Nadie ha influido lo más mínimo sobre mí, para que asista y participe en la Manifestación del próximo Domingo. Ni “los añorantes del pasado”, ni los Obispos de la Conferencia Episcopal. Y mucho menos el Partido Popular, al que ni pertenezco, ni he pertenecido nunca, ni perteneceré jamás, como a ningún otro de los restantes partidos políticos, habidos o por haber. No he pertenecido, ni perteneceré, en ningún momento, a ningún partido político, por una razón muy sencilla: Carezco por completo de un sentido “militante” de la vida política. Puedo retirar las comillas, porque, tal sentido, también me parece una vocación, tan lícita y útil como otra cualquiera. Cualquiera que efectivamente lo sea, excluidos los delincuentes y, muy especialmente, dentro de ellos, los ladrones de guante blanco, en sus muy diversas variedades, porque quienes roban para poder subsistir, me parecen ampliamente cubiertos por la excusa absolutoria, no ya del estado de necesidad, sino del “hurto famélico”, al que se refería Tomás de Aquino. Desde luego, tal actividad, la de “la política”, no es más lícita y útil que cualquier otra, pero tampoco, en sí misma, menos. Sin embargo, sí estoy plenamente convencido que, para cualquier actividad humana, sea cual fuere, es necesario que quien la acomete esté dotado, no sólo de aptitudes, sino esencialmente, de una actitud, cuyo grado superior es la vocación, la llamada, sincera y pura, a ese cometido, que, en efecto, en la Política, podría ser excelso. Y, conmigo, insignificante personaje, de valor aproximadamente similar al de una hormiga, y mucho menos en los tiempos que corren, no va ese sentido de la política, actividad que, como ya he sostenido aquí, alguna vez, hace ya siglos perdió su sentido de lo que fue la Política, con mayúsculas, originariamente aristotélico -el de constituir el bien del todo, de la polis, de la Ciudad- y en consecuencia alcanzar un valor moral superior al de la Ética, que se limita a prescribir los principios y normas que han de regir el bien tan sólo del individuo. Y, desde luego, lo de menos, es que pueda yo acoger el criterio, me parece que actualmente mayoritario, de que “todos los políticos son iguales”, que podría aceptarlo, aunque algunos sean “menos iguales” que otros. Es decir no tan estúpidos, borricos, analfabetos, desprovistos del más mínimo saber, ni de la más mínima capacidad. Y sobre todo “menos”, mucho menos rencorosos, canallas y miserables.
Bueno, he dicho que iré a la manifestación de este próximo Domingo, en Madrid, que sinceramente hasta ignoro quién la convoca, pero no he dicho aún la finalidad o el objeto de dicha manifestación pública. Lo diré ahora: Es contra el aborto -más o menos libre y a gusto personal de cada individuo- ese crimen, que un día estuvo, ciertamente, en el Código penal, pero que hoy lleva camino, no ya de ser un “derecho fundamental" absoluto, sino hasta una muestra de distinción social. Pero, quieran o no, es un crimen, un homicidio. Y, es además, sin duda el homicidio -el asesinato- más repugnante y miserable de cuantos puedan existir, porque consiste en quitar la vida a un ser absolutamente indefenso, “a radice”, que nada puede hacer para evitarlo. Prescindo de la constitucional -y prácticamente falsa- proclama de que “todos tienen derecho a la vida”, máxime en relación con lo que determinan, en nuestro Derecho español, los artículos 29 y 30 del Código civil. El primero de estos preceptos, dispone que “El nacimiento determina la personalidad, pero el concebido se tiene por nacido para todos los efectos que le sean favorables, siempre que nazca con las condiciones que expresa el artículo siguiente”. Tales condiciones, sólo son dos, que el feto tenga "forma humana" y que "viva veinticuatro horas enteramente desprendido del seno materno". Y, naturalmente -es decir criminalmente- hay una forma radical de que un feto no pueda vivir tal número de horas en tales condiciones. Y esa forma es la de matarle cuando aun se encuentra en dicho seno. No sé muy bien si no me repugna decir “materno”, porque, la maternidad, en todos los seres animales, excluye, en su mayoría más absoluta, tal