ya difunto (q.e.p.d.), pero casi idéntica a aquella a que responden los “delitos por razón del resultado”, no puede caber duda alguna de que el método puede ser muy eficaz. Tan eficaz, en términos de resultados, puede ser tal negocio que, aunque no se parezca al verdadero futbol más que muy superficialmente, puede hacer que el Atlético de Madrid, después de no se cuántos años, vuelva a ganar otra vez la Liga española. Pese a ello, yo recuerdo haber visto jugar, en los años de mi infancia, a aquel gran equipo de dicho Club, que creo recordar de memoria. Marcel Domingo; Riera, Aparicio, Lozano; Mencía, Mújica; Juncosa, Vidal, Silva, Campos y Escudero (la Delantera de Seda), o también: Juncosa, Ben Barek, Pérez-Payá, Carlsson y Escudero (la Delantera de Cristal). En su honor, mucho más que en el de estos mediocres jugadores que este año han ganado la Liga, suene el Himno del Glorioso Atlético de Madrid.
Luis Madrigal