miércoles, 4 de junio de 2008

EL APOCALIPSIS


Pocas palabras, y más aún ideas, tan paradójicas como la palabra y la idea de lo que, usualmente, se pronuncia o expresa como apocalíptico, lo que, indiscutiblemente, a su vez proviene y deriva del contenido del libro sagrado conocido como el Apocalipsis, que junto a los cuatro Evangelios y las Epístolas de los apóstoles componen el Nuevo Testamento. Estoy hablando a los creyentes cristianos, pero no excluyo tampoco a ningún ser humano culto de nuestro mundo occidental, e incluso de otros mundos, en lo que se refiere a lo que voy a decir a continuación. Porque, es bien sabido que una paradoja es una declaración en apariencia verdadera que conlleva a una auto-contradicción lógica. Esto es -aunque caben muchas especies de paradojas- lo paradójico es aquello que se utiliza justamente para expresar lo contrario de lo que en verdad significa o supone. Y esto es precisamente lo que sucede con el Apocalipsis en cuanto al mensaje que este libro sagrado contiene. Porque el Apocalipsis no es ni mucho menos lo que parece, o lo que se le ha hecho parecer a lo largo del tiempo. El Apocalipsis, falsamente atribuido durante tanto tiempo -según entiende la más moderna doctrina bíblica- al apóstol San Juan, no es ni significa, pese a su lenguaje de difícil comprensión, nada que pueda identificarse con lo más trágico o catastrofista. El lenguaje apocalíptico, pertenece a un género literario cuyas notas (dualismo, simbolismo, visión profética, etc.) lo que realmente persiguen es explicar, y no complicar; revelar o manifestar, y no ocultar… Inspirar esperanza y consuelo, y no angustia y desesperación. Infundir ánimo y valor, y no pavoroso miedo. Para empezar, la propia palabra griega, “apocalipsis”, significa revelación. Y sin embargo, al oír esta palabra, apocalipsis o apocalíptico, casi todos pensamos en lo secreto, misterioso, oculto, enigmático y, desde luego, trágico y catastrófico. Esta es la realidad. Podríamos decir, por ello, que pese a su intención, el Apocalipsis ha producido en el ánimo humano justamente lo contrario de lo que se proponía, desde luego no por culpa de nadie en particular, sino en general por haberse fijado la atención del lector o del interprete oficial -como escribió el Profesor de la Universidad Pontificia de Salamanca, Dr. Fernández Ramos- “en descifrar, a través de sus grandiosos cuadros históricos o cósmicos, la marcha externa de los acontecimientos que componen la historia”.

Yo, he creído saber y comprender muy bien, desde que leí el libro de este para mí tan querido amigo y maestro, "Los enigmas del Apocalipsis" (Ediciones y Publicaciones de la Universidad Pontificia de Salamanca. Colección "Teología en Diálogo". Salamanca, 1993) lo que ha de significar en verdad lo apocalíptico, pero, en este momento, aquí sobre este lugar y tiempo en los que he tenido la inmensa desgracia de haberme tocado vivir, no puedo menos de expresar mi absoluta conformidad con la significación y contenido que, en el lenguaje popular, se atribuye a las palabras apocalipsis y apocalíptico y, en este preciso sentido, me adhiero con entusiasmo a la visión poética, si lo fuera, más que profética, de otro querido e inseparable amigo, Alphonso Carbajal, ya conocido de quienes suelan pasar por aquí, en el poema que, como otras veces, traigo a este Blog con su más expreso conocimiento y consentimiento. Porque, también por desgracia, lo que se expresa y afirma en este poema, según mi criterio e íntimo sentimiento, no resulta nada paradójico, sino que obedece y responde a la más rigurosa, estricta, cruda y... repugnante realidad, de los amargos días que en España vivimos. Luis Madrigal.-