conducta criminal y, si se da en algunas especies, como he podido oír alguna vez, en cualquier caso, se trata de animales irracionales. Y yo me resisto a pensar que las madres abortistas, sea cualquier el motivo que pueda inducirles a cometer tan miserable crimen, estén animadas de ese carácter irracional. No creo que pueda tratarse de ningún retraso mental, ni tampoco de ninguna debilidad , o minusvalía, de tal carácter, no pienso que sean unas “débiles mentales”, pero sí unas “débiles morales”, cuyo sentido del mal ha arraigado con tal fuerza en su corazón, que no dudan lo más mínimo en infringir de raíz la ley biológica más natural, sino en quebrantar también la ley natural intrínsecamente esencial al ser humano. Señoras abortistas, que esgrimen el argumento de que “con su cuerpo hacen los que quieren, porque es suyo”, sepan ustedes que, ni eso es verdad, ni es lícito -aunque se trate del propio cuerpo, o de la propia vida- porque ninguno de esos dos valores son suyos sino que se los deben a alguien, sin duda a quien se los ha dado. Pero, sepan también, que el feto, el ser que se encuentra en sus entrañas, tenga los meses, o los días, o las horas, que tenga desde que ha sido concebido, es mucho menos suyo aún. No es, en absoluto, suyo, porque es otro ser, en sentido propio, y todo ser humano es, en si mismo, un ser, con entero derecho -el primero de todos los derechos- a la vida y, para ello es preciso que nazca. Perdónenme, pero son ustedes -todas- unas simples homicidas, es decir, unas crueles asesinas. Simples no, verdaderamente inhumanas y diabólicas, unos seres despreciables, indignos de vivir en la sociedad civilizada, de recibir ayuda de nadie y de inspirar la menor compasión. ¡Cierto, ya lo sé…! Hay situaciones extremas, terriblemente injustas o llenas de verdaderos calvarios. Pero… ¡ni en tales casos! Son ustedes mucho peores que las prostitutas, rameras o meretrices, esas pobres mujeres que, algunas veces, muchas de ellas, tienen que venderse para no morirse de hambre, pero, si van a tener un hijo, fruto no ya del amor, sino del simple comercio carnal, no lo matan, lo quieren y lo protegen... Y, de un modo más o menos similar, cabría también hablar de otras situaciones, en las que tampoco se debe matar a nadie, porque, todo ser humano, sea concebido de un modo o de otro, es un hijo de Dios, por ser también voluntad suya... Si no quieren ustedes tener hijos, sino, simplemente, revolcarse como los animales, no los tengan, pero no los maten… Quizá, a mí me gustaría hoy ser mujer, como mínimo, o hasta monja, con una organización y unos medios mínimamente adecuados, para poder decir lo que decía la Madre Teresa de Calcuta: “¡No los matéis… dádmelos a mí, para que los cuide!”. Yo, no reúno ninguna de esas dos condiciones, pero en su nombre, en el nombre de aquella mujer santa, también lo digo… ¿Y el Gobierno, promovente de esta nueva Ley? Otro día… “hablaremos del Gobierno”, pero, ya de momento, cabe una pregunta de la mayor lógica: En estos días, de paro y casi miseria para una gran parte de españoles, y de quienes vinieron a nosotros, buscando una vida digna, ¿no se les ocurre a ustedes hacer otras cosas? Estoy seguro, desde hace tiempo de que no, porque hay mentes -las suyas- a las que no puede ocurrírseles nada. Para ello, tendrían que estar dotados, propiamente, de “mente”, no tan sólo de cráneo para que pueda sostenerse el sombrero, y, sus cerebros, habitados por alguna idea… ¿O es que a alguna de sus brillantes molleras, se le ha ocurrido la magnífica idea de resolver la situación económica de los españoles, sobre la base de matarlos? ¿O, tal vez, esta Ley criminal que anuncian, es una cortina de humo, para que la gente no fije su mirada indigente, simplemente en el hambre, y en las personas que ahora en España se encuentran rozando la más estricta situación de necesidad, o acaso de verdadera pobreza? De pobreza impuesta por ustedes, provocada y sostenida. Porque la pobreza voluntaria, la que uno mismo libremente elige, es una de las más sabias decisiones y una de las claves más importantes para alcanzar la verdadera felicidad. Luis Madrigal.-