lunes, 4 de mayo de 2009

TODOS SOMOS IGUALES


Hace ya algunos años -aunque quizá todavía quede alguno por ahí- solían verse unas estampillas, o cartelitos, generalmente colgados de las paredes, en esos ámbitos parasitarios que son las oficinas públicas, en los que podía leerse literalmente: “TODOS SOMOS IGUALES, PERO ALGUNOS MÁS IGUALES QUE OTROS”. Parece ser que tan aguda expresión, fruto de un descubrimiento antropológico aún más conspicuo, es debida a un señor nacido en la India, de nacionalidad británica, llamado Eric Arthur Blair, más conocido por George Orwell, que fue su pseudónimo. Este caballero, es el inventor de un imaginario universo totalitarista, pese a que él no fue observado por el KGB, sino, durante doce años, por los servicios de Inteligencia británicos, justamente por los motivos radicalmente contrarios -esto es, para poder preservar la libertad frente al totalitarismo- dadas sus aficiones a militar en los movimientos izquierdistas. Es hoy, por tanto, uno de los símbolos sagrados de la “izquierda intelectual” y, al propio tiempo, el "glorioso" mentor del concepto de “Gran Hermano”, acuñado en su novela “1984”, escrita treinta y cinco años antes de la fecha que le sirve de título, es decir en 1949, y que posteriormente ha dado lugar a los repugnantes formatos televisivos del mismo nombre, paradigma vivo de las más abyecta pornografía “en vivo y en directo”.

Orígenes terminológicos o inspiraciones aparte, en primer término, yo creo que “igual”, (en latín, aequālis), quería significar, en el caso del cartelito,
que todas las personas somos de la misma naturaleza o calidad, puesto que tal adjetivación, evidentemente, no se refería a las cosas, y pretendía cobrar en este caso, sin duda, una intención excelsa, o excelente. Todos igualmente buenos, dignos, sabios y competentes, con el mismo alto sentido de la justicia y de la libertad… Pero, eso sí, en segundo término, “algunos”, son mejores, más dignos, más sabios, más competentes que otros. Y, es de suponer, que quienes publicitaban tal aserto, colgándolo de las paredes, entendían formar parte de los primeros, del algunos, excluyéndose selectivamente del todos, que eran “los otros”.

Alguna vez -lo confieso- corrí yo, la estúpida tentación de creerme incluido en el grupo selectivo, o selecto, pero, muchas más, y muy en general, siempre me he preguntado cómo puede operarse tal selección. Desde luego, en términos de singularidad -establecer quien es “el mejor”- no es posible, porque el mejor no existe, es imposible de determinar, no hay instrumento de medida para ello y, únicamente, podría ser determinado de esa forma tan mostrenca, y tan imprecisa y peligrosa, como es el método “democrático”. Esto es, por “votación popular”. Así se determinan (además de los gobernantes, lo que es ya un verdadero ejercicio del temerario juego suicida de la “ruleta rusa”), otros muchos “mejores” más superfluos y superficiales, como la chica más guapa, la “miss” del planeta, del país, o del barrio, y ahora, últimamente, también el chico más apuesto y gentil . Asimismo, el futbolista que ha de ganar “la bota de oro” o, en infinidad de perspectivas, cuantos profesionales, de todo tipo de oficios u ocupaciones quepa establecer. Y hasta de “mejores”, en los ámbitos de la virtud, de la bonhomía o la santidad, cuestión esta última que, con el permiso y el debido respeto a los cánones reguladores de las causas de los santos, creo yo tan sólo Dios puede saber. Por ejemplo, en los más respetuosos términos, ¿quién era más santo, el Excelentísimo Sr. Marqués de Peralta, Don Josemaría Escrivá de Balaguer, o la Madre Teresa de Calcuta? Parece ser que San Josemaría, que ya es santo, como su propia nominación canónica indica, mientras la Madre Teresa todavía solamente es beata, que es un grado inferior. Hasta es muy posible, que Don Álvaro del Portillo, también ya beato a estas alturas desde hace años, sea santo mucho antes que el Beato Champagnat, que ya lo era el pobre desde mi infancia, y que aún por los años 90 no había logrado pasar de ahí, pese a haber nacido en 1789, justamente el año de la Revolución Francesa, y muerto en 1840, tras haber fundado los Hermanos Maristas. Otro tanto cabe decir del polaco Juan Beyzym, S.J., contemplativo en la acción y apóstol de los leprosos en Madagascar, por no hablar del Beato Maurus Magnentius Rabanus, Arzobispo de Maguncia, que murió en el año 856, y de tantos y tantos que no han llegado a los altares. En otros términos, descendiendo desde la más excelsa altura, hasta la casi máxima bajura, ¿quién ha sido mejor futbolista, Pelé o Alfredo Di Stefano? ¿Maradona o Messi? Imposible de determinar, con precisión astronómica, e incluso en mucho menor grado de precisión. Imposible saber quién es “el mejor”. Por lo tanto, el mejor, no existe. Incluso tampoco es nada fácil determinar colectivamente, dentro de un grupo, profesión, oficio, o característica personal, quienes son “los mejores”, aunque esto resulte más fácil, sobre todo mucho más ostensible a los meros sentidos corporales, y hasta a las piedras. Un tonto, siempre es un tonto, se babe o no, pero Sir Winston Churchill, fue un genial político y un excelente Jefe de Gobierno. Esto, también es verdad, y se distingue perfectamente. Porque, hay verdaderos sabios y perfectos imbéciles que, en algunas dramáticas ocasiones -es imposible saber por qué y cómo- llegan a Jefes de Gobierno; personas cultas, y personas absolutamente ignorantes; gentes refinadas, y patanes en todos los grados de ordinariez y mal gusto, y algunos hasta en estado casi salvaje. Todo esto es cierto. Y ello es así, aunque, en términos generales, resulte también difícil en una colectividad establecer la frontera entre “los mejores” y los que no pueden serlo en modo alguno. Luego, los del “cartelito”, lo tenían, o lo tienen aún, bastante difícil. Les aconsejo que lo retiren y les ruego se pongan a trabajar, aunque sólo sea para demostrase a sí mismos que son capaces de hacer algo útil.

