viernes, 18 de agosto de 2017

PARA NOSOTROS LOS CRISTIANOS

ISRAEL ES LA IGLESIA DE JESUCRISTO




Vengo considerando racionalmente  -esto es, dentro de un esquema lógico-  pero sobre todo sintiéndolo dentro de mí, que los israelitas   -antes y después de la capital Declaración Nostra Aetate, del Concilio ecuménico Vaticano II, y no sólo los sefardíes, por lo que atañe a mi condición de español, sino todos ellos, en lo que concierne a mi fe cristiana-  son nuestros hermanos mayores en esa misma Fe. Que duda puede caber a nadie de que Jesús era un judío, maestro en primer término de otros doce judíos. Y no sólo esto, sino que confió la tarea de construir su Iglesia a un "judío, hijo de judíos, de la Tribu de Benjamín", Saulo de Tarso, según este último mismo dice literalmente. Y que, todos ellos, tenían por origen y padre a Abrahám y por maestro e instrumento de la legislación divina a Moisés, aunque fuese sólamente escrita en piedra. Jesús, según también Él mismo dijo, no vino al mundo para abrogar la ley, ni los profetas de Israel, sino para darle su contenido, escribiendo esa misma ley en el corazón de todos los hombres. Por eso, estoy muy convencido de que yo mismo, insignificante substancia individual, que aspira a ser persona, vengo de la Sinagoga, como sin duda alguna el canto gregoriano procede de la salmodia. Y por ello, he llegado también a la conclusión  -ya lo sabía teóricamente-  no sólo de que Israel es la Iglesia cristiana  -todas ellas-  sino también de que quien ataca a Israel ataca a la Iglesia y que quien ataca a la Iglesia ataca a Israel.

Este convencimiento, se ve agigantado, o al menos muy reforzado por un hecho harto comprobado y reiteradamente percibido por mi parte, tanto a través de los medios de comunicación, de todo tipo, como en especial a través de mis conversaciones o diálogos con otras personas. Todos los que se muestran contrarios o ajenos a la Iglesia, son partidarios de los palestinos y radicalmente enemigos de los judios. ¿Por qué será esto así?. Desde luego, no puede ser porque existan razones objetivas que puedan servir de fundamento a tal predisposición, o posicionamiento. Las razones que generalmente aducen, desde luego no podrían ser acogidas por los hechos probados y por lo tanto irrefutables que han constituido la historia, reciente y lejana, de tal estado o situación de conflicto que, por desgracia, a quien más ha privado de la paz es a Israel.

Pero tampoco quiero discurrir por este tortuoso y enrevesado camino de la política internacional, ni siquiera del Derecho que la rige, el Derecho Internacional, de fundación injustamente atribuida a un holandés, cuando fue precisamente un español quien lo hizo. Debo remitirme a otra Historia, no sólo metafísicamente mucho menos relativa, sino totalmente absoluta: La Historia de la salvación humana, que tan sólo puede encontrarse en Dios, en la divinidad. Hacia ese destino camina el hombre y esa es su tarea más esencial, precisamente en cuanto este último término resulta especialmente peciso y adecuado, porque la esencia es la propiedad de ser. No tan sólo de existir, en el tiempo y en el espacio, entre la sinrazón del animal y la modorra de la planta, sino de llegar a ser lo que todo hijo de Dios está destinado a ser. Por eso, la primera premisa del existencialismo -y me atrevería a decir del existencialismo judeo-cristiano-  es la de "yo no soy Yo". El yo que ahora soy, en cualquier momento del tiempo en el que existo, no soy el Yo que quiero ser. Y esto lo explica muy bien el judaísmo, porque no cabe olvidar lo que Yahveh le dice a Moisés: "Yo soy el que soy". Hay que entender, por infinidad de razones, que Dios es el único, por tanto, que no necesita existir para ser. Porque ya es eternamente, sin principio ni fin, y por ello "no existe", no puede resultar un existente. Todos los humanos, en cambio, hemos de ganarnos el ser desde el existir, desde que somos instalados en la existencia y emergemos en la conciencia de sí mismo.