APOCALIPSIS

Los Jinetes, asoman su pavoroso espectro
tras las rojas colinas, donde el sol poniente
tiñe de fuego su decadente viaje.
El horizonte, que fue ayer tan azul, estalla en ascua,
que abrasa y se retuerce convulsa.
Entre estertores, tiembla la Tierra.
Sus cimientos, se conmueven y agrietan.
Los ríos se desbordan, inundando el mar,
que alza su encrespado manto
hasta el techo de la Montaña inmensa.
Gime el viento, salvaje y arrasador,
que aniquila a su paso cuanto antes vivía.
Aquel árbol frondoso; aquella flor;
aquel dulce murmullo que embelesa...
En la jungla de asfalto y hormigón,
no queda ya en pie un muro
sin el estigma -sucio y harapiento- de la repulsiva pintada
y, entre su estúpida grafía de colores sin luz,
el más torpe intinto animal,
deja la zarpa de lo más abyecto.
¡Ha estallado la libertad sin calma y, en su nombre,
se enfangan las paredes...! Se incendian papeleras,
muere el lenguaje y se olvida la Memoria.
La más pura inmundicia, invade los sagrados ámbitos
del ser, de la luz, de la palabra, del amor...
Surgen a raudales, de la nada,
un millón de antropomórficos seres vacíos
que se enriquecen y cobran nombre
a la sombra de otros de igual raza,
hechos también de sombra.
Nacen sin cuento cada día, mil universidades
-Villaconejos, pronto tendrá la suya,
quizá con una Facultad de Futbol-
mientras el Alma Mater -triste y sola- agoniza
entre la asfixia, asaltada por la amorfa masa sin luz.
Los estudiantes -que buscan "una salida" próspera-
armados de bates, exigen a pedradas
la muerte de las reglas ortográficas,
del Latín, de la Historía, de la Filosofía de Grecia,
del Derecho de Roma.
Aquel cerebro opaco, de muy escaso seso y desviado sexo,
que es ahora el Sumo Sacerdote, oficia rebeliones
y enciende la liturgia de ciencias que no existen.
Aquella mujer zafia, desgreñada, verdulera,
que berreaba al pie de la pancarta,
ha sido nombrada "ministra" de algo. De cualquier cosa.
La horrible Caja, entre su hedionda peste,
difunde al día dos mil frentes, en la guerra del futbol
y, un futbolista, escribe con falsilla
el libro más vendido del año. Acaso, el más leído. El único...
Ha muerto Montesquieu, asesinado
en algún callejón, por navajeros
de la política espúrea, vil, canalla.
Y no es el mal más grave...
También ha muerto Erasmo -de tristeza-
y para siempre han muerto en el olvido
de su palabra exacta y clara como el día,
Heráclito y Parménides; los milesios;
Anaximandro, Tales y Pitágoras;
Protágoras y Sócrates; Platón,
Aristóteles -su virtud dianotéica-
su concepción del Hombre y... su Ética;
Epicuro, Agustín de Tagaste, el Sol de Aquino...
También la fe y la razón. Y la Escolástica.
Guillermo de Ockham y su nominalismo;
Kepler y Galileo; Malebranche y René Descartes.
Y Spinoza, Bacon, Hobbes, Locke y Leinniz;
Jorge Bekerley, David Hume y Enmanuel Kant...
Husserl y Heidegger; Ortega y Unamuno.
El existencialismo.
Mounier y Maritain, y su vital personalismo edificante.
Y hasta Hegel, Feuerbach, Engels y Marx,
que predicaban ayer verdad tan falsa
para alentar sangrientas utopías, yacen ahora,
junto a las momias asesinas de la gran muralla.
Ni eso queda ya. El propio crimen, sucumbe a la barbarie.
Han muerto ya...
la Biblioteca, el Ateneo, el Foro, la Academia.
Diderot y D´Alembert. La Enciclopedia.
La Ilustración, el estructuralismo de Lévi-Strauss
y el análisis preciso del lenguaje, de Ludwig Wittgenstein.
Y Domat y Pothier, que vislumbraron
lo que alumbró de Roma Savigny
y que Tronchet, Bigot de Premeneu,
Portalais y Maleville después reunieran
en aquella filigrana de la Norma, para regir al Hombre.
¿Dónde, de su arte, estarán ya -eternas, redivivas-
las inmortales huellas...? Quizá también ya han muerto
el ars antiqva, el ars nova, el canto llano,
la Escuela de Notre Dame y el Codex Reina;
los Conciertos de Bach, el Requiem soberano
del Genio de Salzburgo... El dulce Schubert...
Las Nueve Sinfonías de Beethoven...
La Eneida, Las Bucólicas, La Arcadia,
los sonetos de Shakespeare y El Quijote;
Las Meninas, El Entierro en Orgaz, La Gioconda...
Quizá, la ley de Newton, Gay-Lussac, o Boyle-Mariotte,
que rigen la materia, alguien haya usado al revés...
en la burda chapuza, que hoy acecha.
Y aquella ecuación de Einstein, universal esencia todavía:
"Que E es igual a m -que es la masa-
si al cuadrado de c -que es luz en el vacío-