Me parece que, por esa relatividad a la hora de determinar quién o quiénes son, no ya “el mejor” -que no existe nunca- sino tampoco “los mejores”, de difícil determinación, hace ya tiempo que vengo yo sustituyendo, para mis adentros, el clásico orwelliano por otro eslogan, de similar factura, pero mucho más objetivo dentro de su indefinición, según me parece. Venía yo proponiendo que, lo que debería proclamarse, sin cartelitos, desde luego, es la afirmación de que “TODOS SOMOS IGUALES, PERO UNOS SON MÁS IGUALES QUE OTROS”. Como se podrá observar, hay dos variantes esenciales. La primera, consiste en sustituir el “algunos”, por el “unos”. Podrá parecer lo mismo, pero no lo es. En primer término, alguno, o algunos (del latín alĭquis, alguien, y unus, uno), es un adjetivo que se aplica indeterminadamente a una o varias personas respecto a otras, pero en oposición a ninguno, y por ello generalmente se utiliza como pronombre indefinido y, pospuesto al sustantivo, equivale a “ninguno”. Y, en segundo término porque lo fundamental de la nueva fórmula consiste en sustituir la primera persona de plural por la tercera, del verbo ser, porque nadie debería atreverse a decir "somos", sino tan sólo "son". Así, pues, incluso existen dificultades gramaticales para poder expresar en su intención elitista, la expresión de referencia. En cambio, “unos” (también del latín unus), en su octava acepción RAE, juega como pronombre indeterminado y, en plural, significa dos o más personas cuyo nombre, y por ende características determinadas, se ignoran, o no pueden determinarse. Y esto ya, al menos gramaticalmente sería mucho más exacto. Podemos Saber que “unos” son mejores -“más iguales”- que otros, pero nunca podríamos determinar el grado, la “clasificación general” y, con ciertas dificultades, establecer la frontera entre unos y otros, pese a que, en algunos casos, la diferencia pueda ser ostensible.

Sin embargo, tampoco esta construcción me dejaba satisfecho y, fruto de mis “sesudas” meditaciones, he llegado a comprender, de una vez por todas, que el mejor eslogan para mejor poder expresar la relación y proporción de grandeza y miseria que media entre unos seres humanos y otros, sería esta última, a la que vengo abonándome reiterativamente desde hace ya algún tiempo. Esto es, pues, lo que a mí me parece cierto: “TODOS SOMOS IGUALES PORQUE NADIE ES NADA”. Y esto sí que es absolutamente concluyente. Podrá no serlo a la corta, en determinados momentos, pasajeramente, pero no lo será siempre, no podrá serlo a la larga. La clave, esta vez, no reviste sólo tintes gramaticales, sino que reside en algo mucho más esencial. En efecto, es preciso sustituir la conjunción adversativa “pero”, por la causal “porque”, con lo cual, a su vez, en cuanto a su contenido lógico concierne, ya estamos facilitando la causa de la más radical igualdad. Pero, esa causa es la de que nadie, absolutamente nadie, ni aun Albert Einstein, Johann Wolfgang von Goethe, Santiago Ramón y Cajal, Aristóteles y Platón, Ortega y Unamuno, y cuantos otros sabios de verdad en este mundo han sido, son nada, porque, todo hombre, ha de morir y la muerte, su incertidumbre, sus terribles incógnitas, el no saber nuestro último destino -más aun que tampoco nuestro origen- ni con las más complejas ecuaciones o tubos de ensayo, ni con microscopios binoculares, ni con los telescopios de lentes más potentes, esa radical y esencial ignorancia, nos iguala absolutamente a todos. Por eso, sólo por eso, todos somos iguales. Entre el mayor sabio de todos los siglos y el ignorante supremo de los mismos, la diferencia es nula. Y somos además iguales, porque, para algunos -aunque esto sea adicional o quizá hasta secundario- todos somos hijos de Dios y los hijos de un mismo Padre, siempre, siempre son iguales, con total independencia de sus cualidades, méritos o deméritos. Un Padre amoroso, que quiere por igual a todos sus hijos y en cuyo regazo, tan sólo en Él, podremos descifrar la incógnita de nuestra vida. Claro que, para ello, para encontrar la verdadera repuesta, la más precisa y exacta, tendremos todos que llevar a la práctica lo que propone y exalta la melodía del cantante Silvio Rodríguez. Verdaderamente, hay letras de canciones hermosas, pero tal vez ninguna tan verdadera como esta, la de esta canción -"Sólo el Amor", por supuesto el Amor con mayúscula- porque, ciertamente:

"Sólo el Amor, alumbra lo que perdura / sólo el Amor, convierte en milagro el barro / sólo el Amor, engendra la maravilla / sólo el Amor, consigue encender lo muerto..." ¿Alguien quiere comprobar hasta qué punto es rigurosamente verdad, y la única forma segura de poder "tocar lo cierto"? Luis Madrigal.


Para escuchar la canción completa, pueden o podéis pulsar sobre el subrayado que sigue a la notación 03. del archivo musical que seguidamente se inserta.