Acabo de leer el libro  -"Jesús, en sus palabras y en su tiempo"-  del profesor de Historia en la Universidad de Jerusalén, David Flusser, especializado específicamente en el período histórico en el que vivió  -y existió- Jesús de Nazaret. No es ni mucho menos un libro doctrinal, ni por tanto adoctrinante, sino una pura biografía de Jesús, escrita por un judío, según el cual "el judaísmo es el trasfondo en que se encuadra el mensaje de Jesús y sólo quien conozca el primero puede captar el sentido del segundo". Es un libro muy claro, prologado por un jesuita, el Padre Joaquín Losada, Profesor de la Universidad de Comillas, quien no puede eludir su admiración más profunda, por encontrarnos, no ante un libro más sobre Jesús de Nazaret, sino frente a un libro distinto. Yo añado, en lo que a mí personalmente concierne, que muy especialmente distinto, en la medida que sólo Flusser me ha hecho reparar en el matiz y sentido, singularísimamente específicos, del mandamiento supremo de Jesús, el amor.

En efecto, siempre me he preguntado, entre no poco y sincero sufrimiento, como yo podría amar a aquellos que, por naturaleza, me inspiran odio, mucho más que amor. Y Flusser, al fin, me ha dado la respuesta, porque  -dice literalmente-  "amar a quien se odia, no sólo va en contra de la naturaleza del hombre, sino que además es una perversidad. Lo que en realidad Jesús exige es que amemos al adversario que nos odia: al odio debemos corresponder con el amor." ¡Por fin puedo entenderlo! Y la explicación de tal enigma radica en el significado, dentro del mundo judío, de las palabras: "Si amáis a quien os ama, ¿qué recompensa tendréis? Amad a vuestros enemigos". Pero, en hebreo, son dos las palabras con el significado de "enemigo". La primera, equivale más o menos al hostes latino, simplemente; la segunda significa "el que te odia". Y este segundo significado es el que utiliza Jesús. Por ello, no es de extrañar que el Padre Losada, en el prólogo a este luminoso libro, se sorprenda tan agradablemente de "oír hablar así sobre Jesús de Nazaret". Porque "su forma de enfocar la figura del Señor tiene como resultado el logro de una atmósfera que [a los cristianos] nos resulta familiar." Por ello, además de experimentar la misma agradable sorpresa yo quiero dar las gracias al autor. A un judío, que me ha fortalecido en mi débil fe. Gracias, pues, a todos ellos, al pueblo entero de Israel.

En el documento ya incialmente citado, se declara literalmente por parte del Concilio Vaticano II, que la muerte de Jesús "no puede ser imputada ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían ni [lógicamente mucho menos] a los judíos de hoy". Por otra parte, Benedicto XVI, en su libro "Jesús de Nazaret", exonera a los judíos, como pueblo, de modo total y absoluto. Era así como habría de suceder y, en esa Muerte, todos los humanos tenemos nuestra parte, porque la eternidad está fuera del tiempo y Dios es un eterno presente. La acusación, sostenida durante siglos, y llevada al ánimo de las gentes, de tantas injustas y abominables maneras, no ha sido sino fruto del odio, para fomentar el antisemitismo e incrementar en el mundo la persecución a los judíos, el pueblo elegido por Dios. El de la primera alianza divina con el ser humano.

Queda en pie, tristemente para mí, la polémica; la separación del dogma y del rito entre judíos y cristianos. Esto también es verdad. Sinceramente, yo no me siento judío, sino cristiano, porque creo que el Mesías esperado por Israel, durante siglos, llegó ya al mundo hace más de veinte. Algunos rabinos, en su momento, también lo creyeron así. Y no me refiero tan sólo a los que  -como tanto se ha dicho en España- "judaizaban" en la intimidad, sino a los que lo creyeron de verdad. No me encuentro a mí mismo participando, dentro ni fuera de la Fe, en los ritos, fórmulas, costumbres y cultura en general de los judíos. Como tampoco me siento, ni me encuentro plenamente de tal modo entre otros diversos modos de cristianismo o  -a veces-  entre los propios cristianos en comunión con Roma. Pero siento un gran deseo de superar, en todos los casos, tales diferencias de matiz y, desde luego me permito sugerir y rogar a todos los que se tengan por verdaderos cristianos que, allí donde puedan encontrar a un judío, no dejen de llamarle hermano. Porque lo somos. Y los somos también en Cristo Jesús que, agonizante en la Cruz, no tuvo el menor reparo en levantar los ojos al cielo para exclamar: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen". Pero "esos", para quienes se pedía el perdón, éramos y somos todos, no sólo los judíos. Todos los pueblos de la tierra y todos y cada uno de los hombres de todas las épocas. Todos y cada uno de nosotros.

Luis Madrigal


Las Navas del Marqués (Ávila, España)

18 de Agosto de 2017