por ella multiplica su energía"
.
La gran verdad, halla también olvido. A la masa sin luz,
no hay quien alumbre. El coeficiente, es cero en el espacio.
En el tiempo, el ser que fue, no es. Ya no es el Hombre.
Sólo "está ahí", como sombra que se mueve. Como cosa.
Sólo la carne, el
grito agreste y un cuero,
que arrastra puntapiés a ras de suelo,
alienta su "dasein" de cada día.
Cual puro semoviente, va y viene. Se hacina
junto a una barra estrecha, en cada esquina
donde la bestia llana encuentra selva.
El horrible artefacto, colgado de un estante,
enciende luces, colores de Arco Iris
que, frenéticas, se expanden al instante
en la honda penumbra. El sol, camina ya hacia su ocaso.
En fertil pasto iluminado, de radiante esmeralda,
se reflejan abigarradas rayas, cuadros y colores
de todos los matices y frecuencias:
Rombos, roeles, franjas, perfiles de picardos
y barrocas las vueltas de unas medias.
A veces, algún viejo escapulario,
cuando no un corazón, con una flecha,
y hasta algún flan que, siempre dulce, atrae
el vuelo y el zumbido de una abeja.
Arlequin y Pierrot, sobre la hierba
-ayer, mañana, hoy- librarán en el circo mil contiendas.
Lucen ahora los más vivos colores,
vestido y atavío hecho de seda,
para lucir el músculo que grita,
cuando el cerebro duerme su sopor de niebla.
Cambia la luz, el plano, la distancia,
para acercar precisa alguna coz,
un codazo, un chanchullo, una artimaña... Y una voz
disléxica -sin eco ni color- escupe gritos
e infecta el Diccionario. Su alarido,
inflexo, reiterante, sin sentido,
narra la historia, en histriónico concierto,
de estúpidas hazañas que, en el tiempo, vivieron una vez
para dar gloria a la Patria y exaltar a "la furia", al corazón,
al pundonor de la raza...
Ruge al instante la masa, como si fuera un león.
No sabe que el corazón, la Patria, el tesón, la gloria,
no viven en esa historia,
sino en la de la razón.
Y así, el coprófago humanoide, nutre sus vísceras
de la excrecencia que halla al paso.
En la exaltación de su miseria,
vislumbra ya el Planeta de los Simios.
Perfuma y lustra, cada día, su pelambrera salvaje
con mil afeites y ungüentos. Tiende su mano y su mirada
hacia el emjambre de artificios y complicados mecanismos
que le rodean y envuelven, sin alma ni vida.
Pero, entre cables, "interfaces", "chips"
y prodigiosas máquinas, que "piensan" y "hablan",
se ha quedado idiotizado y mudo. Ya no es un hombre.
Tan sólo prevalecen los más puros y más bajos instintos
de su ser animal. Lo acepta. Toma el impulso y la energía
del austral ancestro que bajó de los árboles.
Golpea con fuerza los puños sobre su pecho,
percute y hurga en sus axilas con los pulgares
y regresa a grandes saltos...
Se olvida de Platón -a quien no vió nunca- y se acomoda,
sin un rayo de luz, en la más sombría caverna.
Ha muerto el Hombre. El homo sapiens, se extinguió,
como un día se extinguieron también lo dinosaurios.
El Hombre, ya no es... Ni Dios tampoco.
No puede ya
ser Dios... si no es el Hombre.

Alphonso CARBAJAL


(Del Segundo Libro de Poemas. "La Luz, está encendida". Poema 68)